Cuando los padres de Yeray se separaron, él tenía 5 años. Fue un golpe emocional profundo que, aunque en aquel momento no comprendía del todo, le marcó dejando una herida latente en su interior. A lo largo de los años, ese dolor, ese daño, permaneció en silencio sin ser expresado abiertamente. Conforme fue creciendo y aprendiendo, esa tristeza y confusión se quedaron dentro de él, ocultas, sin encontrar una salida o una fórmula clara de expresarlas.
Me cuenta que, al llegar a los 14 años, su cuerpo comenzó a manifestar aquello que la mente no podía procesar. Fue en ese momento cuando le diagnosticaron una enfermedad: fiebre reumática. Con el tiempo, entendió que su cuerpo, después de tantos años de contener ese episodio de trauma infantil, buscó una manera de exteriorizar también el dolor emocional. La fiebre reumática fue más que una infección; fue un reflejo físico de una carga emocional no resuelta.
La fiebre reumática es una enfermedad inflamatoria que puede surgir como complicación de una infección de garganta por estreptococo del grupo A. Si no se trata de forma adecuada, el cuerpo puede desencadenar una respuesta inmunológicamente anormal, provocando síntomas que, en el caso de Yeray, fueron intensos. Esto generó muchos dolores e hinchazón en las articulaciones —rodillas, tobillos, codos y muñecas—, además de una fatiga extrema, nódulos subcutáneos y erupciones en la piel. Esta experiencia no solo le marcó físicamente, sino que le enseñó que el cuerpo habla cuando la mente no puede.
Su adolescencia, sin duda, fue la época más dura. Una adolescencia marcada principalmente por complejos y una constante sensación depresiva. Su piel, cubierta de granos y eccema, alimentaba todavía más su inseguridad. No le veía sentido a la vida; se sentía desorientado, perdido. Fue alrededor de los 18 años cuando comenzó a experimentar un cambio. Este llegó mediante un proceso de desarrollo espiritual que duró años y le liberó de parte de ese dolor acumulado.
Sin embargo, algo seguía sin encajar. Notaba que, a pesar de haber “sanado” en muchos aspectos, algo no cuajaba y quedaba pendiente. Entonces descubrió una nueva manera de alimentarse y repensar su relación con la comida. Este hecho le llevó a querer profundizar en su autoconocimiento y salud a través del ayuno prolongado. En principio, pensó hacerlo durante cinco días, pero finalmente decidió alargarlo a ocho días, como fórmula para explorar su cuerpo, consumiendo solamente líquidos como té e infusiones.
Después de reflexionar y hacerse muchas preguntas, y tras haberse preparado con estudios de libros científicos y prácticas previas más cortas, los ocho días de ayuno, como pausa consciente, han sido una experiencia reveladora. Le han proporcionado una claridad mental sorprendente que le permite valorar nuestra relación con la comida. Dice que, a menudo, comemos por hábito, por emociones o para llenar vacíos internos que poco o nada tienen que ver con el hambre real. Argumenta que este proceso también le ha llevado a reflexionar sobre cómo vivimos en una sociedad donde tantas personas dependen de medicamentos antidepresivos, mientras ignoramos, entre otras cosas, el impacto de nuestros hábitos alimenticios y la posterior desconexión con nuestro cuerpo. La salud es un regalo natural, no un lujo, y por tanto tenemos el deber de protegerla.
Yeray afirma con seguridad que ha llegado a comprender que la alimentación va más allá de la nutrición del cuerpo; es una manera de convivir y relacionarnos con nosotros mismos. Durante ese periodo de ayuno, enfrentando ese desafío, ha sentido una energía renovada en un lugar que no esperaba. En lugar de sentirse débil o fatigado, su cuerpo encontró algo parecido a una vitalidad que nunca antes había experimentado. La paz interior que el ayuno prolongado le ha brindado es una experiencia difícil de describir, pero sin duda tangible.
Seguramente hay ciertos “retos” que solo se pueden superar con el sol y el viento en calma. Conversando con Yeray, a sus 28 años, algunas emociones han salido a la superficie. Me dice, en algo semejante a una meditación clave, que todo esto le ha permitido reconectar con su cuerpo de una forma que jamás antes había vivido. Ha sido un tiempo para detenerse, para cuestionar y comprender lo esencial: que la salud física y mental están profundamente entrelazadas y que, al darle a su cuerpo el espacio para sanar, su mente aprovechó para encontrar la paz.
Artículos de José Antonio Ortega