La locura es un fenómeno extraño: es la única enfermedad que el enfermo ignora que tiene. Si uno se rompe una pierna o coge un catarro, el primero que se queja es el que la sufre, pero si uno está loco, suelen ser los demás quienes dan cuenta de su existencia, pero jamás quien la padece.
Es por eso que, subiendo la calle de los Muertos, los del barrio empezaron a notar que sucedía algo raro en el UVEN. Hicieron falta cuatro meses para darse cuenta, pues ni los dependientes lo sospecharon hasta que tuvieron a mil curiosos asomándose a las puertas. Una vez se supo, no quedó ni un programa de la televisión nacional sobre fenómenos paranormales que no le dedicase un capítulo. Y es que, cada tres días, se reunían cuatro vecinos, siempre los mismos, en la sección de limpieza del pequeño supermercado. Allí dedicaban dos horas exactas a diatribas varias que, con el tiempo, terminaron por atraer a todo tipo de público.
El UVEN, consciente del negocio en ciernes, dispuso pequeños asientos que pronto se convirtieron en gradas que sustituyeron a los estantes. Con los frutos secos y los chicles que vendían durante el espectáculo, la gerencia del supermercado instaló un sistema de sonido con micrófonos que donó para su utilización a los cuatro vecinos. Y así, además de oírseles bien, nació un podcast en directo. Le pusieron el elocuente nombre de La tertulia.
Los cuatro vecinos, lejos de sentirse aplacados o temerosos por la atención recibida, se tomaron más en serio sus conversaciones y decidieron estudiar realmente sus posiciones para no decir nada fuera de lugar. Eran vecinos conocidos de toda la vida, dos mujeres y dos hombres por eso de que el universo siempre respeta la paridad, y con edades que representaban a todo el pueblo. Los cuatro discutieron con ahínco y pasión cada tres días hasta dos meses antes de que el pueblo echase a volar, aunque no fue porque su nueva y honda comprensión del mundo tras tantas conversaciones les advirtió de que algo grande iba a pasar.
El resto de yeclanos asistían atónitos a sus debates, a los argumentos esgrimidos, al puro espectáculo que brindaban y para el que cada día eran más diestros. El mundo entero parecía atento, aunque nadie llegó a comprender eso de reunirse cada tres días, sin respetar a veces el descanso de los domingos. Ni un alma se atrevió jamás a preguntar y ese misterio quedó irresoluto para toda la eternidad.
Sucedió que la locura que afectaba a estos vecinos empezó a infectar a otros, pero no porque les diera por hablar en grupos, sino porque, de repente, hermanos que toda la vida habían sido inseparables, ahora (y sin mediar herencia) eran enemigos declarados; otros vecinos de la calle de los Muertos (aunque afectó a gente que vivía cerca de las Herratillas o a residentes junto al Hospital) empezaron a señalarse entre ellos, y se tiraban piedras o flores según si se hubieran asignado un color u otro, dado que para los vecinos de La tertulia, los colores importaban mucho.
Hubo quien sacó la escopeta que la Guardia Civil todavía no le había cegado y la emprendió a tiros con una de las carrozas de San Isidro (en sus últimos años) porque los tertulianos habían dictaminado que los papelicos usados no eran los de siempre, sino de un producto ecológico o algo así. Podéis imaginaros lo contentos que se pusieron los niños de la carroza cuando vieron estallar sus papelicos como petardos bien cargados. Tres días más tarde, el vecino tertuliano que había lanzado la acusación diría en tono conspiranoico: “¡Primero son las carrozas y luego serán las mentes!”, aunque nunca nadie supo acertar si se refería a los tiros o a los cambios, así que prohibieron la asistencia de niños a La tertulia por si acaso, aunque los tertulianos insistían en que sus sanas reuniones eran más inspiradoras, seguras y fiables que los colegios.
Sea como fuere, cada uno de los cuatro vecinos se ganó un gran número de seguidores, y cuantos más ganaban, menos reconocían que uno de los otros tenía razón en sus argumentos. El supermercado compró las casas colindantes con los beneficios del programa, que le pertenecían por el uso de su espacio, y amplió las gradas para que más gente pudiera asistir.
Pero todo acabó de repente. Un día, otro vecino, un asistente, quiso interrumpirlos y preguntó que por qué él no podía formar parte del debate. Los cuatro tertulianos se levantaron al instante, salieron por la puerta del megacentro que era el UVEN ahora y se marcharon a la capital, indignados, y con unas únicas declaraciones: se iban allá donde les dejaran hablar tranquilos de sus cosas, decidir lo que les diera la gana y donde no hubiera tanto paleto externo tratando de opinar sobre qué era lo mejor, que para eso ya estaban ellos.
Que imaginación… Ni Amenábar