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🌿 martes 25 marzo 2025
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El esfaraor del infinito

Es posible que os haya dado la sensación de que nos quedamos ociosos y desvalidos tras la desaparición del pueblo, abandonando toda búsqueda y esperanza, a excepción de unos cuantos que se embarcaron en extrañas aventuras, pero lo cierto es que existió un gran proyecto para la recuperación de Yecla en el que participamos todos.

Cuando el pueblo se echó al viento, la industria del sofá quedó huérfana de fábricas, que habían alzado el vuelo como casi todas las demás infraestructuras (incluidos, como dije, los bares, donde muchos podrían haber ido a ahogar las penas). Por alguna razón, el vendaval se dejó atrás los salones de juegos de azar. Pero los ingenieros seguían ahí, desposeídos, aburridos y nostálgicos.

Durante años habían trabajado de sol a sol, a veces de luna a luna, y todo ese tiempo que ahora podían dedicar al ocio se tradujo en una idea que pronto tomó fuerza: ¿y si Yecla había viajado a otra dimensión? ¿Y si ellos, hábiles gobanillas ingenieriles, construían una máquina capaz de lanzar (y devolver, era importante lo de devolver) a un yeclano a la décima dimensión, donde se sospechaba que habitaba ahora el pueblo? La idea llegaba hasta ahí. Nadie sabía (ni tampoco se preguntaba) qué pasaría después. ¿Traeríamos el pueblo o iríamos nosotros? Quizá salió adelante justamente por ese apasionado afán de inconsciencia.

Fue uno de los últimos proyectos donde se pudo ver a tanto yeclano trabajando junto. Unió a nuestro pueblo más que las mañanas de gachasmigas en las Fiestas de la Virgen, las recogidas de caracoles, el día al año en que pasaba la vuelta ciclista, los partidos del Yeclano o la Alborada.

Miles de manos se unieron para recuperar los mecanismos de sillones reclinables caídos en la tormenta desde las fábricas; otros recogieron los motores de sofás, los chips de las máquinas tragaperras de los salones de juego que, dejados de la mano del dios yeclano, se reconvirtieron en aulas para que los niños errantes aprendiesen dónde estaban los ríos que no echarían a volar o las ciudades que no desaparecerían durante la noche. Fue una suerte que la mayoría de estos salones estuviesen siempre cerca de colegios. Así, los niños no tuvieron que caminar mucho desde los vacíos pedregales donde antes se asentaban sus hogares.

Dos años después de iniciar la construcción de la gran máquina, llamada el Esfaraor del Infinito, los yeclanos de todas partes (incluidos los de Oriente) asistimos a la inauguración y lanzamiento. Nos hinchamos a vino jumillano, y luego lloramos nostálgicos al no sentir que nos rascase lo suficiente el galillo; hubo tortas fritas, gachasmigas y gazpachos sin caracoles, que continuaban huyendo inmortales de las ollas y los platos; alguien sacó una corneta y entonó una saeta sentida que nos dejó a todos callaos. El silencio lo rompió una antigua banda del pueblo que, con trompetas, guitarras y buen ritmo, se subió a la roca más vieja del yermo yeclano y amenizó los momentos previos.

Luego, el silencio, la expectación. El yeclano que viajaría a otra dimensión tuvo que ser voluntario. No mandabas a nadie a Montealegre obligao ni contra su voluntad, menos todavía si era un poquico más lejos. Eso estaba feo, incluso si el objetivo final era tan noble como recuperar nuestro pueblo.

El yeclano, Elocadio, se subió a la máquina: se trataba de un sofá reclinable de buena tela, beige, cubierto por una cúpula de cristal reforzada con madera de vigas pertenecientes al edificio Bioclimático que no habían aguantado el vendaval y se habían desprendido; también se usaron tablas del Paseo del Yeclano Ausente. La estructura se sostenía sobre cien motores de sofás que reclinarían la esfera hasta el punto de plegar la propia realidad, esfarando a Elocadio a través de las grietas del universo hasta la décima dimensión.

Cuando los motorcicos empezaron a ronronear, se sintió la conmoción entre el público. Contuvimos la respiración. ¿Volveríamos a ver el pueblo? ¿Era este el final a la bromica del vendaval? Los motores se encabritaron, el ruido nos obligó a taparnos los oídos. Una extraña luz empezó a surgir en mitad del aire, delante de la máquina: la realidad se estaba rajando. Fue entonces cuando el valiente yeclano presionó el botoncico del mando del sofá (arriba o abajo, adelante o atrás, poco más) y el motor de positrones hecho con muelles de colchones estalló en azul. El Esfaraor del Infinito salió disparado hacia la raja y desapareció tras ella. La luz cesó al instante, la realidad volvió a ser la que era.

Estuvimos esperando dos días, acampados en el mismo emplazamiento, preparando gachasmigas para quien hacía guardias por si la máquina y Elocadio regresaban. Al tercer día el hombre apareció por la carretera del Moñigo, andando. Nos reunió a todos antes de explicar nada. Iba vestido de manera extraña, con una túnica de un gris azulado con líneas negras. Sus pantalones parecían recién planchados:

“Resulta que la máquina funcionó”, dijo al fin. “Viajé por un agujero interdimensional a través del que fui testigo de la existencia de otras realidades, y supe que eran otras porque en todas ellas vi versiones alternativas de nosotros, los yeclanos. En unas, no comíamos gachasmigas, sino solo migas. En otras, Yecla era la capital de Castilla La Mancha; incluso la vi serlo de toda España y el yeclano jugaba contra el Bayern de Múnich en la Champions. Algunas me perturbaron: nuestro pueblo no tenía ninguna rotonda; otras eran tan bonicas que derramé lágrimas que el viento me robaba y quise quedarme. Y hubo aquellas que no me sacaron más que un simple púe de pura incredulidad. ¡Yeclanos! ¡Yeclanas!”, clamó, “no he encontrado nuestro pueblo, pero sí dudo que esté en otra dimensión.”

Tal y como él clamase ante algunas maravillas mostradas por el Esfaraor del Infinito, recibió un perezoso púe que terminó por ahogar las esperanzas de muchos de los yeclanos allí reunidos. Elocadio quedó solitario sobre la roca vieja a la que se había subido para traer las nuevas, y el resto regresamos a las longanizas, las gachasmigas y la buena música en nuestro vacío páramo.

Cuenta Elocadio en su libro: De cuando volví de esfararme un ratico, que fue en ese momento cuando atisbó el horizonte del llano solanero que era ahora Yecla, del vacío repleto de gentes, charrando, compartiendo botas y bebiendo a gallete, de olorcicos, trompetas y cornetas que animaban el aire, que comprendió que quizá habíamos estado buscando algo que ya estaba entre nosotros.

Es posible que os haya dado la sensación de que nos quedamos ociosos y desvalidos tras la desaparición del pueblo, abandonando toda búsqueda y esperanza, a excepción de unos cuantos que se embarcaron en extrañas aventuras, pero lo cierto es que existió un gran proyecto para la recuperación de Yecla en el que participamos todos.

Cuando el pueblo se echó al viento, la industria del sofá quedó huérfana de fábricas, que habían alzado el vuelo como casi todas las demás infraestructuras (incluidos, como dije, los bares, donde muchos podrían haber ido a ahogar las penas). Por alguna razón, el vendaval se dejó atrás los salones de juegos de azar. Pero los ingenieros seguían ahí, desposeídos, aburridos y nostálgicos.

Durante años habían trabajado de sol a sol, a veces de luna a luna, y todo ese tiempo que ahora podían dedicar al ocio se tradujo en una idea que pronto tomó fuerza: ¿y si Yecla había viajado a otra dimensión? ¿Y si ellos, hábiles gobanillas ingenieriles, construían una máquina capaz de lanzar (y devolver, era importante lo de devolver) a un yeclano a la décima dimensión, donde se sospechaba que habitaba ahora el pueblo? La idea llegaba hasta ahí. Nadie sabía (ni tampoco se preguntaba) qué pasaría después. ¿Traeríamos el pueblo o iríamos nosotros? Quizá salió adelante justamente por ese apasionado afán de inconsciencia.

Fue uno de los últimos proyectos donde se pudo ver a tanto yeclano trabajando junto. Unió a nuestro pueblo más que las mañanas de gachasmigas en las Fiestas de la Virgen, las recogidas de caracoles, el día al año en que pasaba la vuelta ciclista, los partidos del Yeclano o la Alborada.

Miles de manos se unieron para recuperar los mecanismos de sillones reclinables caídos en la tormenta desde las fábricas; otros recogieron los motores de sofás, los chips de las máquinas tragaperras de los salones de juego que, dejados de la mano del dios yeclano, se reconvirtieron en aulas para que los niños errantes aprendiesen dónde estaban los ríos que no echarían a volar o las ciudades que no desaparecerían durante la noche. Fue una suerte que la mayoría de estos salones estuviesen siempre cerca de colegios. Así, los niños no tuvieron que caminar mucho desde los vacíos pedregales donde antes se asentaban sus hogares.

Dos años después de iniciar la construcción de la gran máquina, llamada el Esfaraor del Infinito, los yeclanos de todas partes (incluidos los de Oriente) asistimos a la inauguración y lanzamiento. Nos hinchamos a vino jumillano, y luego lloramos nostálgicos al no sentir que nos rascase lo suficiente el galillo; hubo tortas fritas, gachasmigas y gazpachos sin caracoles, que continuaban huyendo inmortales de las ollas y los platos; alguien sacó una corneta y entonó una saeta sentida que nos dejó a todos callaos. El silencio lo rompió una antigua banda del pueblo que, con trompetas, guitarras y buen ritmo, se subió a la roca más vieja del yermo yeclano y amenizó los momentos previos.

Luego, el silencio, la expectación. El yeclano que viajaría a otra dimensión tuvo que ser voluntario. No mandabas a nadie a Montealegre obligao ni contra su voluntad, menos todavía si era un poquico más lejos. Eso estaba feo, incluso si el objetivo final era tan noble como recuperar nuestro pueblo.

El yeclano, Elocadio, se subió a la máquina: se trataba de un sofá reclinable de buena tela, beige, cubierto por una cúpula de cristal reforzada con madera de vigas pertenecientes al edificio Bioclimático que no habían aguantado el vendaval y se habían desprendido; también se usaron tablas del Paseo del Yeclano Ausente. La estructura se sostenía sobre cien motores de sofás que reclinarían la esfera hasta el punto de plegar la propia realidad, esfarando a Elocadio a través de las grietas del universo hasta la décima dimensión.

Cuando los motorcicos empezaron a ronronear, se sintió la conmoción entre el público. Contuvimos la respiración. ¿Volveríamos a ver el pueblo? ¿Era este el final a la bromica del vendaval? Los motores se encabritaron, el ruido nos obligó a taparnos los oídos. Una extraña luz empezó a surgir en mitad del aire, delante de la máquina: la realidad se estaba rajando. Fue entonces cuando el valiente yeclano presionó el botoncico del mando del sofá (arriba o abajo, adelante o atrás, poco más) y el motor de positrones hecho con muelles de colchones estalló en azul. El Esfaraor del Infinito salió disparado hacia la raja y desapareció tras ella. La luz cesó al instante, la realidad volvió a ser la que era.

Estuvimos esperando dos días, acampados en el mismo emplazamiento, preparando gachasmigas para quien hacía guardias por si la máquina y Elocadio regresaban. Al tercer día el hombre apareció por la carretera del Moñigo, andando. Nos reunió a todos antes de explicar nada. Iba vestido de manera extraña, con una túnica de un gris azulado con líneas negras. Sus pantalones parecían recién planchados:

“Resulta que la máquina funcionó”, dijo al fin. “Viajé por un agujero interdimensional a través del que fui testigo de la existencia de otras realidades, y supe que eran otras porque en todas ellas vi versiones alternativas de nosotros, los yeclanos. En unas, no comíamos gachasmigas, sino solo migas. En otras, Yecla era la capital de Castilla La Mancha; incluso la vi serlo de toda España y el yeclano jugaba contra el Bayern de Múnich en la Champions. Algunas me perturbaron: nuestro pueblo no tenía ninguna rotonda; otras eran tan bonicas que derramé lágrimas que el viento me robaba y quise quedarme. Y hubo aquellas que no me sacaron más que un simple púe de pura incredulidad. ¡Yeclanos! ¡Yeclanas!”, clamó, “no he encontrado nuestro pueblo, pero sí dudo que esté en otra dimensión.”

Tal y como él clamase ante algunas maravillas mostradas por el Esfaraor del Infinito, recibió un perezoso púe que terminó por ahogar las esperanzas de muchos de los yeclanos allí reunidos. Elocadio quedó solitario sobre la roca vieja a la que se había subido para traer las nuevas, y el resto regresamos a las longanizas, las gachasmigas y la buena música en nuestro vacío páramo.

Cuenta Elocadio en su libro: De cuando volví de esfararme un ratico, que fue en ese momento cuando atisbó el horizonte del llano solanero que era ahora Yecla, del vacío repleto de gentes, charrando, compartiendo botas y bebiendo a gallete, de olorcicos, trompetas y cornetas que animaban el aire, que comprendió que quizá habíamos estado buscando algo que ya estaba entre nosotros.

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2 COMENTARIOS

  1. Hola Copérnicus,

    Agradezco tus palabras y el apoyo a la novela en ciernes, y tendré en cuenta tu sugerencia para futuro libro. Le daré vueltas por si se me ocurre algo que merezca la pena ser contado. También buscaré la película que dices. Me ha recordado a «Un mundo feliz», pero creo que no te refieres a esa.

    Seguimos leyéndonos.
    Gracias.

  2. Javier con esa imaginación tan desbordante que tienes, hablas de un pueblo que vuela, de un esfaraor infinito, cantidad de cosas…me has recordado dos cosas.
    Una, el recuerdo de un esfaraor, que todavía existe pero que ya nadie utiliza. Cuando de muy joven nos subíamos a ese (cerro) monte, justo arriba de la calle El Cerro, que lo mismo le debe el nombre a la cercanía con el cerro o cerrico que le llamábamos entonces.
    El esfaraor, lugar donde sufrían los parches de las culeras de los pantalones y las madres castigaban con algún alpargatazo, precisamente en el lugar de las culeras rotas. Eran tiempo de penuria económica y las madres ya estaban hartas de remendar culeras y otros.
    Entonces no existían esas multinacionales de ropa barata producto de la globalización y la externalización de la producción en aquellos países donde la explotación laboral es brutal.
    Hoy las culeras en los pantalones, en algunos casos, se ponen como adornos o en ropa deportiva, en los codos.
    Otra de las cosas que me trae a la mente, que con la dicha imaginación que tienes, es aquella película que su argumento era algo así como que alguien inventa un remedio para que la gente fuera feliz.
    Ese remedio, pastilla o lo que fuese, lleva a un pueblo a ser feliz. Donde los que antes eran desgraciados de repente se volvían felices, estaban contentos… El asunto no prospera del todo, los que si tenían los medios para ser felices, no veían con agrado que otros lo fuesen.
    Esto viene a enlazar que con tu imaginación nos podría deleitar, en vez de hacer volar a los pueblos, imaginar un mundo sin los Elon Musk, sin Trump, sin tik tok, sin IA… donde los que nos gobiernan pusieran todo su empeño en hacernos felices. Lo que supondría cuidar el planeta, cuidar las relaciones internacional para ser más solidarias y menos egoístas, que no hubiese nadie con una motosierra cortando la sanidad pública… que las personas fuesen lo primero…
    Independientemente de lo que escribas, dar por hecho que tú libro a publicar tienes dos más vendidos.
    Compro dos, una para mí, el otro como ayuda suelo regalarlo.

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