En 1972, cuando todavía era una niña y ya poseía una gran afición a la lectura, se publicó El Exorcista, el célebre relato de William Peter Blatty. Encontré la novela por casualidad, llevada por mi insaciable curiosidad, en un cajón del despacho en el dormitorio de mis padres. Seguramente alguien se la había prestado a alguno de ellos, pues estaba bastante manoseada. Era aquella edición de bolsillo en la que una farola dejaba entrever la silueta de un hombre con sombrero que portaba una cartera en la mano y parecía vigilar una casa iluminada al fondo de la imagen.
El título y la portada me intrigaron de inmediato, y aunque ignoraba su contenido, intuía el peligro que encerraban aquellas páginas; la adrenalina hizo el resto. Casi a escondidas, como una ladrona, me la apropié y la llevé a mi habitación. Esa misma noche, ya en la cama, en el silencio de la noche, comencé su lectura.
Vivíamos entonces en una antigua casa, grande y destartalada, en el centro del pueblo, en la que los amplios espacios alternaban entre constantes ruidos y sugerentes silencios. El dormitorio de mis padres se encontraba a cierta distancia del mío; la cocina primero, y el salón después, se interponían entre nosotros. Mis hermanos pequeños ocupaban también habitaciones más cercanas a la suya.
Mi alejado cuarto daba a un patio donde una exuberante hiedra y algunos árboles frutales crecían con desordenada frondosidad, lo que servía de refugio a una gran concentración de pájaros cada noche. Al caer la tarde, antes de oscurecer, armaban un jolgorio estridente al que ya todos estábamos acostumbrados; aunque a veces, en mitad de la noche, algún gato o cualquier otra alimaña hambrienta en busca de presa alteraba el plácido descanso de esos entrañables pajarillos, en su mayoría gorriones y jilgueros, que, alarmados por la presencia de depredadores, creaban un colosal alboroto. Aquel estruendo, entonces, no era el sonido alegre del anochecer, sino un bullicio de temor que provocaba en ellos un trino de alerta sobrecogedor. En plena noche, entre pesadillas y sueños, aquella algarabía se me antojaba un dantesco llanto de almas en pena surgidas desde lo más recóndito del purgatorio.
Entre aquellos extraños sonidos, que me rodeaban como una infernal banda sonora, y la turbadora lectura, cuando apagaba la luz, un temor incontrolable se apoderaba de mí. Mi cama, como la de Megan, que sería una niña más o menos de mi edad, parecía elevarse del suelo, dando frenéticas vueltas en medio de la oscuridad. El miedo me paralizaba, me impedía cualquier movimiento; la voz no me permitía articular palabra alguna, sudaba mientras el corazón latía con fuerza.
La situación, tan descontrolada, me originaba angustia y unas incontenibles ganas de gritar, de llamar a alguien que me auxiliara y viniera a salvarme de los aterradores seres que acechaban a niñas inocentes como yo, pero me avergonzaba montar un espectáculo, despertar a toda la familia y, además, no quería desvelar el motivo de mi espanto. Cuando conseguía calmarme, me convencía de que no volvería a leer ni una letra más de aquel libro.
Pero el poder de seducción de aquella terrorífica historia era más fuerte que el pánico que me originaba, y a la noche siguiente volvía a quedar embelesada en su adictiva lectura. Recuerdo aquellos días con verdadero sobresalto y pavor.
Y llegó la película
Un año después se estrenó la película dirigida por William Friedkin. Por supuesto, fui al cine a verla con algunas amigas. Encontramos la sala abarrotada de espectadores de todas las edades, dispuestos a sufrir con nosotras. Recuerdo las expresiones sonoras, todos a coro, ante las escenas más impactantes y algún que otro grito descontrolado. Algunos, que no pudieron resistir el terror, se marcharon espantados antes de que la cinta llegara a su fin.
La película obtuvo una abrumadora aceptación tanto por parte del público como de la crítica, que llegaron a considerarla una de las mejores películas de la historia en su género. Su notable reconocimiento le procuró un total de diez nominaciones para los Oscar, incluido mejor película, además de siete nominaciones para los Globos de Oro, de los cuales ganó cuatro, incluyendo «mejor película dramática», «mejor actriz» para Linda Blair (la hija), «mejor actor» para Jason Miller (el padre Carras), mientras que Ellen Burstyn (la madre) fue nominada a mejor actriz dramática.
Los efectos especiales de la película, desde la perspectiva actual, en la que la tecnología y la inteligencia artificial han facilitado mucho el trabajo y han conseguido hacer maravillas, pueden parecer muy básicos y elementales, hasta el punto de que, en algunos momentos, su precariedad pueda incitar a la risa. Pero al margen de este detalle técnico, la historia y la forma de narrarla son muy potentes, y la película logra una atmósfera sobrecogedora y terrorífica que, creo, no dejó a nadie indiferente.
De hecho, tras ella, se han realizado películas en la misma estela, con exorcismos de todo tipo y conjuros y sortilegios varios, pero ninguna de ellas ha tenido gran repercusión ni ha sido digna sucesora, incluida la reciente El Exorcista: Creyentes, que, por cierto, no he tenido oportunidad de ver, aunque tal vez lo haga al hilo de esta crónica.
Muchos años después de aquel estreno que tanto nos impactó, una noche vi que la reponían en televisión, y tuve curiosidad por revisitarla, convencida de que los precarios efectos especiales de entonces y la ya manida historia que narraba habrían perdido buena parte de su atractivo por el tiempo transcurrido. Pero con gran sorpresa puedo afirmar que no fue así. Yo, una mujer adulta, escéptica, agnóstica y poco impresionable, antes de finalizar la película, tuve que apagar la tele y recorrer el pasillo aceleradamente hasta alcanzar la cama y sobreponerme para no revivir aquel pánico infantil que experimenté cuando, de niña, leí a escondidas la novela en aquella habitación que llegó a resultar tan opresiva y sobrecogedora.
Se pueden mencionar algunas otras películas del género de terror que considero que han marcado un hito en esta categoría. Entre mis preferidas destacan, por orden cronológico: El gabinete del doctor Caligari (1920), Nosferatu (1922), La noche de los muertos vivientes (1968), La semilla del diablo (1969), Carrie (1976), La profecía (1976), El resplandor (1980) y El final de la escalera (1980). Creo que no es casual que ninguna se adentre en los 80.
La fantasía, el suspense, las tramas sugerentes y envolventes, el temor psicológico que caracterizó el cine de terror hasta los años 80, han sido sustituidos progresivamente por temáticas de sobresalto fácil apoyadas en modernas técnicas y efectos especiales, con argumentos poco elaborados en los que la sangre, la repugnancia y el espectáculo repulsivo determinan todo su metraje. Casos paradigmáticos de esta nueva hornada, a mi juicio, son Pesadilla en Elm Street o Viernes 13, en las que descerebrados adolescentes son víctimas de macabras situaciones, con guiones y tramas previsibles y de escaso interés, producidas y orientadas a un público muy concreto, sin más ambición que la del éxito de taquilla.
Dejo aquí esta humilde aportación por si alguien, en vísperas de nuestro Día de Todos los Santos o del importado Halloween, se anima a repasar alguna de las más destacadas películas de terror y a pasar un poco de miedo, del bueno.
Otros relatos de Ana Fructuoso