Dice que el trato con la gente no le gusta y cuando tiene que hablar con algún humano lo hace de manera breve, empleando mensajes telegráficos. Compra lo que necesita por internet para no tener que hablar con dependiente alguno; podría decirse que sus cuerdas bucales están casi sin estrenar. De niño hablaba lo justo en el colegio y abandonó los estudios en cuanto pudo; con sus padres se entendía por señas y es que su padre era igual, en su casa sólo hablaba la madre.
De joven fue un pintor de bodegones, aprendió a pintar en cursos por correspondencia. Le habría gustado retratar a personas, pero tampoco soporta las miradas ajenas. En otra época intentó pintar paisajes, pero descubrió que tenía alergia al sol, a muchas plantas y a las avispas; de vez en cuando copia pinturas de William Turner, su cuadro preferido es «Atardecer en el lago»; de este conoce cada una de las pinceladas y esa es su manera de disfrutar de la naturaleza.
Lo que más le gusta es mirar, ver cómo se comporta la gente, cómo se mueven, cómo se relacionan y lo hace solamente como entretenimiento y a distancia. Asegura que prefiere mirar desde la ventana de su estudio sin ser visto o sentado en un banco de una plaza para ver el trasiego mañanero.
La televisión le aburre, dice que es una ventana donde ocurren cosas previsibles, y no le gusta que le cuenten historias, él se las inventa e incluso a veces imagina los nombres de los transeúntes y los bautiza, pero no con nombres habituales como Juan o Federica, sino como ‘pasico lento’, ‘cara fraile’, ‘culo inquieto’ o ‘la morena de Julio Romero’. Y en cada cara busca el parecido con alguna de las pinturas que almacena en su memoria. Sólo vive para pintar y la vida la entiende a través de los cuadros de sus pintores favoritos, dice que el mundo está contenido en la historia del arte y que la única realidad que le interesa está reflejada en lienzos colgados en salas de arte o en museos. Nunca se ha emocionado con otra cosa que no sea el arte.
Ahora es un pintor abstracto, pinta superficies grandes con colores planos y dice que una superficie de rojo le emociona más que un atardecer con montañas y el sol ocultándose detrás del horizonte. En su biblioteca sólo hay libros de pintura, de esculturas o de dibujos, y en sus sueños conversa con algunos de sus pintores favoritos.
La semana pasada tuvo un desliz, entró por primera vez a un bar y sintió la necesidad de hablar, se le ofreció una oportunidad idónea, pero no fue capaz de articular una frase completa. Conoció a la que asegura que es la mujer más guapa del mundo, una camarera de una cafetería en la esquina de su casa, se ha obsesionado con ella, y ahora cada día pasa tres veces por el bar, se ha hecho adicto a la cafeína, y cuando ella no se da cuenta, la observa con sigilo, disfruta viéndola sonreír, viendo cómo mueve las manos, cómo inclina la cabeza ligeramente hacia la derecha o cómo se coloca el pelo detrás de la oreja izquierda.
Ayer, mirándole con ternura, o eso interpretó él, le preguntó si vivía cerca del bar. Contestó con un sí ahogado, dejó dos monedas en el mostrador y salió del local como si tuviese mucha prisa, pero sintiéndose estúpido.
Su falta de práctica con las palabras le bloqueó; sin embargo, conoce de memoria los rasgos de Carmen, así la llamaron ayer unos clientes habituales.
Lleva cinco días dibujando la cara y los rasgos de la camarera y cuando cierra los ojos sólo ve su mirada, y para colmo de felicidad y de sorpresa, por la tarde cuando acudió nuevamente, Carmen lo llamó por su nombre: Ramón, ¿el café en taza pequeña como siempre?
Nunca nadie le había mirado de esa manera y lo curioso es que esos ojos le resultaban familiares, sospecha que esos ojos y esos labios los conoce de antes, y cada vez que Carmen le mira queda hipnotizado.
Lleva años sin besar a una mujer. Evita mirar a los labios de la camarera que hoy son de un rojo profundo como el cuadro que está pintando y al que pensaba titular: Alma ardiente.
Caminando calle arriba hacia su estudio, repasa todas las caras de retratos de mujeres de la historia del arte que recuerda. También ha imaginado cómo debe besar Carmen y solo con imaginarlo se ruboriza.
Hoy ha recibido un paquete de libros que compró hace unos días, entre ellos hay uno de retratos en la pintura clásica española, lo abrió al azar y allí ha encontrado un retrato de una joven pintada por Goya: Isabel de Porcel. Le dio un ligero mareo, le pareció que su estómago entraba en un remolino de sombras.
―¡Esta andaluza de Ronda era idéntica a Carmen! ―se dijo en voz alta―. ¿Cómo no me he dado cuenta antes?