El entierro al que me voy a referir es el de Pascual García, que fue alcalde, tenía la fábrica de alcoholes, el pozo de las aguas, y estaba en todo su apogeo.
Se hizo un chalet en la carretera de Caudete, que ahora es de Pedro Chinchilla. En él vivía con su hija Ana María. Pascual estaba enfermo y allí murió. Su hija quiso hacerle un entierro apoteósico, y así fue.
Por entonces, a la hora de hacer el entierro, iban los curas a sacar al difunto de la casa para hacerle el responso, y, seguidamente, en hombros lo llevaban a la Cruz de Piedra. Allí se despedía el duelo de los hombres, pues las mujeres se despedían en la casa.
En aquel entierro la hija del finado invitó a todos los curas del pueblo, que eran lo menos doce, y a los de Villena, al Asilo de Ancianos –para que las monjas llevaran la mesa y los ancianos velas encendidas-, a la Banda de Música, cuyos componentes tocaban música de duelo muy triste, como el “Mater Dolorosa”.
En ese entierro, como en todos, los curas llevaban esa blusa que se ponen para la comunión, y la estola. Los ancianos, con la mejor ropa que tenían, y dos monjas acompañaban al entierro y se les pagaba por ello, según costumbre. Delante iba la Cruz con los monaguillos; detrás, todos los sacerdotes; después los ancianos y los empleados de la fábrica, que tenían que relevar a los hombres que llevaban al difunto, detrás del duelo, y los hombres.
Como a los difuntos los llevaban a hombros, había unas mujeres que les decían “las salieras” dedicadas en los entierros a llevar la mesa, para que los hombres pudiesen descansar. Estas mujeres transportaban una mesa vestida de negro, y encima, un centro blanco con una puntilla alrededor. Les decían dónde tenían que hacer las paradas; ponían el difunto encima de la mesa y el sacerdote le hacía un responso.
Cuando se despedía el duelo, los hombres, que ya estaban preparados, cogían al difunto y lo llevaban al cementerio. Delante iban las mujeres con la mesa.
El entierro de Pascual García lo hicieron al oscurecer y con las velas encendidas. Parecía una procesión por la carretera y por la calle San Francisco.
Era costumbre en los entierros que las vecinas hicieran la comida a los de la casa y familiares; por lo general hacían cocido y así, de vez en cuando, les sacaban unas tazas de caldo para tener fuerzas para llorar y gritar. Cuando faltaba un cuarto de hora para llevarse al difunto, la familia entraba para despedirse del ser querido.
Allí empezaba el coro de las alabanzas entre lágrimas y gritos, contaban lo mejor de su vida, daban la vuelta a la caja y la cubrían de besos, y cuanto más gritaban y más lloraban, se decía: “¡Hay que ver cuánto lo han sentido¡, porque han gritado mucho…..” Cuando llegaban los sacerdotes a llevarse al difunto, aquello era terrible: “Adiós, hijo de mi alma, adiós para siempre, que te llevas la llave de la despensa….”, o bien, “tus hijos aquí nos quedamos, qué va a ser de nosotros…..” y todas las personas lloraban.
La casa se llenaba y había que traer sillas de las casas vecinas. Todo el personal lloraba a discreción y la gente del entierro desconsolada y con corazón en un puño.
Libro: Relatos del ayer.
Hogar de la Tercera Edad/Universidad Popular de Yecla/INSERSO.
MU-34/1988.
Tema: “Costumbres pérdidas”.
Páginas 60 y 61.
Yo me acuerdo de un día cuando tenía unos 8 o 10 años que llegaba del colegio y me percaté que en mi casa no había ni una silla, le pregunté a mi madre y me dijo que se las había prestado a una vecina para un velatorio….
Un entierro de «categoría». De clase pudiente. Los entierros de clase pobre sería menos espectáculo sin ver tanto cura. Puede que el mismo «convocaor» con su campanilla avisando del que se muere ya señalara el número de curas del entierro para que el personal se hiciera idea de lo que se iba a encontrar.
Parece un poco tétrico todo esto. Ya decía Castillo Puche en su libro «Con la muerte al hombro» que la filosofía particular de Hécula es la adoración por el terror, terror ante la vida y ante la muerte, terror ante las delicias como ante los castigos de la Eternidad…
No sé si por aquella época existían las plañideras de pago. Desde la lejanía del tiempo parece casi imposible que estos entierros ocurrieran de verdad.
Así era José Antonio.
Será que somos muy mayores o será que la memoria colectiva está presente; lo recuerdo como si hubiese vivido el relato .
Un saludo .