En la venerada sala principal del Teatro Real, las paredes aún guardan los susurros de las gloriosas voces del pasado. Se respira un aire de expectación mientras “Medea”, la magistral obra de Cherubini, marca el inicio de una nueva temporada. En Yecla, ciudad natal de Paco Azorín, hemos seguido con interés particular esta nueva producción del director y escenógrafo, no solo por la atracción de la ópera en sí, sino también por su siempre enfoque distintivo, reflexivo y reivindicativo. Y es que, tras el éxito en 2021 con la «Tosca» de Puccini, Paco volvía al Real y lo hacía además para levantar el telón de la 2023/2024.
Esta versión de “Medea” sumerge a la audiencia en un viaje visceral hacia los infiernos. Inspirada en la visión de Azorín, la escenografía, complementada con una iluminación brillante de Pedro Yagüe, transforma el espacio en un descenso visual y simbólico hacia el abismo de la tragedia humana. La mirada se pierde en un pozo o mina, con un elevador y una gran escalera de 26 metros de altura que subraya el camino hacia la decadencia. Arriba, un palacio, abajo, lava negra, en medio, furias interpretadas por artistas de parkour que trepan y se arrastran, realzando el drama, sobre todo cuando se desata la furia de Medea.
Tradicionalmente, y tal y como lo reflejó Eurípides en su reconocida tragedia, la trama de esta ópera y su significado se han interpretado desde la óptica de Jasón, puramente heteropatriarcal: una madre enloquecida que asesinaba a sus hijos como método de tortura para un padre que la había abandonado para casarse con Dirce, hija del rey Creonte. En la versión de Paco, prevalece la óptica de Medea, la de la mujer ultrajada cuyo marido falta al juramento de amor eterno. Aquí, Jasón aparece como un personaje ingrato, que no recuerda que Medea lo dejó todo por él: traicionó a su padre e incluso asesinó a su hermano para beneficiar a su futuro marido.
El protagonismo de los niños
Otro de los aspectos más interesantes de la versión de Paco Azorín es la presencia casi constante de los dos hijos de Jasón y Medea. «Era de justicia social y política darles voz en esta producción, entenderlos como los auténticos destinatarios de la violencia de la pareja y proponer al público la identificación con ellos», cuenta Paco que eligió acertadamente a los jóvenes Valeria Grandio e Ismael Palacios para interpretar a unos niños sin diálogo, pero con una importante carga escénica. Si duda, imposible perderlos de vista durante toda la representación.
En resumen, en este paisaje, cada personaje enfrenta su propio descenso a los infiernos. La Medea de esta producción es una figura atemporal que recuerda, aunque de lejos, a la Callas. El director se sumerge en el corazón tumultuoso de la protagonista, buscando un retorno a lo esencial, a la pura expresión de la emoción humana en su forma más cruda. No es la diosa imponente, sino una figura más vulnerable, aunque no menos terrible en su furia y venganza. Un eco de las tragedias modernas, casi todas envueltas con el velo del terrorismo resuena en su actuación, haciendo de ella una imagen tristemente familiar y desgarradora.
Aunque la interpretación de Medea captura la atención, el aspecto escenográfico, particularmente, demanda su propio reconocimiento. Paco, como casi siempre, huye del ‘horror vacui’. La estructura metálica incluye una caja horizontal que hace a la vez de palacio de Creonte. Un palacio que finalmente acaba bajando a los infiernos y que recuerda a otras escenografías de Azorín, como la de «Escuadra hacia la muerte».
La visión del director y escenógrafo yeclan, reflejada en el montaje, trasciende lo estético, conectando el mito con el presente y proyectando los conflictos internos de los personajes hacia el exterior, en un espacio que resalta sus dilemas y sus descensos personales.
Calidez humana en la escena
A pesar del imponente montaje frío y ferroso, emerge un anhelo de calidez humana, que añadiría una dimensión más profunda a la experiencia operística. La ópera, en esta versión, se convierte en un espejo donde el público enfrenta sus propios demonios, acompañado por la majestuosa escenografía que envuelve y realza cada emoción, cada conflicto y cada desenlace.
Sin embargo, esta nueva producción se enfrenta al reto de la falta de artistas de gran calibre, si bien el elenco actual se esfuerza por estar a la altura. Sin duda, la más aplaudida de la noche fue Dirce, interpretada, como en el día del estreno, por la soprano lírico-ligera tarraconense Sara Blanch.
Muy pocos aplausos se llevaron en cambio los dos protagonistas: Ni Jasón (interpretado por el tenor italiano Enea Scala) ni Medea (María Pia Piscitelli) entusiasmaron al público asistente, que prácticamente abarrotaba el teatro, con presencias ilustres como la del director de cine Pedro Almodóvar o el empresario hostelero Arturo Fernández.
El contraste entre el pasado y el presente, entre la tradición y la modernidad, resuena a lo largo de la ópera. Mientras los personajes navegan por el laberinto emocional de la obra, la música de la Orquesta Sinfónica de Madrid, la titular del teatro, bajo la batuta del maestro inglés Ivor Bolton, busca su propio camino, un equilibrio entre el respeto por la rica historia de la ópera y la necesidad de innovación y frescura. Sin duda, la orquesta y el deslumbrante coro titular del Teatro Real, compuesto este último por más de 70 voces, aportan la brillantez que no alcanza el elenco principal.
En definitiva, «Medea» en el Teatro Real es un espejo de nuestro tiempo, un reflejo de la lucha constante entre lo viejo y lo nuevo, la luz y la oscuridad, la vida y la muerte. En este espejo, el público es invitado a enfrentarse a sí mismo, a sus propios infiernos y a su propia humanidad, buscando, al igual que Medea, un camino hacia la redención, el entendimiento y, finalmente, la paz. Una paz, eso sí, que llega tras el fuego del infierno; un fuego que se adueña del escenario en el concertante final.
Medea, una cuenta saldada
Resuelve así el Teatro Real una deuda pendiente con Luigi Cherubini, pues, a pesar de haberse estrenado en 1797, «Medea» nunca se había estrenado en el imponente escenario madrileño.
Y además lo ha hecho recuperando el libreto original en francés de François-Benoît Hoffmann (1760-1828), un idioma que, aunque no permite apoyar tanto la voz como en italiano, sí se presta a apreciar detalles de la música de Cherubini que desparecen en todas las traducciones posteriores.
En conclusión, el estreno de “Medea” en el Teatro Real no es un mero acontecimiento cultural; es un rito de pasaje, un espejo en el que la sociedad puede verse reflejada con todas sus contradicciones, miedos y anhelos. Azorín, al traer a escena esta sublime, pero provocativa Medea, con todos sus matices y profundidades, permite al público emprender un viaje introspectivo, llevándolo a los recovecos más oscuros de su ser, y tal vez, permitiéndole encontrar una luz redentora al final del túnel.