Mi vecino, el ciego que vende cupones, está muy ocupado y dice que no encuentra el momento para la visita al Museo del Prado que habíamos acordado. Como soy impaciente y necesito experimentar con el asunto de la mirada, quedé con mi amiga Laura, que es una mujer juguetona, un poco marciana y una fotógrafa estupenda, y nos fuimos al museo.
La tarde era lluviosa; esperábamos en la cola para entrar y hablamos de las coincidencias entre la fotografía y la pintura al mirar.
La fotografía ofrece la posibilidad de captar un instante, de detener el tiempo en un segundo y dejar esa impronta grabada para siempre; la pintura es más lenta y capta, en una misma imagen, varios momentos unificados. Ambos ofrecen algo que mirar: una imagen estable y permanente. La fotografía siempre refleja el pasado; la pintura no siempre.
Tenía preparado un juego y le pedí a Laura que viniese provista de unas gafas tintadas. —Debes tener en cuenta que soy una mujer muy fashion— me dijo, y decidió envolver las suyas en papel de plata.
En la entrada del museo se puso las gafas plateadas; parecía recién llegada de un planeta lejano, y, cogida de mi brazo, caminamos por la sala central en la planta alta, como una ciega y su lazarillo. A nuestro paso nos saludó La Gloria, un cuadro de Tiziano que contiene el amarillo más glorioso que conozco. Un bedel nos miró extrañado; dos turistas japonesas estaban a nuestro lado, intentando entender. Debieron pensar que era una acción artística.
Nos plantamos delante del Lavatorio de Tintoretto. Estaba seguro de que mi amiga no conocía este cuadro. Es una imagen cambiante, con una perspectiva mágica, y le fui describiendo la escena, intentando relatar con objetividad lo que veía. Le hablé de la oscuridad y la claridad, como si fuera ciega, aun sabiendo que ella imaginaría los colores. Le hablé del punto de fuga y hacia dónde se dirigían todas las líneas de la composición. Le hablé del perro que reposa en el centro del cuadro, convirtiéndose en el único personaje que no cambia, lo mires desde donde lo mires.
Atrapado por la emoción, empecé a describir el terrazo del suelo iluminado, sobre el que se desarrolla la historia, la belleza del perro canela y blanco, y los delicados rosas y azules del suelo. No me di cuenta de que estaba describiendo emociones en vez de imágenes. La emoción acaba dominando la narrativa cuando se trata de describir un cuadro; a mí siempre me pasa.
La particularidad de esta pintura es que cambia el sentido de la composición si se mira de manera lateral, desde la izquierda, desde la derecha o de frente. Cuando consideré que había terminado, y después de que ella me hiciese varias preguntas como: «¿Cuántos planos hay en el cuadro? ¿Es panorámico? ¿Cómo visten los apóstoles?», le pedí que se quitara las gafas y mirase el cuadro. Lo hizo y abrió los ojos con tanta sorpresa que creí que se le saldrían de las cuencas.
Según me dijo, después de no ver y de imaginar, impresiona más: es como un alivio comprobar la suerte de ser vidente, y al mismo tiempo esa sensación contradictoria de que este juego te pide más.
A la mañana siguiente, casi de madrugada, Laura me mandó este texto:
—Nunca será semejante a como lo siente un ciego, eso lo sabemos, pero las piruetas que puede llegar a hacer el cerebro para entender lo que no ve son flipantes… Cada vez que me quitaba las gafas para ver lo que yo había imaginado, me dejaba en un lugar interestelar con pelo enredado de noria de feria, o algo así, muy hermoso. Al tapar un sentido, los otros se agudizan, como si se electrizara todo el pelo, ¿no? Tengo que decir que lo que sentí delante del cuadro fue que mi idea de la realidad en ese momento se expandía tentacularmente. Iba tomando decisiones en el momento y dejándome llevar a la vez (incertidumbre, azar, libre albedrío… caos).
Y continúa Laura: «Si la realidad es una alucinación medio consensuada, pero única para cada uno, pensé que si mi amigo Vicente me estaba describiendo su propia alucinación, y yo estaba interpretando su interpretación, aquello era infinito (otra vez los fractales). Bueno, es que van pasando los días y voy sintiendo más cosas. Te seguiré contando lo que me vaya viniendo. Suelo andar mucho para pensar… Muy a menudo llego a vórtices sin poder explicarlos, solo sentirlos, pero me mantengo en el nervio y la curiosidad».
Visitamos varias pinturas más a ojos descubiertos…
Finalmente decidí hacer lo mismo, describir a ciegas un cuadro que ella conocía bien: Las Hilanderas de Velázquez, que tenía fresca en su retina, pero yo le iba a dar una versión personal, porque el visionado de imágenes es subjetivo. Le hablé de la nuca de la hilandera, de la que decía Dalí que contenía una de las mejores lecciones de pintura de toda la historia del arte.
Le hablé de la escalera de madera a la izquierda de la imagen, de la diosa Atenea al fondo. Le describí el ovillo de lana gris en el centro del cuadro, abajo, y del gato que, detrás de la pierna diagonal de una mujer, observaba el ovillo, tentado a lanzar una zarpa. Nos reímos al recordar al gato de Laura, que se llama Fellini y es muy observador. Le conté lo del aire de Las Meninas del que hablaba el genio de Figueras, y cuando se destapó los ojos me dijo que el aire del Prado contenía todos los perfumes del universo.
La calle y la realidad nos recibieron con una lluvia fina; seguíamos hablando de lo subjetivo de la realidad camino de nuestro bar favorito. Paramos un taxi, la sed nos apremiaba. Al escuchar nuestra conversación, el taxista nos preguntó si éramos extranjeros y Laura le contestó que veníamos de una esfera interestelar que rota alrededor de Arrakis, y el taxista solo dijo: «Vale…».
Se lo he contado a mi vecino, el de la ONCE, y se lo ha tomado como una traición.
Artículo y performance de Vicente Chumilla y Laura Martínez Lombardía