Suele decirse que no hay mayor experto que el apasionado. ¿Quién suele decirlo? No importa. Se dirá, podéis fiaros de mí, que vengo de un lugar donde nuestros sueños, pero sobre todo nuestras pesadillas, se han hecho realidad.Pero no vengo a hablar de los horrores del futuro. Solo son hoy la causa de que hace unos días decidiera viajar al pasado. No viajé literalmente, solo con una de esas gafas de realidad virtual que se conectan con el chip que la mayoría nos hemos implantado para que nuestros recuerdos queden eternamente grabados y podamos revisitarlos cada vez. Lo sorprendente es que funciona igual de bien con los recuerdos de antes de la implantación, de ahí que pudiera viajar a 2024, al museo del Prado, con mi tío y mi pareja.Esperábamos en la larga cola que se forma a las seis de la tarde, la hora gratuita, entre quien consideraba que el arte no valía el precio de la entrada, los pobretones que elegíamos entre pagar el alquiler y la comida o la cultura, y otros tantos oportunistas que aprovechaban la tranquilidad relativa del museo y sus cientos de pinturas para perderse, algo que sus vidas no debían permitirles, pero para lo que tampoco estaban dispuestos a pagar. Todos sin excepción temblequeábamos con el frío de febrero.Mi tío nos contaba los dramas familiares con su característica jocosidad y viveza mientras esperábamos a entrar. Ya dentro, las conversaciones familiares propias quedaron atrás para afrontar la de reyes, filósofos y pintores: la perspectiva de El lavatorio de Tintoretto, que daba importancia a distintos personajes, incluido el perro, según desde dónde se mirase; o los reyes y las infantas de Las Meninas de Velázquez, un cuadro para el que nadie te preparaba. Entrabas en esa habitación de una manera más viva que cualquier realidad virtual o aumentada. Siquiera después de verlo tantas veces en imágenes y vídeos, nada hacía justicia a El jardín de las delicias del Bosco, escondido en las plantas bajas y con el mayor sistema de seguridad que he visto en mi vida, y lo digo viniendo de 2050.
Apasionado como decía al principio, mi tío nos relataba historias y detalles pictóricos como si aquellos cuadros (y los difuntos artistas que los habían creado) fuesen viejos amigos con los que cada tarde jugaba a la brisca y tomaba café; esos amigos con los que luego se pasaba al anís o el vinico seco, duro, que caracterizaba a los tintos de mi pueblo, ya perdido en el mar del tiempo después de que el viento levantara los cimientos y se lo llevara allá donde nadie pudiera encontrarlo. Sobra decir que, desde entonces, todos los yeclanos somos huérfanos y errantes, todavía más dispersos que lo que estábamos cuando Yecla se sostenía sobre el Cerro del Castillo.
Mi pareja y yo entramos al Prado buscando los Grandes Éxitos, sobre todo lo relativo a Goya, pero nos vimos maravillados por figuras rubenescas que a todas luces no habrían cumplido el canon estético de esas décadas; o por las decenas de artistas que desconocíamos y que alcanzaban a contarnos parcelas de la historia del arte de manera tan nítida y digna como los más renombrados. Supongo que era porque ellos también eran apasionados y, por lo tanto, un poco expertos.
El día terminó tras la visita de la última planta, donde guardaban tesoros de una exposición temporal que había montado un conocido de mi tío. Luego llegaron las cervezas, ya fuera, perdidos en Madrid, la antaño capital, ahora superada por Teruel, que en unos años pasó de no existir a convertirse en el centro de la españolidad gracias al interés de los chinos por las migas turolenses.
Desconecté las gafas de realidad virtual y regresé a 2050. Ya sin Yecla ni mi tío, que se había marchado con su pareja a las viñas francesas diciendo que se cambiaría el nombre por el de uno de sus personajes para vivir una vida más bohemia (todavía), quedé a la espera de que mi pareja regresase. Había ido a comprar una botella de agua a precio de rodio en un supermercado cada vez más desabastecido que había cambiado su nombre al de su creador en un último acto de grandilocuencia ante lo evidente que resultaba que jamás alcanzaría otro tipo de inmortalidad.
Cerré los ojos y traté de recordar los buenos momentos por mí mismo. Fui incapaz. El chip había nacido ante el insidioso alzhéimer social que nos atenazaba a todos: nuestra capacidad de recordar conscientemente se había ido diluyendo ante la falta de atención que habíamos puesto a la vida durante las primeras cuatro décadas del siglo veintiuno. Ahora medrábamos en un océano de fuimos que jamás recordamos, solo salvados por una tecnología ingrata y aséptica a la que hemos tenido que aprender a amar por devolvernos parte de nuestra humanidad.
Hoy, en esos días más tarde desde donde os cuento este recuerdo para el que he necesitado conectarme al chip, miro una postal que me envió hace poco mi tío, que apenas ha envejecido en veintiséis años, y solo puedo pensar en lo de los apasionados expertos, y de cuánta falta nos harían ahora para recordar quiénes fuimos, como cuando él o mi madre se afanaban por contarnos las peripecias de su familia sin importar si los recuerdos eran o no felices.
Autor:Javier Muñoz Chumilla