Reme parecía enojada y meditabunda mientras caminábamos hasta uno de las cafeterías ubicadas en el centro comercial de Petrer. Ciertamente, ninguna de las demás, ni Marisa, ni Amelia ni Marga ni yo (Rosan, como siempre, los fines de semana tiene faena en el bar), derrochábamos alegría después de salir del cine de ver As bestas, de Rodrigo Sorogoyen. A Reme le recomía la indignación, pues está muy implicada en la defensa del medio ambiente y participa activamente en la plataforma en defensa del Arabí. Y la película va de eso, de una empresa que pretende instalar aerogeneradores en una zona de la Galicia profunda y para eso debe comprar los terrenos a sus dueños. Pero una pareja de franceses que pretende vivir allí de forma sostenible y en plena naturaleza, se niega a firmar su consentimiento. Ahí surge el conflicto.
Con gesto sombrío, decidimos entrar en la única cafetería en la que encontramos una mesa libre un sábado por la tarde. La película nos ha mantenido en tensión las más de dos horas de duración, y su desenlace nos entristece sin duda. Esa es una de las cualidades de la película: el ritmo de angustia que es capaz de mantener al espectador todo el tiempo en vilo, con algunos picos en los que te encoje el corazón y acentúa el desasosiego: la conversación de los hermanos con el francés en el bar, o la conversación de madre e hija cuando esta segunda intenta que regrese con ella a Francia.
Mientras transcurre la historia en la pantalla, no puedo evitar pensar en mi padre, subido a su pequeño tractor labrando sus escuálidos terrenos de almendros, olivos, y su pequeña viña cuando yo era solo una niña. Hora tras hora, de sol a sol, mirando al cielo esperando el milagro de la lluvia, o temblando bajo las nubes negras de la tormenta; sus manos ásperas y curtidas por la intemperie; las podas durante el invierno tras la recolección, atar los sarmientos en gavillas para tener calor durante el invierno; vareando los olivos cuando el frio aprieta, con los guantes puestos para que no se congelen los dedos; lo mismo con la almendra en pleno verano, con la camiseta mojada de sudor, el polvo y los insectos pegados a la piel.
También pienso en Salvador que, aunque con menos ahínco, pues su subsistencia no depende exclusivamente del campo, se entrega igualmente al trabajo duro.
Es cierto, al margen de los grandes productores agrícolas que ocupan cualquier superficie de tierra virgen, allá donde las haya, sangrándola hasta la extenuación, utilizando toda el agua que se les antoje, bien trayéndola de otros territorios, o desecando los acuíferos y los pozos que corren bajo nuestros pies, la agricultura tradicional no resulta rentable; no lo era antes, y mucho menos ahora por la competencia de las grandes empresas agrícolas. A los pequeños agricultores, para seguir cuidando de sus productos, solo les estimula el amor por la tierra.
¿Esa dureza de la vida rural, esa terquedad que se resiste a toda la fuerza que se emplea por ella o contra ella, puede llegar a endurecernos tanto el alma, puede llevarnos al extremo de emplear la violencia contra quien se interpone a nuestros deseos? ¿Debemos comprender a esas pobres, amargas y podridas gentes que la sordidez de sus vidas ha ido degenerando? ¿Podemos ser comprensivos con su maldad? Creo que la película nos interpela ante este dilema. No nos conduce a esa moraleja fácil de enfrentarnos a los malos y gozar con el éxito de los buenos, sino que nos sitúa en ese lugar en el que hasta los malos pueden ofrecernos un planteamiento de redención.
Por eso a Reme la película la ha dejado traspuesta. Dice que sentir piedad por los miserables y ruines, la deja sin argumentos.
—Pues no sientas piedad por ellos. Ódialos, maldícelos si quieres: ¿Quién te va a juzgar por ello? Toma partido por la opción que tu consideres más justa. Tu no crees en Dios, por lo tanto, no te puede castigar por odiar a alguien, por sentir asco por esos miserables, disfruta del triunfo final, de que no haya paz para los malvados —le contesta Marisa, dejándonos, atónitas, al resto.
—A ver, ¿está mal querer progresar en la vida, desear obtener una existencia mejor y más cómoda? Yo entiendo, en parte, a esos dos hermanos desgraciados —argumenta Marga.
—¿Pero para conseguir una vida mejor vale todo, Marga? —le cuestiono.
—No, claro que no. Pero la España profunda es un caldo de cultivo para esas desavenencias entre vecinos. Ha habido otros casos muy sangrantes, esta película, por lo que he leído, se ha inspirado en un caso real, y acordaos de Puerto Hurraco, de cuyo caso se hizo eco Carlos Saura con otra película.
—¿Creéis que Yecla pertenece a esa España profunda de la que habláis? —nos pregunta Amelia con cierta preocupación.
—¡Nooo! —contestamos el resto al unísono.
—Pero tal vez en otro tiempo sí lo fue. Mi madre me contaba cómo era el pueblo cuando ella era niña. Las calles sin asfaltar, una bombilla colgando esquina sí, esquina no; el viento levantando el polvo y moviendo las lámparas a su antojo. Las mujeres abrigadas con sus mantos negros caminando por los bordes de la calle sin aceras; los burros cargados hasta el suelo, portando la alfalfa para los conejos, el maíz para las gallinas y otros enseres del campo, tirados por hombres pequeños y encorvados, sin edad; las uvas y los higos secando en las despensas junto al chorizos y al tocino, las tinajas de aceite y el barril de vino (me pongo literaria).
Eran los años en los que el pueblo vivía exclusivamente de la agricultura de secano y de algún rebaño de cabras. Después, la industria del mueble, la del vino, trajeron dinero y progreso al pueblo, a pesar de contar solo con un tren de vía estrecha que no llegaba muy lejos, y un coche de línea a Murcia o Alicante, cuando lo había. Así pudimos levantar cabeza y adentrarnos en el mundo de la abundancia y la modernidad.
Conforme vamos picando algo de comer, una olivita por aquí, un poco de ensaladilla por allá, y brindamos con nuestra copita de vino tinto de Yecla, por supuesto, el mal sabor de boca de la película se va disipando, vamos recobrando nuestro buen humor y la conversación se torna más trivial y llevadera. Se avecina el día de Reyes e intentamos hacer recuento de los presentes que tenemos preparados para nuestros seres queridos para ese día; todavía nos queda tiempo de dar alguna vuelta por alguna de las tiendas del centro comercial antes de cerrar.
Por los altavoces suena la música y reconozco la voz de Bruce Springsteen. Se trata de su último disco, en el que ha versionado a antiguas figuras del soul y folk americanos. Dicen los puristas que no es su auténtico registro y se nota, y que en algunas canciones no consigue superar a los originales, pero, de cualquier manera, sigue siendo Springsteen, y a Salvador seguro que le gusta. Sin dudarlo, entro en la tienda antes de que echen la persiana y consigo el vinilo, así que ya tengo su regalo de Reyes
Tal vez esta noche, cuando apaguemos la luz de la mesilla antes de dormir, sigamos dándole vueltas a esta película que, para nada, nos ha dejado indiferentes, eso es exactamente lo que consiguen las buenas historias que, además, están bien contadas. Pero, de momento, la vida sigue.