Si algo trajo que el pueblo se echase al viento, fue que Yecla empezó a parecerse más a Montana (Estados Unidos) que a Murcia. Las montañas se convirtieron en un recuerdo distante, siempre en el horizonte e inalcanzables, mientras que reinaban los prados de verde y ocre donde corrían los caballos y los zagalicos asalvajaos, o donde pastaban los ñu yeclanos, que no eran más que cabras cebadas con su propia leche. De no extraerla se había cuajado. Cuando cagaban, salía queso fresco que algunos yeclanos aprovechaban para freír con un poco de pimiento, tomate y bacalao.
Los yeclanos huérfanos de a pie vivían sus vidas entre secarrales y alicornios, pero los terratenientes, los de las casas tan alejadas como para considerarlos más villeneros, pinoseros o almanseños que yeclanos, habían de enfrentar dramas que empequeñecían la marcha del pueblo. Los Muñoces, familia adinerada dedicada antaño a los cascos de bici y ahora a la doma del caballo manso jumillano, luchaba por sacar adelante un proyecto de urbanización con chalés de lujo. Su objetivo era el linde con Pinoso; los Aguado, proclamados como los auténticos yeclanos de pura cepa, habían levantado vallas hechas de las vides caídas en desgracia y que el viento había desechado, quizá porque su vino iba a ser suavecico, para separarse del resto de los mortales. Allí sobrevivían robando la pensión a las abuelicas con el bingo y a los abuelicos con las apuestas al dominó y a las carreras de caracoles.
Entre estas familias terratenientes surgieron las ansias de gobernar el páramo de Yecla, por mucho que necesitaran media hora de camino en sus pick-ups yeclanas (que no eran otra cosa que Mitsubishi Pajero y similares) para llegar a lo que sería La Purísima. Una de esas familias con ansias de dominar los asuntos y el futuro de los yeclanos huérfanos fueron los Pericos, cuyo apellido real se había perdido en el tiempo, y que se llevaban muy bien con los Muñoces y compartían la necesidad de plagar de urbanizaciones el páramo yeclano para que los ricos de todo el país (y del planeta), ya atraídos por las empanadicas, la tortas fritas y muchos de los sucesos sucedidos a lo largo de los años, se asentasen e importasen sus fortunas a la Yecla del futuro.
Ah, pero no campaban a sus anchas. Los Castillón emergían desde El Otro Lado, antes conocido como el linde de Yecla con la Alquería y Fuente del Pino. Reservados, arcabuz siempre en ristre, cabalgando motocicletas de ruido esperpéntico, habían amasado una fortuna con las plantaciones de aguacates, además de hacerse con la venta de billetes del Chicharra, que de siempre fue gratis hasta que ellos se adjudicaron el servicio. Los Castillón se liaban a arcabuzazos con los Muñoces y los Pericos, y mientras estos se mataban entre ellos en venganzas infinitas y sus negocios se tambaleaban en la fina cuerda del capitalismo del oeste (de Yecla), los Aguado se alineaban con unos u otros según soplase el viento Levante o Tramuntana.
Un día los yeclanos huérfanos del centro del páramo vacío dejaron de oír arcabuzazos, pick-ups o el relincho de los mansos caballos de los Muñoces; tampoco el sonido de las máquinas tragaperras de los Aguado. Las abuelicas que solían dormitar en sus bingos habían regresado al pueblo asustadas, aunque sin recuerdo claro de lo que había pasado. Tampoco había pista alguna de los Pericos, ni de los carteles gigantes que anunciaban los chalés, todavía una idea en la mente del billonario, ni del ruido de las motos en dirección a Jumilla. Los yeclanos se lanzaron a la búsqueda de estos importantes terratenientes y hallaron a todos los integrantes de las cuatro familias cosidos a tiros en una explanada junto a la carretera de Pinoso. Pronto se asumió que se habían matado entre ellos, pero un niño encontró un casquillo de bala en la que podían leerse dos letras: Y.E.
Se sabe que todas estas familias tienen primos en las localidades cercanas, pero nadie ha reclamado venganza, como tampoco sus tierras o extraños negocios, que en las siguientes semanas fueron decayendo hasta convertirse en ruinas, testimonio de los grandes dramas que un páramo vacío puede presenciar cuando impera la ley del oeste.
Que el pueblo se eche al viento, drama de unos terratenientes, el robo de la pensión a las abuelicas…y todo eso, ese viento me ha llevado a una historia que ocurrió a finales de los años 60, todavía en la dictadura, donde lo que voló fueron millones de litros de aceite.
Buscaron en la Fuente el Pino (la AAVV que gran fiesta organizó hace unas semanas) por si el viento hubiese trasladado el aceite a esta pedanía jumillana.
La cosa venía de lejos, de Redondela un pequeño pueblo cerca de Pontevedra. Por ser corto.
En tiempos de la dictadura la Comisaría de Abastecimiento se le ocurre una idea. Crear una reserva de aceite para asegurar el abastecimiento ante lo irregular de las cosechas, al paso regular los precios que en años de poca cosecha se disparaban los precios. Lo hemos visto recientemente.
Pero necesitaban unos gigantes depósito para guardar el excedente. Alquilaron trece depósitos a una empresa de «confianza» esperando que lo depositado no volara.
Digo de confianza porque uno de los consejeros de la empresa arrendadora de los depósitos era un tal Nicolás hermano del generalísimo.
Total, cuando un año la cosecha fue mala, se dijo, vamos a tirar de los depósitos de aceite que tenemos. Llega el del camión a cargar, quitan el precinto, enchufan la manguera y no caía aceite ni para unas torticas fritas. Volaron más de cuatro millones de kilos de aceite, propiedad de la comisaría de abastecimiento.
Este caso se llevó por delante, al igual que pasó con los terratenientes de los chales, siete muertos por extrañas causas.
También volaron cinco mil folios del sumario, el *»hermanísimo» no fue llamado a juicio, total caso cerrado. «Se apagó el candil de la justicia, que era de aceite.
* El tal Nicolás, además de embajador de España en Portugal, llegó a presidir siete grandes corporaciones industriales.
Era tiempos de un vientecico suave, que traía el pluriempleo para poder pagar los electrodomésticos.
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