Viajé a Toledo; mi amigo Zacarías Castillo, que tiene casa y estudio en esta ciudad, me esperaba desde hacía tres meses para hacer la ruta de don Quijote, como la hizo en su tiempo Azorín, pero nosotros pintando paisajes manchegos.
«Los paisajes del Hidalgo», así titularemos una exposición para el próximo año con nuestros cuadros en una galería de Ciudad Real. Esto ya lo hicieron otros pintores, pero la diferencia es que nosotros no pretendemos ser originales y mi amigo aseguraba que encontraremos en el trayecto a nuestras Dulcineas.
Amanecí afónico y con una resaca que parecía mi cabeza un sonajero lleno de chicharras. La noche anterior me canté en un karaoke el repertorio completo de Sabina y todavía rebotaba en las paredes de mi cerebro dolorido aquello de «Y nos dieron las diez y las once, las doce y la una y las dos y las tres…»
Mi equipaje (una maleta con ropa, un paquete de lienzos, el maletín de las pinturas y el caballete de campo), lo mandé hace varios días por agencia de transportes; sólo llevaría conmigo una mochila con objetos personales y decidí salir por la tarde. Mis cuerdas bucales parecían de esparto y me rozaban en la garganta como si estuviese tragando erizos de mar.
Elegí un autobús que hace una ruta pasando por casi todos los pueblos de la provincia. Me quedé dormido a los diez minutos de iniciar el viaje; soñaba con mi amiga Esperanza, cantando las canciones de la Jurado la noche anterior, iba sonriendo cuando noté que el vehículo se detenía en seco y nos comunicaron que se había averiado y que en una hora aproximadamente vendría otro autocar a recogernos. Estábamos parados junto a una iglesia enorme. Era un pueblo con calles estrechas, palacios con escudos en las fachadas y olor a leña quemada.
Decidí darme un paseo para conocer el lugar y me encontré, al mirar por una ventana de enormes cristales, lo que parecía una concentración de caballeros medievales. Como vieron mi cara de asombro, me invitaron a entrar para sumarme a la fiesta; en un principio rehusé la amable invitación, pero una mujer morena y con un escote que me producía vértigo y lo remataba con una sonrisa deslumbrante me terminó de convencer. Todos ellos lucían morriones de hojalata.
―Las espadas son réplicas de la Tizona del Cid ―me dijo uno gordo y bajito como yo, pero con una barba negra y abundante.
Celebraban la constitución de una orden de caballeros y les venía bien un testigo forastero para que firmase el acta y como les dije el motivo de mi viaje, aseguraron que la firma de un artista era fundamental. La morena del escote generoso y yo intercambiábamos miradas furtivas.
No sé por qué extraña razón me vino a la cabeza un cuadro de Rembrandt, «La conspiración de Claudius Civilis», sobre todo por el ambiente del salón en penumbra, lleno de humo y todos alrededor de una mesa chocando sus espadas.
El vino era bueno, las frases divertidas y entre tanto chocar de espadas y de copas, gritos continuos de «¡vivan las Cruzadas!» y «¡ por el Imperio hacia Dios!» empecé a agobiarme.
La sonrisa picarona de un joven de mirada melancólica y de bigotillo rizado en las puntas, atravesaba el aire de la estancia y me guiñaba un ojo insinuante; vestía traje negro con lechuguilla excesivamente almidonada.
Servían platos exquisitos en bandejas de plata y servían el vino en copas de metal damasquinado.
―Nos han dado una hora de asueto mientras llega el nuevo autobús que nos llevará a Toledo ―le dije al que parecía el jefe de la escuadra, pero mis anfitriones se empeñaron en que me quedara un poco más.
―Luego te acerca alguien a Toledo que está cerca ―dijo alguien con voz rotunda.
Eran amables y toscos y un perro peludo empezó a lamerme los zapatos; aproveché para descalzarme y noté que el animal sufrió unas arcadas y se largó corriendo.
Después de la cena pasamos a un salón decorado con cuadros que parecían de Augusto Ferrer-Dalmau, el pintor de batallas; banderas militares, estandartes y una vitrina llena de trofeos, medallas y escudos, daban a la estancia un aire señorial.
El jovenzuelo del bigotillo se me acercó, noté su aliento en mi oído: me llamo Florencio, pero puedes llamarme Floren, le advertí que no jugaba a ese palo y se marchó murmurando improperios hasta un rincón de la sala donde le esperaba otro caballero vestido de capitán de los tercios junto a una bandera con la cruz de San Andrés.
Harto de aguantar tanto jaleo, decidí escabullirme; en la calle corría una agradable brisa primaveral, mi autobús había partido, conservaba mi mochila, mi amigo me esperaba en Toledo, yo había olvidado el teléfono en mi casa. Y como en los viejos tiempos, hice auto-stop en una gasolinera y tuve la suerte de que un tal David que repostaba diésel en su furgoneta me ofreció acercarme a mi destino.
El viaje fue entretenido, me relató su larga historia familiar y resultó ser descendiente de judíos sefardíes y había recuperado la casa de sus antepasados.
Entramos en la ciudad cuando amanecía, me dejó en la Plaza de Zocodover, me dio una tarjeta con su dirección, le prometí que le haríamos una visita. Escuché unas campanas a lo lejos de alguna parroquia madrugadora, la niebla envolvía la torre de la catedral y la calle del Comercio olía a café recién hecho.
El portón de la casa de mi amigo es de madera recia y con un llamador de hierro forjado, golpeé con fuerza y dentro sonó un eco como de castillo abandonado; en unos segundos apareció Zacarías con cara de haber dormido poco. «¡Ya esta bien!», me dijo. El recibidor de su casa siempre huele a flores…
Continuará
Que continúe, pero mañana mejor que pasado mañana.