La abuela siempre andaba con alguna deuda pendiente con la Virgen del Castillo. El negocio consistía en pedirle alguna cosa y a cambio ella le ofrecía un pago: “Madre mía, si mi hermana se pone buena te haré una novena”, “si mi hijo encuentra trabajo subiré al castillo cinco días sin descansar ni uno”. Lo que no sé qué ocurría cuando la Virgen no escuchaba su plegaria, porque, si no recuerdo mal, su hermana enfermó y murió mucho antes que ella. El caso es que por uno u otro motivo, se pasaba la vida en peregrinación hacia lo alto de ese cerro.
En muchas de esas ocasiones, la abuela me llevaba con ella, a lo que yo no oponía pega alguna, siempre me gustó agradar a mi abuela. Pero más que visitar a la Virgen, me gustaba recorrer el trayecto hasta el Castillo. Nunca me achanté ante las cuestas, esas que te aceleran el corazón y te hacen respirar más deprisa. Me agradaba el silbido del viento que hacía gemir los pinos, y su olor intenso era lo que me daba el aliento.
En primavera, eran un espectáculo las repugnantes procesionarias desfilando con orden nazareno desde lo alto de los pinos hasta tierra firme cruzando el camino. La abuela siempre me advertía sobre ellas, debía esquivarlas a cualquier precio.
A veces, mientras subíamos, ella se iba parando en los pasos del viacrucis, no sé muy bien si a descansar o a rezar, mientras yo me entretenía con cualquier cosa, una piedra, una araña, observando a las hormigas enloquecidas buscando alimento para el invierno, no como esas ociosas cigarras que luego morirían de inanición en el invierno por no haber sido previsoras y trabajadoras; o con los alborotadores gorriones retozando entre las ramas del bosque; o con los vencejos alborotando sobre nuestras cabezas.
Cuando llegábamos a la curva del paso de la bandera, donde el mirador, nos deteníamos unos minutos a recobrar fuerzas. Era el momento de darle un buen trago al agua fresca de la cantimplora y la abuela tenía alguna sorpresa para mí: un dulce, un trozo de pan con chocolate, o caramelos. Entonces ella, durante unos segundos, se ausentaba mentalmente mirando a lo lejos el extenso paisaje del atardecer, en una especie de trance místico, y yo me preguntaba qué pasaba en esos momentos por su pensamiento.
Pensaría en el abuelo César, imaginaba, al que no llegué a conocer en persona, pero del que, de cuando en cuando, oía hablar en las tertulias, y de verlo en las pocas fotografías que de él había por la casa. Su imagen era la de un hombre con expresión de mal genio que miraba a la cámara bajo un acentuado entrecejo, incluida la foto de la boda, que colgaba sobre la pared encalada de la sala de estar, los dos vestidos de negro.
Mientras la abuela se ausentaba en la lejanía, yo me dejaba envolver por el viento, que resonaba en mis oídos creando aquella estampa mágica que todavía puedo evocar, si me concentro. Tras unos segundos, cuando volvía de su viaje, en ocasiones, hacía algún comentario: “Mira Conchita, allí se ve el campo del tío Tomás, mira los dos pinos a la puerta de la casa”; “y por allí se ve la carretera de Jumilla, pronto tendremos que ir a visitar a Santa Ana”.
Cuando llegábamos al santuario, la abuela se persignaba y se arrodillaba ante la Inmaculada. Yo intentaba imitar aquel ritual fervoroso del que años después me olvidaría.
Cualquier ruido, incluida nuestra respiración, resonaba como en un altavoz en el espacio vacío de la iglesia, así que procuraba estar muy calladita y moverme lo menos posible.
Aburrida, la observaba articular un supuesto rezo en el que solo movía los labios a velocidad pasmosa y del que yo solo llegaba a entender el “amén” final.
Cuando las rodillas empezaban a dormírseme, me levantaba y, casi de puntillas, me paseaba por la pequeña iglesia observando las imágenes y los cuadros de santos, ángeles y más vírgenes que la decoraban. Para el final, dejaba la capillita en la que yacía el Cristo del Sepulcro, velado por dos aturdidos y apenados ángeles que entonces se me antojaban gigantes. Aquella hermosa imagen del yacente producía en mí una mezcla de fuertes emociones encontradas.
A la vez, sentía una especie de pánico y aprensión ante las heridas y la sangre que se extendían por todo aquel condolido cuerpo, una inmensa compasión y tristeza me hacían apiadarme de aquel hermoso hombre que tanto sufrimiento debía haber padecido. Vigilada por los seres alados, acercaba mi cara al cristal de la urna que lo protegía y lo miraba con morboso detenimiento.
“¿Duerme abuela o está muerto?”, le pregunté en cierta ocasión. “Muerto, hija, muerto”, me respondió ella, como si la misma Dolorosa fuera, pero yo prefería pensar que solo dormía. Aquel rostro privado de vida, el cuerpo pálido bajo la sangre roja y los muchísimos rasguños y heridas que llenaba toda su piel, me hacían estremecer. La cabeza ligeramente ladeada hacia la derecha. Los ojos cerrados.
La boca entreabierta dejaba ver sus dientes perfectos. Las costillas señaladas bajo la piel, efecto de su extrema delgadez, la mano izquierda sobre el vientre, con el agujereo sangrante que había dejado el clavo con el que fue clavado en la cruz. Llamaba la atención la herida sangrante del costado que la abuela me contó que un soldado romano le infringió con su lanza para asegurarse de que estaba ya muerto. Eran tantas las manifestaciones de sufrimiento intenso y cruel que alguna vez creo que lloré.
Después reconocía aquel cristo yacente en las procesiones de Semana Santa, siempre al final, seguido de una banda de música y de todas las autoridades pero, en esas ocasiones, aparecía su cuerpo cubierto.
Ahora que mientras escribo, las calles se llenan de procesiones de nazarenos y de hermosos pasos e imágenes que reproducen la Pasión de cristo, me ha venido a la memoria aquella primera experiencia con esta parte de la historia que tanto ha influido en nuestra cultura y en nuestra configuración como seres humanos, y llego a la conclusión de que quizá el cristianismo se ha recreado demasiado en el dolor y el sufrimiento.