Con la cantidad de campo abierto que había quedado con la marcha del pueblo, los oportunistas no tardaron en aparecer para sugerir que, ya que estábamos y aprovechando las circunstancias, podían realizar algunas prospecciones en busca de minerales raros. Y vaya si se encontró algo.
Gilberto, yeclano procedente de Colombia y de madre salvadoreña, dio con una piedra que brillaba por su ausencia, y de la que consiguió sacar un pastizal al venderla a la exposición ARCO como un ejemplar de, según dijeron más tarde las revistas especializadas, “un ejemplar del vacío existencial que marca nuestras vidas y enraíza en las vacuidades de los pormenores más distantes”. Fue expuesta varios días hasta que al tercero desapareció, según parece, porque alguien la había robado.
Nuncio era un mecánico del pueblo que también se propuso ganarse la vida con las prospecciones. De pequeño siempre se libraba de las palizas de sus compañeros de clase porque se ponía junto a carteles de “no pegar anuncios”. Suerte que, aunque no supiesen sumar dos más dos, al menos sí leían a Delibes, Unamuno y Machado y la broma les hacía la suficiente gracia como para dejar al pobre zagalico en paz. Nuncio halló un mineral que decidió llamar Poliquita. Brillaba con distinta luz y color según desde donde se la mirase, y jamás daba la misma cara. Era un mineral raro, raro, pues absorbía otros metales y minerales si se los ponía cerca, sobre todo el oro, que lo engullía como un condenao.
Alabarda, llamada así porque nació larga y puntiaguda, cogió un detector de metales y una pala y encontró de todo menos minerales: un busto de Julio César que vendió en una aplicación de segunda mano por el poco interés que tenía para ella; treinta monedas de plata enterradas bajo uno de los pocos olivos que había aguantado la ventolera que se llevó el pueblo y que se gastó en las tragaperras de un salón de juegos; los huesos de un Tiranosaurus Rex junto a unas hachas de hierro que luego le compró el Museo Británico para guardarlas en el sótano y que no desfiguraran la historia de la humanidad…
Dicen los rumores que hasta encontró a su padre, que no se llevaba bien con algún político y, dicen los rumores, marchó a Cuba a por tabaco cuando ella contaba con cinco años. Lo dejó enterraíco junto a los huesos de otros tantos ante la sugerencia de su madre, que creía que era mejor así, que el pasado estaba más bonico en el pasado. Alabarda decidió marcharse del páramo porque, aunque trató de enterrarla como a los huesos, la conciencia ya no la dejaba vivir allí.
El Pedrolo fue quien más minerales raros encontró: dio con una piedra del tamaño de una cabeza humana que a los dos días se partió en dos. Dentro aguardaba un señor pequeñico que decía provenir de un mundo distinto al nuestro en el que todos tenían su tamaño y todos pagaban sus impuestos religiosamente. Nadie lo creyó y lo metieron en el sanatorio de Jumilla; El Pedrolo dio con una veta de un nuevo metal sin descubrir y le puso el nombre de su mujer: Incordionita.
Se vio que el metal no servía ni para vestir sortijas, pero… ¿y la ilusión que le hizo a su mujer? Sin embargo, el mineral más raro descubierto por el Pedrolo fue uno al que llamaron la Enteraita. Se trataba de una roca densa, grande como un coche, y del que se supo que podía extraerse mucho conocimiento sobre el pasado geológico de la Tierra, pero que era tan pesada (no paraba de charrar y no había máquina que la levantara), que se la volvió a enterrar para que los yeclanos del futuro, con tecnología inimaginables, se encargasen de ella.
Al final, la fiebre de los minerales raros pasó y el páramo de Yecla quedó igual aunque con unos cuantos socavones más donde caigan ciegos e incautos, y que los críos utilizaban como piscina cuando diluviaba.
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