Entre los muchos efectos que tuvo la desaparición de Yecla, os conté que, cuando a los más enteraos del planeta les dio por clamar que el pueblo jamás había existido y nos lo habíamos inventado durante cientos de años, algunos yeclanos se desnaturalizaron. Perdieron su esencia y, de repente, eran meros alicantinos, murcianos o manchegos, pero no la mezcla que no es ni lo mismo ni la suma de sus partes.
Pues bien, hubo otros fenómenos que transformaron a yeclanos y los tornaron en algo diferente, aunque en muchas ocasiones nunca llegamos a conocer la causa. Esta es la historia de uno de ellos. Esta es la historia de Lobo.
Lobo había sido una persona sencilla antes de que el pueblo volase. Asistía al trabajo religiosamente, daba lo mejor de sí, cuidaba de los suyos, era dueño de una gata y cogía las vacaciones en agosto, como casi todos los yeclanos. Para él, la vida no era muy diferente a la del resto de los de pueblo. Disfrutaba de su día a día tanto como nos habían entretenido a todos las excentricidades que habían estado azotando Yecla desde hacía unos años. Cuando llegó el vendaval y arrancó los cimientos de todo lo que conocíamos, él despertó al día siguiente en un secarral cerca de la carretera de Pinoso sin mucha conciencia de cómo había llegado hasta allí.
Quiso erguirse, pero se sintió incapaz. Se miró las manos y saltó asustado al reconocer sus nuevas patas peludas. De repente, su oído era finísimo, tanto como para oír los lamentos yeclanos provocados por la ausencia, el arrastrar de los caracoles por la tierra baldía, las interjecciones de pura incredulidad para los que todavía se mostraban escépticos y clamaban que algún vándalo había pintado las paredes de los edificios del pueblo con pintura invisible.
“¡Que están ahí mismico!”, decían una y otra vez, y alguno nunca ha dejado de creerlo.
Ya habréis deducido en qué se había convertido este yeclano. De pelaje grisáceo, con una cicatriz en uno de sus ojos, colmillos gigantes del color del alioli, y el tamaño de varios perros, Lobo se vio asaltado por una presencia. Era un ser humano que lo miraba fijamente, recortado contra el sol de la mañana, y que vestía como un tuareg (un hombre azul del desierto, le dijo una voz en su cabeza). Llevaba el rostro parcialmente cubierto por un velo y sobre sus hombros descansaba una túnica larga del color del barro.
—Correrás hasta que no haya más camino, —dijo el tuareg—, pues así lo ha querido el destino.
—¿Quién eres? —pensó, pues ya no era capaz de pronunciar palabras.
—Me conocerán como el Yeclano Errante. No necesitas saber más.
Tan pronto como lo dijo, alzó las manos y un pequeño torbellino de arena y tierra lo cubrió. Cuando la tierra volvió a asentarse, allí no había nadie.
Lobo recorrió raudo toda la extensión del pueblo para tratar de dar con su familia y amigos. Tan importante le parecía que estuvieran a salvo que aparcó el tema de su transformación lobuna para más tarde. No tardó en dar con todos ellos, reunidos con otros huérfanos de pueblo donde estuviese la plaza de San Cayetano, ya siquiera sin pendiente. Al ver aparecer a la bestia, cundió el pánico. Algunos saltaron indignados y clamaron que ya tenían bastante con que les hubieran quitado el pueblo, que ahora debían permitir que un lobo se los merendase. Lobo trató de hablar, pero solo atinó con aullidos, y cuando se cansó, solo le salieron lastimeros al darse cuenta de que nadie lo reconocía.
Algunos yeclanos se armaron con cuchillos que habían caído de las casas voladas y lo cercaron, pero justo cuando iba a atacar el primer valiente, una mujer se interpuso entre Lobo y su atacante. La mujer, que no hacía tanto había sido una niña, vio cómo el metal se hacía pedazos contra su pecho, ahora brillante como el acero. Se rasgó la ropa con un gesto y los yeclanos asistieron a la transformación de su piel en metal. Algunos incluso vieron reflejados los rostros cansados que arrastraban y sintieron lastimica de sí mismos.
—No os atreváis a tocar a mi hermano, —amenazó ella, alzando los puños. Luego se volvió hacia el animal—. ¿De verdad has creído que no te reconocería porque ahora tienes un poco más de pelo?
Abrazó al animal y ambos marcharon en dirección a Pinoso. Durante semanas, nadie volvió a verlos. Sin embargo, una noche, a la luz de una fogata, unos yeclanos charraban sobre el helor que se había echado últimamente, sobre todo porque era julio. Algunos empezaron con la cantinela del cambio climático, pero pronto se les tapó la boca con miga de pan ecológico (y un poco de tocino, que no hay que ser salvajes) y solo quedó un murmullo ahogado, el masticar trabajoso y el castañeo de dientes por el frío.
Unas sombras se echaron entonces sobre el grupo. Se trataba de carroñeros, gente que había vivido en campos de Yecla tan alejados del pueblo que ni el viento los consideró de allí como para arrebatarles nada, y que desde hacía unos días asaltaban a los yeclanos en el yermo para quitarles las pocas provisiones que les quedaban. Hasta entonces siempre se habían salido con la suya, pero ese día un destello metálico voló sobre sus cabezas, y cuando Lobo aterrizó sobre sus cuatro patas, hizo temblar el suelo. La mujer de acero les lanzó dardos a los carroñeros que les picaron como tábanos, y Lobo les amenazó con dentelladas al aire. Los bandidos no necesitaron más argumentos para huir. Los yeclanos presentes agradecieron al animal y su jinete la ayuda, y les preguntaron sus nombres:
—Él es Lobo, y de mí no necesitáis un nombre —dijo la chica con resentimiento. Acarició al animal y ambos se marcharon.
Durante las noches de las siguientes semanas, Lobo y Acerica, que así pasaron a llamarla, protegieron a los yeclanos de los asaltos de carroñeros, jumillanos, periodistas, raspayejos y todo tipo de criaturas salvajes, mágicas o no, que se habían envalentonado ahora que los muros del pueblo no protegían a sus habitantes. Sin necesidad de matar a nadie, los ahuyentaron hasta que perdieron las ganicas de molestar yeclanos.
Pasado un año, y tras meses de tranquilidad, Lobo y Acerica pasearon por lo que antes fuera el centro del pueblo y dieron con los vecinos errantes de Yecla. Estos les suplicaron: querían el pueblo de vuelta, y con el olfato que debía tener Lobo, creyeron probable que, si salían en su búsqueda, no tardarían en encontrarlo; y si había que arrebatárselo a sus captores (fueran o no jumillanos), Acerica les daría para el pelo sin inmutarse.
Conmovidos, olvidado el resentimiento que había provocado el rechazo inicial de Lobo, ambos partieron hacia Albacete en el convencimiento de que el norte les traería respuestas a incógnitas que todavía no estaban planteadas. Quizá si respondían a las preguntas antes incluso de que surgiesen, podrían adelantarse a sus captores y recuperar Yecla para los yeclanos.
Continuará…