Cuando tenía 16 años, con los amiguetes de peña, pasábamos la noche del 6 de diciembre en una casa de campo comiendo gachasmigas y gamberreando; a esa edad te diviertes con cualquier cosa y éramos especialistas en estirar la noche.
Un amigo nuestro, que era mecánico, fabricó un par de trabucos que consistían en un tubo de acero con una bocacha rudimentaria; aquello sonaba metálico y estridente y se calentaba el tubo tanto que había que utilizar guantes para no quemarse las manos
¡Cómo nos gustaban aquellas largas noches de lumbre y de pólvora! Después aparecíamos por el pueblo a eso de las seis de la mañana y competíamos con otras peñas a ver quién hacia más ruido.
Esos juegos de adolescencia brutales ahora quedan lejos.
Las madrugadas de diciembre en Yecla siempre han sido heladoras y una escarcha brillante cubría el campo. Los charcos se congelaban y para combatir el frío echábamos mano de viejos abrigos y de algunos licores.
En uno de esos años le pedí a mi tío Pascual su capote; en realidad era el tío de mi madre y era el hombre mas dulce y entrañable que he conocido en mi vida. Me dejó su capote y su barza de esparto, (una especie de cesta donde guardaban comida los pastores, o las tijeras de podar y las piedras de afilador los podadores). Para esa noche, nosotros la llenábamos de almendras, de higos secos y de una botella de mistela para aliviar el frío.
Cuando me coloque el capote y me enfundé la capucha me sentí por un momento como San Francisco de Asís. Aquel capote tenía un extraño olor a encerrado y como mi tío me advirtió que cuidase del capote como si fuese una joya, porque había vivido noches infernales atravesado montes y esquivando peligros, fantaseé pensando que quizás Pascual había pertenecido al maquis o había sido pastor en los montes de Toledo, porque en esos dos casos se utilizaba el capote; y como era comunista le atribuí algunas de esas aventuras que entonces se contaban de la posguerra y del trasiego del estraperlo.
Pero yo que siempre he tenido una inclinación al misticismo, me sentí esa noche como un fraile capuchino, emulando al bueno de Asís. Mis amigos disparaban trabucazos y pedían mistela o higos secos, yo los abastecía, me ofrecían de vez en cuando disparar para calentarme, pero yo estaba en otra fiesta y me parecía que repartía comida entre pobres hambrientos.
Años más tarde, disfruté otra Alborada serenada por la madurez, acompañado de mi amigo Juan Navarro; su arcabuz tenía un sonido armonioso como la voz de su dueño. Esa fue hace casi veinte años y todavía me queda el regusto de aquella agradable madrugada que acabamos tomando unas gachasmigas en el bar La Prensa, curiosamente y por azar, con los amiguetes de la peña de cuando tenía 16 años.
Amanecíamos alrededor de la iglesia recibiendo las primeras luces y era el día de La Bajada de la Virgen del santuario del Castillo a la Iglesia Nueva; siempre ha sido un día importante en mi familia: Vi por primera vez a los cinco años en el Paso de la Bandera, de la mano de mi abuelo Pedro, bailar la bandera. Tengo una foto en blanco y negro abrazado a mi padre en la subida del año 61 y recuerdo cada 8 de diciembre a mi madre feliz; era el día de su santo y nos reuníamos en la casa familiar siempre alrededor de veinte comensales.
Y por todo eso y por algunas cosas más que me callo, porque pertenecen a los recuerdos emocionados de mi intimidad, me gustan estas fiestas.
Quizás por esas razones, siempre que discuto con amigos que no les gustan estas celebraciones e incluso se ausentan de Yecla para no soportar el estruendo, me encuentro con una extraña paradoja, ellos argumentan en contra de las fiestas alegando motivos racionales y yo las defiendo con argumentos emocionales. Nunca estamos de acuerdo, pero nunca se rompe nuestra amistad por cosas tan poco importantes.
Este año he vuelto al pueblo para las fiestas y he vuelto a vivir la Alborada con más curiosidad que otras veces. Todo ha cambiado, no he visto a nadie vestido con ropa vieja como hacíamos nosotros, mucho bicornio y mucho chaquetón de cuero negro, gorros rusos y sobre todo caras nuevas. Todo está mas regulado y me llamó la atención la cantidad de chicas jóvenes disparando con más brío y entusiasmo que muchos de los tiraores escuadristas.
Sigue emocionándome el estruendo y el olor a pólvora; con los primeros fogonazos me recordaba el hedor del estiércol, luego te acostumbras y cuando la humareda lo invadió todo, me vino a la memoria una madrugada de niebla con figuras oscuras algo fantasmales y entonces se apoderó de mí la fantasía y reconocí que todavía habita en mí un extraño ser mitad guerrillero y mitad místico. Es posible que uno y otro sean lo mismo, dice uno de mis sobrinos.
Y lo que tiene más gracia de todo es que estas fiestas nacen a causa de una batalla contra los catalanes en 1642 y que la Inmaculada es la patrona de España desde el Milagro de Empel en 1585, donde la Virgen inspiró a las tropas españolas para ganar una batalla épica contra naves protestantes… Como se enteren los nacionalistas catalanes, igual le piden a Pedro Sánchez que prohíba estas celebraciones, así que disfrutémoslas mientras tanto.
Lo de 1642, cuando llegaron las tropas , entre las que estaban los yeclanos, los acampan en Vinaroz a la espera, no llegan a entrar en combate….
Y lo del milagro de Empel hubiese sido un milagro si esos hechos hubiesen acontecido en agosto no en diciembre, pero en fin, cada cual cuenta la Historia como le conviene.
Yeclanicus. Que tiempos aquellos. En mi peña estábamos amigos y amigas toda la noche de fiesta y en la madrugada al pueblo con nuestros arcabuces rudimentarios (aún tengo el tubo por casa).
Nuestras amigas también participaban como tiraoras, y con ello no desvirtuabamos la fiesta, al contrario, creo que la reforzabamos y las hacíamos realmente populares
Las mejores alboradas fueron las de los primeros años de la democracia y aunque yo tenía ocho años, lo recuerdo porque mis hermanos mayores salían en la alborada.
Los botes de pólvora de plástico azul con la tapa blanca que ponían, explosivos Rio Tinto, y costaban a 300 pts el kilo, se vendían libremente por un callejón cerca del asilo.
La mañana de la alborada amanecían las calles llenas de botes y un manto de hojas amarillas por el suelo debajo de las moreras de las calles céntricas.