Hace unos días, nos llamó la prima Eva desde Madrid para darnos la triste noticia de que la tía Rosalía acababa de morir. Por supuesto, su mensaje era solo para que lo supiéramos, pues no esperaba que ninguno de sus familiares de Yecla fuera al funeral. Hacía muchos años que había perdido el contacto con el pueblo y con la familia y, aunque nunca se habló con claridad de cuál fue la causa de que se levantara ese muro infranqueable entre ella y nosotros, yo llegué a mis propias conclusiones para explicarlo.
Rosalía era la hermana mayor de mi madre y desde muy joven trabajó para una familia de Yecla que vivía en la capital y que venía a pasar los veranos en su casa solariega del campo. Ella hacía las funciones de empleada de hogar en las estancias vacacionales de esta familia cuando estaban en el pueblo y les mantenía la casa durante su ausencia. En cierta ocasión le ofrecieron ir con ellos a Madrid para trabajar y ella, en contra de la opinión de mis abuelos, se marchó sin pararse a pensar. Mi madre todavía era una niña cuando esto ocurrió y, si hay algo que recuerda de todo aquello, es el disgusto que les causó a sus padres.
Sin embargo, yo siempre sentí cierta admiración por la tía Rosalía. Pensaba que había sido muy valiente para irse tan joven del pueblo a trabajar a una ciudad tan grande y llena de oportunidades como Madrid, y soñaba con hacer algo parecido algún día.
La tía Rosalía vivía en Carabanchel, un barrio de la zona sur de Madrid, cerca del Puente de Toledo y del estadio Vicente Calderón, y desde donde se escuchaba, noche y día, el rugido de la M30, mucho antes de que se soterrara. De pequeña fuimos alguna vez en Navidades con ella, y ese sonido persistente de fondo, aun con las ventanas cerradas, es uno de los más nítidos que tengo de aquellas visitas. Tampoco he olvidado el insoportable calor que hacía en aquel piso de poco más de cincuenta metros cuadrados con calefacción central y cómo la camiseta de felpa y el jersey que acostumbrábamos a llevar en invierno en el pueblo para soportar el frio de las casas sin calefacción, se convertía en el mayor de mis martirios.
Sí recuerdo con emoción una ocasión en la que la tía nos llevó en el metro al centro a pasear por la Gran Vía y la calle de Alcalá, con un tráfico tremendo y ensordecedor, los árboles llenos de luces, la puerta de Alcalá iluminadísima y bellísima, los puestos navideños de la Plaza Mayor, donde la tía nos compró regalos para todos. Para mí fue una bufanda de muchos colores que me vino de perlas para protegerme del intenso frío que hacía en la calle.
Acostumbrada a la tranquilidad y el aburrimiento del pueblo, Madrid se me antojó una ciudad grandiosa y mágica, y estar allí era un verdadero sueño.
Para entonces, la tía ya se había casado con el tío Fede y había nacido la prima Eva, solo un par de años menor que yo. Toda la familia hablaba mal del tío Fede, era vago y bebedor, cambiaba de trabajo con demasiada frecuencia y lo acusaban de llevar negocios “turbios”. “No ha tenido suerte Rosalía con ese hombre”; “con lo guapa que era, podía haber tenido a cualquiera”, escuché decir alguna que otra vez en las conversaciones familiares, y algo de razón debían llevar pues, al cabo de unos años, acabó en la cárcel por estafador y se separaron. Pero a pesar de todo, mi madre la quería y por eso hacía lo posible por mantener el contacto con ella.
La percepción que tenía de la tía Rosalía y del tío Fede era muy diferente cuando ellos venían al pueblo. Llegaban a Yecla con su buen coche, oliendo a perfume que yo directamente asumía como caro, exhibiendo las pocas joyas que tenían, alardeando de la sabiduría que, según ellos creían, les otorgaba vivir en la gran ciudad, de haber vivido experiencias a las que los pobres pueblerinos como nosotros no teníamos acceso. La prima Eva era todavía muy pequeña, pero ya apuntaba maneras, con su ropita a la última moda, su acento finolis y su laísmo, versus, leísmo, que a los yeclanos nos resulta tan ajeno.
Toda la familia se preguntaba qué clase de negocios conseguían que la tía Rosalía y el tío Fede pudieran permitirse ciertos lujos, todos menos la abuela Eva, que callaba pensativa, como si supiera más que los demás, pero no estuviera dispuesta a revelarlo.
Si no recuerdo mal, aquella Navidad de la bufanda de muchos colores fue la última que fuimos a Madrid a visitar a la tía Rosalía, pues poco después se supo, por fin, cuál era el negocio al que se dedicaba, que no estaba muy lejos de la calle Montera.
Desde ese momento, la relación con ella se redujo a alguna llamada telefónica de cuando en cuanto y a alguna postal navideña. No sé si la abuela Eva siguió manteniendo en secreto la relación con su hija descarriada y su nieta, supongo que sí, pues una madre es siempre una madre.
En cierta ocasión que fui a Madrid, hace ya muchos años, me hice el propósito de contactar con ella. No fue fácil conseguir que mi madre me pasara su teléfono, que guardaba en una agenda olvidada en el último rincón del último cajón.
La llamé, y me dio su dirección para que fuera a visitarla. Ya no vivía, por supuesto, en aquel pequeño piso en el sur de Madrid, junto a la M30, sino en uno, no lejos de allí, pero bastante más grande, y mejor amueblado; se notaba que, durante alguna época de su vida pasada, había conseguido prosperar, pero que ya había pasado su mejor momento. Tanto ella como la prima Eva, que era casi tan guapa como su madre, se alegraron de verme y me mostraron su cariño. Me apenó que nuestras vidas se hubieran distanciado durante tanto tiempo. Me hablaron de cuánto se acordaban de Yecla y me prometieron que pronto irían a vernos; nunca lo hicieron.
La prima Eva me dijo entre lágrimas, cuando llamó para darnos la noticia, que dos días después de morir habría cumplido los cien años y que su deseo hubiera sido que sus restos descansaran en Yecla junto a los de sus padres, pero que por el momento sus cenizas las guardaría en un bonito cáliz presidiendo el aparador del salón de su casa y que, tal vez, las llevaría a Yecla en un futuro. Descanse en paz.