En el mes de abril, dos veces a la semana, en todas las escuelas del pueblo hablaban los profesores a los niños y niñas de este suceso. En fila los llevaban a la Iglesia para darles la doctrina y prepararlos para hacer la Primera Comunión. Unas señoras catequistas, que ahora también hay, enseñaban a los niños el catecismo. Ese día de la Primera Comunión los vestían con la mejor ropica que tenían.
Por entonces, el Cura Obispo pensó que con tanta inocencia era mejor para ese día vestirlos de blanco, y a los niños de marineros o generales. Así empezó a propagarse el vestido blanco que, en la actualidad, es el más usado. Cuando nos daban la doctrina nos inculcaban mucho que lo que no es nuestro no se debe coger.
Esta anécdota que les voy a referir viene relacionada con el tema de la Comunión. Como en mi casa éramos muchos hermanos, mi madre compraba a los hijos de Marcos Tonda de Villajoyosa, ya que venían unos hombres cada dos o tres meses vendiendo chocolate por las casas, unos paquetes de diez pastillas, y así estaba tranquila y tenía arreglo.
Como el chocolate estaba al alcance de nuestras manos, ella notó que no quedaba y entonces cerró la despensa al ver el abuso. Mi padre, cuando se dio cuenta de que la despensa estaba cerrada se puso como jamás le vimos. Llamó a mi madre y le dijo que nunca más volviera a cerrar la despensa: “Mientras yo viva, mis hijos no verán la despensa cerrada, y si se comen el chocolate, para eso estamos trabajando, y vosotros, si queréis chocolate se lo pedís a vuestra madre que ella os dará lo que crea conveniente. Y que no me entere yo que cogéis algo sin permiso de ella”.
Pero a mí el sermón por un oído me entró y por otro me salió. En cuanto tuve ocasión cogí dos onzas. Mi hermano me vio y me dijo que tenía que confesarme el pecado. “Vas a comulgar dentro de dos días y ya estás pecando”. Me entró remordimiento y me fui a casa de mi abuela Blasa y le dije que tenía pecado. Mi abuela me dijo que se iba a misa, que me fuera con ella y me confesara con don Francisco Castaño, que era el cura del Asilo.
Cuando me puse en el confesionario y el sacerdote me preguntó qué era lo que me pasaba y cuál era mi pecado, yo le dije que había quitado dos onzas de chocolate a mi madre. “¡¡Válgame el Dios, ¿Qué hago yo contigo?¡¡ Y, ¿estaba bueno? –me dijo-. ¿Te gusta el chocolate?” Le dije que sí. “Pues entonces -me contestó- la penitencia que te pongo es que vayas a tu casa y te comas otras dos onzas de chocolate, y le dices a tu madre que yo te lo he mandado”.
Llegó el día de la comunión. En la víspera les hacían a las niñas trencillas en el pelo, muy prietas y mojadas con limón, y por la mañana les soltaban el pelo y les quedaba fijo y rizado.
Se hacía, como ahora, una misa muy bonita y muy emotiva, y luego a desayunar chocolate con toñas, y después a visitar a toda la familia, que nos vieran tan guapas. Nos daban estampas, bizcochos, perras gordas y en la Iglesia, un recuerdo de nuestra Primera Comunión. Comíamos paella aquel día, y a los niños que les habían regalado los vestidos, les llevaban el arreglo de la paella y el chocolate. Así era la costumbre.
- Libro: Relatos del ayer.
- Editado por el Hogar de la Tercera Edad de Yecla/Universidad Popular de Yecla/INSERSO.
- Dep. Legal: MU-34/1988.
- Tema: “Costumbres perdidas”.
- Página 57.
Jose, hablas de mi punto débil, el chocolate. En mi casa hemos sido muy de chocolate, recuerdo que mi padre se tomaba para merendar un trozo de pan (realizaba turnos de 8 horas en el trabajo) con una «onza» de chocolate de la marca «La Virgen». Había que tener fuerza en las manos para partir una onza.
Tiene muchas propiedades, antioxidante y no sé cuantas cosas más. Creo que debe tener serotonina, la hormona de la felicidad. Antes de irte a dormir una «onzica» y a dormir a pierna suelta.
Sobre la comunión ya se sabe. La España del «nacional-catolicismo» la comunión era algo imprescindible y de muy celebrar. Mis padres convidaron hasta el maestro de mi escuela. También eran tiempos de eso que decían, «pasas más hambre que un maestro de escuela». No tanto pero tampoco iban sobrados.
En mi casa, de humilde condición económica, no me pudieron comprar un traje de almirante, ni siquiera de marinero de segunda. Un pantalón y una chaqueta que me sirviera más allá del acto de la comunión.
Ya siendo mayor y recordando la comunión yo comentaba que había comulgado de «agente secreto» ya que iba de paisano.
Hay muchos detalles más, el convite se hizo en el pasillo de mi casa y me hacía ilusión, sin saber la utilidad, una especie de librillo de mano con tapas de nácar que había que llevar…y todo eso.
Con el tiempo valoras lo importante, el reunir ese día a familiares amigos y pasarlo bien todos juntos.