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🎅 miércoles 01 enero 2025
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El martinico

No os voy a mentir: me he aficionado a revivir el pasado. Después de la visita al Prado de la semana pasada, decidí acudir a otros recuerdos que pudieran traerme, si no luz para estos días inciertos, al menos un poco de sabiduría para afrontarlos. En la mayoría de las visitas me he encontrado riendo con torpezas propias, chistes de amigos y momentos en familia, pero ninguno de esos recuerdos es el que vengo a contar hoy.

Esta vez viajé a finales de 2023, unos meses antes de la visita al Prado. Me encontraba en Málaga, de donde es originaria mi pareja. Íbamos a pasar la Navidad allí, lo que significaba que llevaba cuatro o cinco años consecutivos sin celebrarla en Yecla.

Desde que el pueblo echase a volar hace unos años y se perdiese arrastrado por el viento, a ningún yeclano le es posible celebrar las fiestas en su tierra. Ni la Navidad o el Año Nuevo, tampoco las Fiestas de la Virgen, que durante un par de años se intentaron con una iglesia levantada en tan solo seis meses en el Cerrico de la Fuente, temerosos de que regresar adonde estuviera antaño el Santuario del Castillo fuera a traer mal fario.

Utilizaron una nueva Virgen que se encontró en las ruinas enterradas de Yakka, obra, según dicen, del propio Salzillo, y que fue escondida en las catacumbas yeclanas durante la guerra civil. No funcionó. La Virgen sí tenía el mismo aura, pero contando con solo una iglesia, cuatro ruinas y que el cerro estaba cubierto de las cenizas de unas gachasmigas recientes que manchaban los trajes de los tiraores, las cofradías decidieron suspender las festividades hasta encontrar un pueblo digno donde celebrar las Fiestas.

Más de quince años después, la búsqueda continúa. Ya han recorrido el noventa por ciento de las localidades españolas y portuguesas y ningún lugar parece suficiente. De San Isidro mejor ni hablamos: el viento no solo se llevó Yecla, sus calles, el edificio de Cazadores (con el parque de la Constitución incluido), sus iglesias y los bares más veteranos, sino que también arrancó del suelo las viñas y las plantó (o eso supongo) allí donde Yecla decidiera caer y echar raíces.

No cuento todo esto de manera trivial. Tiene relación con el recuerdo. En esas Navidades de 2023 hablaba con mi suegro, granaino enamorado de la Semana Santa malagueña, experto en dichos y escultores (por cuanto muchos han creado sus propias imágenes para esas fiestas), y me contaba qué significaba el dicho “nos fuimos y solo nos dejamos el martinico”. Aunque a lo largo de la cultura popular el martinico se ha asociado a duendes del hogar, de los que hacen ruidos y mueven las cosas, como los dimonis boiets de Mallorca, mi suegro me confesó que su verdadero origen era el crujido de la madera vieja: el sonido del paso del tiempo sobre las cosas.

Se me quedó marcado porque lo utilizó para hablar de lo último que queda cuando uno marcha de su hogar, cuando coge todos sus bártulos y se va. El martinico fue lo único que quedó cuando Yecla voló: el sonido de las vigas viejas e inservibles de edificios que el viento no había querido levantar, el aviso inminente de la decadencia, el eco de los pasos de los últimos huérfanos de pueblo marchándose de una tierra sin calles, ni campos, ni viñas, ni fábricas. No quedó nada, siquiera un sentimiento de pertenencia. Solo la búsqueda desencantada de un nuevo hogar o la nostalgia de los que añoraban volver después de tanto y ya no podían.

A veces he paseado por la tierra llana que quedó y me he sorprendido pisando tierra removida que antes era la calle Colón o la calle España. He mirado al cielo en lo que fue la Plaza de San Cayetano con la esperanza de ver castillicos y he creído oír los gritos del público y los zagales del Albatros en el Chumilla.

Hubo una ocasión en que una nube cubrió la tierra con una sombra que me pareció la cúpula de La Purísima, y creo que todavía oigo el reguetón si camino cerca de donde estuviese hace tanto la feria.

Pero sé que todas reminiscencias están en mis recuerdos -en el chip-, donde espero atesorarlas más de lo que las valoré cuando disponía de ellas. Nuestro martinico personal siempre serán los recuerdos: lo único que quede en nosotros cuando el camino nos vaya despojando de todo: lo material, lo espiritual, lo bueno, lo malo e, incluso, lo que amamos y detestamos.

Me consuela pensar que mi martinico tiene un crujido tan potente como para reconstruir un pueblo perdido en el viento.

No os voy a mentir: me he aficionado a revivir el pasado. Después de la visita al Prado de la semana pasada, decidí acudir a otros recuerdos que pudieran traerme, si no luz para estos días inciertos, al menos un poco de sabiduría para afrontarlos. En la mayoría de las visitas me he encontrado riendo con torpezas propias, chistes de amigos y momentos en familia, pero ninguno de esos recuerdos es el que vengo a contar hoy.

Esta vez viajé a finales de 2023, unos meses antes de la visita al Prado. Me encontraba en Málaga, de donde es originaria mi pareja. Íbamos a pasar la Navidad allí, lo que significaba que llevaba cuatro o cinco años consecutivos sin celebrarla en Yecla.

Desde que el pueblo echase a volar hace unos años y se perdiese arrastrado por el viento, a ningún yeclano le es posible celebrar las fiestas en su tierra. Ni la Navidad o el Año Nuevo, tampoco las Fiestas de la Virgen, que durante un par de años se intentaron con una iglesia levantada en tan solo seis meses en el Cerrico de la Fuente, temerosos de que regresar adonde estuviera antaño el Santuario del Castillo fuera a traer mal fario.

Utilizaron una nueva Virgen que se encontró en las ruinas enterradas de Yakka, obra, según dicen, del propio Salzillo, y que fue escondida en las catacumbas yeclanas durante la guerra civil. No funcionó. La Virgen sí tenía el mismo aura, pero contando con solo una iglesia, cuatro ruinas y que el cerro estaba cubierto de las cenizas de unas gachasmigas recientes que manchaban los trajes de los tiraores, las cofradías decidieron suspender las festividades hasta encontrar un pueblo digno donde celebrar las Fiestas.

Más de quince años después, la búsqueda continúa. Ya han recorrido el noventa por ciento de las localidades españolas y portuguesas y ningún lugar parece suficiente. De San Isidro mejor ni hablamos: el viento no solo se llevó Yecla, sus calles, el edificio de Cazadores (con el parque de la Constitución incluido), sus iglesias y los bares más veteranos, sino que también arrancó del suelo las viñas y las plantó (o eso supongo) allí donde Yecla decidiera caer y echar raíces.

No cuento todo esto de manera trivial. Tiene relación con el recuerdo. En esas Navidades de 2023 hablaba con mi suegro, granaino enamorado de la Semana Santa malagueña, experto en dichos y escultores (por cuanto muchos han creado sus propias imágenes para esas fiestas), y me contaba qué significaba el dicho “nos fuimos y solo nos dejamos el martinico”. Aunque a lo largo de la cultura popular el martinico se ha asociado a duendes del hogar, de los que hacen ruidos y mueven las cosas, como los dimonis boiets de Mallorca, mi suegro me confesó que su verdadero origen era el crujido de la madera vieja: el sonido del paso del tiempo sobre las cosas.

Se me quedó marcado porque lo utilizó para hablar de lo último que queda cuando uno marcha de su hogar, cuando coge todos sus bártulos y se va. El martinico fue lo único que quedó cuando Yecla voló: el sonido de las vigas viejas e inservibles de edificios que el viento no había querido levantar, el aviso inminente de la decadencia, el eco de los pasos de los últimos huérfanos de pueblo marchándose de una tierra sin calles, ni campos, ni viñas, ni fábricas. No quedó nada, siquiera un sentimiento de pertenencia. Solo la búsqueda desencantada de un nuevo hogar o la nostalgia de los que añoraban volver después de tanto y ya no podían.

A veces he paseado por la tierra llana que quedó y me he sorprendido pisando tierra removida que antes era la calle Colón o la calle España. He mirado al cielo en lo que fue la Plaza de San Cayetano con la esperanza de ver castillicos y he creído oír los gritos del público y los zagales del Albatros en el Chumilla.

Hubo una ocasión en que una nube cubrió la tierra con una sombra que me pareció la cúpula de La Purísima, y creo que todavía oigo el reguetón si camino cerca de donde estuviese hace tanto la feria.

Pero sé que todas reminiscencias están en mis recuerdos -en el chip-, donde espero atesorarlas más de lo que las valoré cuando disponía de ellas. Nuestro martinico personal siempre serán los recuerdos: lo único que quede en nosotros cuando el camino nos vaya despojando de todo: lo material, lo espiritual, lo bueno, lo malo e, incluso, lo que amamos y detestamos.

Me consuela pensar que mi martinico tiene un crujido tan potente como para reconstruir un pueblo perdido en el viento.

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1 COMENTARIO

  1. Lo del martinico me ha dado por sudar, luego frío… total que me estoy tomando un desenfriol con vitamina C.
    «Se me ha quedado lo del crujido potente para reconstruir un pueblo perdido en el viento»
    En esto podemos concordar en lo mal que está el pueblo.
    Si un yeclano-ausente deja de ausentarse y viene a Yecla después de años, salvo algún polígono, el resto lo recuerda perfectamente.

    Hay un dicho (proverbio o de D. Antonio Machado) que dice; «Voy más rápido si voy solo, pero llego antes si voy acompañado»
    No sé porque digo esto, será una excusa para felicitar a todos, todas, deseándole lo mejor para el 2.025.
    (Lo dejo así de aseptico)

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