Quizá pensasteis que las aventuras de Lobo y Acerica acabaron con su marcha del páramo vacío de Yecla en búsqueda del pueblo, pero su aventura no había hecho más que empezar. Al poco de salir, cabalgando a lomos de Lobo, la zagalica de metal avistó Albacete cuando oteaba el horizonte lleno de molinos de viento. El animal aulló para mostrar su desagrado:
“No es que la ciudad sea fea”, excusó Acerica, “es que le falta gracia”. Lobo le dedicó un elocuente silencio y continuaron su viaje, convencidos de que Yecla no habría aterrizado allí ni harta de vino jumillano.
Sus pasos les llevaron a Teruel, donde se compadecieron al saber que eran huérfanos de pueblo: ellos también habían sufrido la desaparición de su ciudad, aunque nunca se había ido en realidad. Tan solo habían tenido que mirar bien en el fondo de los bolsillos de sus pantalones. Allí aguardaban sus amantes y su mausoleo, la Torre de El Salvador, o cosas tan sencillas (y pringosas para llevar en un bolsillo y no darte cuenta) como una caldereta del pastor y una ración de ternasco asado… Después de hartarse de regañaos, Lobo y Acerica partieron hacia el suroeste después de recibir indicaciones de un campesino que les habló del paso por el cielo de una gran estructura con una cúpula blanquiazul.
Tan al sur recalaron que se encontraron con la Playa de Zahara de los Atunes en Cádiz, desde donde divisaron algo que se removía inquieto bajo las aguas. Ambos tomaron aire y se sumergieron. No era Yecla, sino la Atlántida, que estaba decidida a emerger para reclamar Groenlandia a los estadounidenses y, si eso, ya volverse para el fondo a descansar otros mil años. A los atlantes les había parecido muy mal que les hubiéramos contaminado a las mascotas con plastiquicos, e incluso algunos pidieron a nuestros valientes aventureros que agradeciesen lo del tapón unido a la botella.
“¡Estamos de tapones hasta la coronilla!”, dijo uno.
“Calma, Juan Luis —se ve que los atlantes no tenían nombres muy exóticos—. Perdonad, pececicos, que este se me embebe de rabia y se pone a lanzar bacalaos a los domingueros.”
El atlante se lamentó por no poder indicarles dónde había acabado Yecla, pero les recomendó visitar América. Había conocido a un gitano de una feria ambulante que le había hablado sobre una ciudad que visitaba mucho y que también fue afectada por el viento.
Lobo y Acerica cruzaron el Atlántico en un pesquero, entre arenques y capellanes que los marineros comían con tomate. Uno de ellos les contó que había conocido a Drácula, de quien confesó que “bebía vino rosado, pero se entiende que los vecinos se reían de él y empezó a decir que era sangre.” Lobo aulló y Acerica lo tradujo: opinaba que eso jamás habría pasado si hubiera bebido vino de Yecla. Lo habrían tomado por un tío recio.
Desembarcaron en Brasil y pulularon unos meses por Sudamérica hasta dar con una vasta ciénaga de aguas turbias y desoladas. Casi les atrapa con sus enredaderas, pero, justo cuando se consideraron perdidos, dieron con un pueblo ruinoso y deshabitado donde se levantaba una gran casa cuyas puertas y ventanas no dejaba de mover una leve brisa. Dieron con un gran libro que hablaba de la genealogía de una familia. No encontraron nada útil, solo fantasmas que les susurraban cuán perdidos estaban y que solo en Asia hallarían respuestas, así que se marcharon del pueblo maldito y volvieron a tomar un barco para cruzar el Pacífico.
Ese barco no era un simple barco, sino un gran crucero que unía Perú con Mallorca, repleto de alemanes. Lobo y Acerica se hincharon tanto a cerveza que pensaron que jamás sobrevivirían. Con el paso de los días, parte de los alemanes sufrieron algún tipo de intoxicación por la comida, pues la mitad se convirtieron en cerdos. Uno de los que salió indemne, muy rubio, gritaba cada poco:
—Menuda odisea me estás dando, Frida.
No se molestaron en parar en ninguna de las islas magníficas del Pacífico, ni tampoco en Australia o Nueva Zelanda. Los cerdos explicaban a Lobo, después de suplicarle que no se los comiera, que aquellas islas no eran merecedoras, que no igualaban a la más grande de las Islas Baleares. Solo en Mallorca podían ser ellos mismos.
Lobo y Acerica desembarcaron en China antes de que la influencia de los alemanes les hiciese olvidar cuál era su destino, y dejaron que aquel crucero pestilente siguiera su curso improbable. En China se cruzaron con Juan Carlos y Feliciano, que planeaban colarse en la Ciudad Prohibida con una pértiga, pues habían oído rumores de que unos chinos habían robado y guardado allí el manto azulado de la Virgen. Resultó que solo había sido la corona, y tiempo después regresaron triunfantes al páramo vacío de Yecla para dejarla expuesta en otra vitrina junto al busto de Adriano.
Tras unos días de turismo y de visitar Yecla de Oriente, Lobo y Acerica se aventuraron en el Himalaya, pues habían oído que otra ciudad perdida se escondía en esos lares. Entre picos nevados y un fresco que no competía con los inviernos de Yecla, dieron con un paraíso que, de ninguna manera, podía ser el pueblo. Ya fuera porque los yeclanos no tenían rasgos asiáticos, o porque la ciudad carecía de rotondas, dedujeron que no podía tratarse de Yecla. Uno de sus habitantes les previno:
—Esto es Shangri-La, pero creo haber visto un pueblo como el que describís. Procedía de la India y su rumbo era errático, como si no encontrase quién lo quisiera, como si no supiese dónde aterrizar.
Los valientes aventureros decidieron regresar al páramo vacío para informar a los yeclanos huérfanos. Estos, decepcionados y frustrados, trataron de rebelarse contra el animal y su jinete, pero Lobo los aplacó con un aullido que se oyó hasta en Jumilla y que hizo estallar las uvas en las viñas. Atemorizados, los yeclanos se dispersaron y Lobo y Acerica regresaron al lugar donde habían renacido, al menos él: a los lindes junto a la carretera de Pinoso, donde esperaron que la tranquilidad les proveyera de la claridad de mente necesaria para emprender de nuevo la búsqueda de Yecla.