Pensaba el otro día en una yeclana errante a la que conocí hace años y que me contó que tenía fobia a los caracoles, por lo que su familia vivió desgraciada durante décadas porque no podían ponerle unos poquicos a los gazpachos. A mí me pareció una exagerá, y así se lo hice saber. Tampoco me gustaban mucho los caracoles en el gazpacho. Recuerdo su melancólico semblante: los caracoles (o, más bien, su miedo) habían destrozado a una familia, condenada a comidas entre miradas furtivas de resentimiento, de reuniones familiares sin sorber ni palillos, a cuencos vacíos que se llenarían de cáscaras de pipas, de nueces o de piel de fruta, pero jamás del caparazón de los caracoles.
Cuando me separé de esta yeclana, me surgió una pregunta: ¿a qué temían los yeclanos antes de que su pueblo echase a volar? ¿Teníamos miedos tan potentes que pudieran incluso amenazar nuestra identidad?
Visité varios recuerdos con mi chip para tratar de dar con una respuesta y mis hallazgos fueron curiosos: el frío no ahuyentaba a los yeclanos de bien, pues las heladerías abrían en invierno para que la nata y la vainilla macerasen con los resfriados; y soportaban el viento con resignación, atando a las suegras a los postes más profundos para que no saliesen volando; en cambio, la lluvia solía causarles angustia, quizá porque siempre que diluviaba se veían obligados a cruzar el famoso río de la carretera de Villena (el Moñigo, pero ya llegaremos a eso).
El yeclano medio disfrutaba de los tiros de las Fiestas como un ñaco hasta el punto de que en unas arcas cerradas se superó el Récord Guinness de tiempo respirando humo. Como a la persona del récord la detuvieron esa madrugada (mientras se comía unos churricos) por superar el nivel de humos permitido dentro del casco urbano (se conoce que le denegaron la pegatina ECO), entregaron el premio a todo el pueblo.
Pero, igual que esos tiros sí le gustaban, los truenos en una tormenta le torcían el estómago y se lo ponían mirando a las viñas de Jumilla. Debía ser algo atávico: quizá cuando salimos de nuestras cavernas yeclanas, antes de montar los primeros tejados de paja del pueblo, cayó una tormenta del copón y nos metió el miedo en el cuerpo. Pero ahora reaccionamos de manera diferente: cada augurio de tormenta es una brizna de esperanza, una señal del regreso de nuestro pueblo.
Después de una búsqueda intensiva, no encontré grandes miedos. Quizá porque somos fieros y al diablo en Semana Santa le tiramos caramelos; es verdad que antaño nos aterrorizaban los mil quiebros de la carretera de Jumilla hasta que, después de pasar tantos años como los que caminó Moisés por el desierto, se construyó la autovía a Murcia. Ahora, como mucho, tememos llegar demasiado pronto a la capital o que nos consideren más murcianos que yeclanos.
En cuanto a personas objeto de nuestro temor, hoy en día no nos fiamos mucho de los jumillanos, pero porque surgió la teoría de que el lobby del vino jumillano estaba detrás de la desaparición de Yecla. Respecto al resentimiento con los villeneros, tiene que ver con lo del Moñigo. Desde entonces, la crispación con ellos ha sido constante… A los de Caudete y Almansa siempre los tuvimos en mejor consideración, quizá por lo bien que se comía allí. Me pregunto si, allá donde cayera Yecla después de echar a volar, hay pueblos como esos para hacerle compañía, para visitar sus ferias y disfrutar de sus comidas.
Eso me ha hecho recordar que sin duda existía algo que no amedrentaba al yeclano (o yeclana) medio, y eso era comer: las gachasmigas y la carne al fuego entraban a cualquier hora, y sus estómagos aguantaban todos los golpes, sin importar la hora de la madrugada. Pasaba igual con las pelotas, los gazpachos, las mallorquinas y las empanadas, las torticas fritas o las tostadicas con tomate. Todas esas comidas nos traían una dicha que no podían alterar ni los políticos, por lo que si un día emprendes el viaje de búsqueda de la Yecla perdida, asegúrate de iniciar el viaje con el estómago vacío, y que el hambre y los buenos olorcicos te guíen hasta la Tierra Prometida.
Las cosas del comer…también son historia. El dictador Primo de Rivera, en su afán patriótico y paternalista, puso su empeño en atajar los males de la patria. En una nota de prensa en el primer tercio del siglo pasado, dijo: «En España se come mucho y se trabaja poco». Y añadía: «comer un diez por ciento menos y trabajar más en ese porcentaje, bastaría para nivelar la economía nacional»
Esto armó un gran revuelo entre las clases pobres que lucían visibles delgadeces, en contrate con las panzas, papadas… de la gente pudiente.
Se daba lo que ha venido siendo «tradición» en la historia de las sociedades. Los que menos trabajaban eran los que más comían y al revés.
En Yecla las gachasmigas pasan por un tiempo de esplendor, en principio las gachasmigas eran para llenar la panza en tiempo de escasez, gachasmigas «viudas» si acaso ajos, tocino solo los propietarios.
Hoy la gachasmigas son inter-clases, las comen desde los muy ricos a los otros. Las torticas, gazpacho…también mantiene su prestigio.
Pero dentro de los típicos platos yeclanos hay uno que, en mi opinión, no «levanta cabeza». Me refiero a las pelotas o pelotas de relleno. Después de dejar de amasar los ingredientes sin sangre, las pelotas no tienen fuste. Parecen hechas de pan. Si en una boda ponen pelotas nadie repite.
En algunos sitios aún venden pelotas que algo se aproxima a las de antes, pero solo aproximación.
Mi tío, algunas veces me dice que se va a comer a Jumilla, a un sitio, que suena bien, «al paraíso».
No soy seguidor ni amigo de tradiciones festeras yeclanas, de hecho las esquivo con bastante eficacia, no recuerdo la última vez en ir a procesiones semanasanteras y mucho menos tiros o carrozas. A excepción del tema gastronómico yeclano, esas gachasmigas con tocino o tortas fritas y no digo ya las pelotas, solo salen bien ahí, en Yecla. Tengo que pasar largas temporadas en Madrid por trabajo, intento hacerlas aquí pero no salen igual, no hay manera, hay un algo que impide que tenga el mismo sabor, textura, etc que cuando las hago en el pueblo. Ni siquiera el bocadillo de calamares madrileño supera a la empanada de patata, que por cierto no se encuentra más allá de Yecla o Jumilla, creo que en Caudete también se hacen, pero lo dicho como ahí no salen en ningún sitio.
PD. los gazpachos sin caracoles…