Que el pueblo se echase al viento y nos quedase un páramo desolado, más allá del Bosque de los Ejecutivos y la infestación de butacas del Pya, el Chicharra, el Museo de las Reliquias, el tenderete de Juana con su terracica y dos o tres cosas más, atrajo el interés de los rusos por nuestra tierra. Un día, un grupo de científicos escoltados por políticos y agentes de la antigua KGB apareció por la carretera de Almansa, todos con manchas en las camisas del gazpacho manchego que se habían metido entre pecho y espalda.
Se reunieron con un autoproclamado Consejo de Yecla, que no era otra cosa que cuatro elegíos, representantes de cada antiguo barrio del pueblo. Los rusos les presentaron un ambicioso proyecto de explotación a cambio de una suma que permitiría reconstruir Yecla unas cien veces y media: querían probar sus nuevas bombas atómicas de bolsillo en el páramo, al parecer tan llano como para evitar los sesgos que la orografía del paisaje suele conllevar en estas pruebas.
Los rusos estaban convencidos de que las bombas atómicas pesadas y de gran capacidad habían pasado de moda, que solo provocaban frialdades en las relaciones y mucha desconfianza. No creían que el carácter destructivo y radiactivo tuviese nada que ver y tacharon de negacionistas a quien les contradijese. Estaban convencidos de que, como pasó con los libros, un formato más manejable y móvil revitalizaría la fama de las bombas atómicas, dispuestas para el uso del ciudadano de a pie como si fuera un petardo más, pero con un extra de contaminación ambiental y radiación letal que haría las delicias de los locos, los psicópatas, los valencianos y los niños.
El Consejo lo planteó en una asamblea donde asistieron yeclanos de todas partes. Se llegó a la conclusión de que ya no había mucho más que perder, por lo que no existía razón para negarse al negocio del siglo. Justo cuando se iba a votar a favor de que los rusos pudieran hacer sus pruebas, el Negro (ya entenderéis por qué) saltó y dijo:
—¡No, esperad! ¡Sí que podemos perder todavía! —El susto que parecía llevar en el cuerpo alertó a todos—. ¿Esos rusos nos pueden pagar en B?
Se votó a favor de la propuesta por mayoría absoluta siempre y cuando el contrato de las bombas atómicas de bolsillo se pagase en B. Convinieron comprar una caja fuerte gigante que situarían frente a La Purísima, y allí guardarían los cientos de millones de los rusos. Se crearon varias partidas a las que dedicar el dinero: se levantaría un rascacielos en Benidorm que se llamaría Yakka Newman, se le pagarían los estudios universitarios a una zagalica que vivía con sus padres en los caserones de las afueras y que habían declarado a Hacienda que no tenían ni para comer mientras conducían todoterrenos de alta gama por el páramo; e incluso se sobornó a la NASA para enviar empanadas a los astronautas de la nueva Estación Espacial Internacional, la Redford.
El gobierno ruso trasladó un campamento del tamaño de Raspay al páramo: de repente la desolación se llenó de cientos de científicos con su baticas, militares de cara torcida y políticos que se frotaban las manos, no se sabía si porque hacía más frío que en Rusia o por el inminente negocio. Las bombicas de bolsillo, que no eran más grande que una empanada, no tardaron en mostrar fallos de diseño. Por ejemplo, el probador moría siempre al lanzarla. Da igual lo fuerte que estuviese, que tras el lanzamiento la explosión siempre lo alcanzaba. Consiguieron reducir el poder de la detonación hasta que tuviera la fuerza de la indignación por la corrupción política, que suena mucho, pero hace poco, no sin antes llevarse por delante doscientos rusos y un yeclano que se encontraba buscando oro con un detector de metales y no vio el petardo que le caía encima.
Después de aquello, surgió un grupo de yeclanos que se quejó de la radiación, diciendo que aquello era casi igual de malo que las antenas, que ya iban por el 11G. Mostraron evidencias de lo que la radiación estaba provocando en ellos: a algunos les habían surgido dos orejas más con las que escuchaban mejor a los vecinos y sus discusiones, mientras que a otros les crecía la frente otro palmo. Se comentaba que aquello solo le sucedía a los que más cara tenían, que tan solo era una manifestación de su psique o algo así.
Una vez se controló el radio de la explosión y la radiación emitida fue la justica como para no provocar más que un resfriado de cinco días, los rusos lanzaron una campaña de marketing para que los primeros compradores se acercaran al páramo de Yecla. El lema era La destrucción contigo a todas partes. Unos valencianos se plantaron en el campamento esa misma noche y quisieron saber si esas bombas atómicas de bolsillo servirían para una mascletá. No quedaba mucho para las próximas Fallas. Los rusos asintieron en silencio sin saber muy bien de qué les hablaban y les vendieron su primera remesa de cinco mil bombas.
Tan pronto quedó claro que no necesitaban más pruebas ni estudios sobre el efecto a largo plazo del resfriado de cinco días que provocaba la radiación, los rusos levantaron el campamento, depositaron el dinero en la caja fuerte y regresaron a la estepa, dejando el pueblo como estaba, a excepción de unos cuantos boquetes en el suelo, alicornios que brillaban en las noches y gatos que maullaban en murciano y fumaban puros.
Cinco días más tarde, cuando se abrió la caja fuerte para sacar fondos para el edificio Yakka Newman en Benidorm, el dinero había desaparecido. Tan solo encontraron una tarjeta de visita en el suelo oscuro y vacío de la caja de metal. En ella, un sapo delineado en blanco sobre negro.