De todo lo que voló con el pueblo, hubo algo que provocó un especial dolor en muchos yeclanos: el busto de Adriano. Encontrado décadas antes y expuesto en el Museo Arqueológico, voló el Día V, nombre que se le dio a la jornada en que el vendaval arrancó cimientos y simientes y se llevó nuestra localidad.
La marcha del busto se lamentó más incluso que la del palomar del Parque de la Constitución tiempo atrás, o que la crónica desaparición de estatuas y monumentos de la rotonda de carretera Almansa. Era grave. Constituía una parte esencial de nuestra historia. No las rotondas, por muchas que tuviésemos en la carretera del Moñigo… ¿Todavía no os he contado eso? Ya llegará.
Entre los yeclanos huérfanos que al principio decidieron quedarse en las tierras desposeídas, uno destacó por la aventura en la que se embarcó cuando estuvo hasta el moño de esperar que Adriano regresase a su vida. Juan Carlos, regordete, bajito y con gafas fotocromáticas, no alzó el vuelo el Día V con Yecla porque no quiso. Fueran elegidos o no los que volaron con el pueblo, el vendaval estaba decidido a levantarlo, pero fuera por el sobrepeso o por su férrea determinación a no abandonar a sus congéneres, Juan Carlos se mantuvo estoico mientras las rachas soplaban y hacían batir las puertas.
Juan Carlos vagó por el yermo yeclano durante meses, tratando de motivar a los demás errantes para construir un nuevo museo, aunque fuera con barro y paja. Allí colocarían los pocos objetos del pueblo que habían quedado: herramientas modernas como bolígrafos, viejos móviles o las corbatas de los políticos, que habían notado la hecatombe minutos antes como les sucede a los animales con los terremotos y se habían marchado con viento fresco. Alguno había declarado, entre risas nerviosas y ya en Albacete, que había temido que se tratase de una inspección del Tribunal de Cuentas para conocer en qué gastaba Yecla su presupuesto en ocio y cultura.
Sobra decir que el antes empleado del museo no convenció a nadie, así que abandonó sus pretensiones y las falsas reliquias que había estado recogiendo, y emprendió un viaje que lo llevaría hasta el confín del mundo. Juan Carlos se había propuesto hallar Yecla, pero, más importante, dar con el Museo Arqueológico y todas las reliquias históricas yeclanas con el afán de devolverlas a la tierra a la que pertenecían. Primero visitó el Museo Nacional Británico, por si las moscas, pero allí nunca habían oído hablar de Yecla más que por el vino, que les gustaba bien mezclaico con refresco de cola.
Como el viento durante el Día V soplaba inexplicablemente hacia el norte, supuso que Yecla debía haber caído por Europa, quizá en tierra de noruegos, pero se pateó todo la península sin encontrar ni un centímetro de tierra del pueblo: tampoco en Dinamarca, Países Bajos, Polonia, Ucrania, Suecia ni Alemania. Suiza se mostró reticente cuando solicitó una inspección. Se dice que temieron que buscara la fortuna de algún futbolista, pero comprobó que Yecla jamás podría haber acabado en los Alpes. No hacía suficiente frío para que sus raíces se sintiesen atraídas.
Luego vino Rusia. Juan Carlos se montó en el Transiberiano y recorrió la estepa con un catalejo. Como tenía que dormir y el tren apenas paraba, contrató a un bonobo para que le supliese en las frías noches. En el tren no estaban permitidos los animales, pero nadie sospechó del bonobo, al que llamó Feliciano, porque Juan Carlos tenía tanto vello corporal que el simio parecía villenero de toda la vida a su lado. También influyó que lo vistiese con un traje beige de los años veinte que, sinceramente, con el sombrero Homburg a lo gánster, hacía parecer a Feliciano más humano que su dueño. He visto imágenes de la crónica de la aventura que escribió el Periódico del Viento y no hay debate. Además, el bonobo fumaba en pipa día sí, día también, lo que le daba un aire interesante que hacía olvidar a la gente su origen.
Pudo reconstruirse el viaje de Juan Carlos y Feliciano gracias a las postales que enviaban a las yermas tierras de lo que antes fuese Yecla. Allí, el cronista local fue relatando sus viajes: después del Transiberiano recalaron en China, donde algunos yeclanos se habían instalado (para estupefacción de los propios chinos). Habían montado tiendas de venta de papel de regalo, ropa barata, disfraces, souvenirs, auriculares y cargadores. Desde hace unos años, allí a las tiendas de Todo a Cien se las conoce como Yeclanicas. Más tarde desembarcaron en Japón, donde Feliciano se enamoró de una geisha, un amor, todo sea dicho, imposible y que acabó en tragedia cuando la okiya, que, para que me entendáis, es como la madame de un prostíbulo, se opuso al enlace secreto que habían celebrado mientras Juan Carlos visitaba el Templo Horyuji en la prefectura de Nara.
El viaje continuó por Indonesia, Australia (Nueva Zelanda se la saltaron porque tenía demasiado verde y humedad para que Yecla hubiese caído allí), Sri Lanka o la India, donde encontraron relatos de avistamientos de un pueblo tratando de aterrizar, pero que fue repelido: al parecer, ya tenían suficientes miles de millones de habitantes para añadir otros cuarenta o cincuenta mil más que vendrían tras asentarse la tierra; tampoco dieron con Yecla ni sus reliquias a lo largo de toda África. Para cuando subieron el Kilimanjaro, Juan Carlos ya no era ni regordete, ni bajo, ya que con tanto cambio de latitud y altitud había crecido diez centímetros que le había robado a su cintura. El reloj de pulsera con el que había emprendido su viaje movía el segundero con nerviosismo, a veces retrocediendo, como si no estuviese seguro de qué hora debía marcar.
La crónica (que no sus aventuras, pues por ahí sigue buscando el resto de reliquias) acabó a los diez años de iniciar su viaje con una postal de Roma. Juan Carlos había dado con el busto de Adriano en la Sala de los Emperadores del Museo Capitolino. Entre empujones y discusiones a voz viva, exigió devolver el busto a su legítimo lugar, y el simio y él salieron del lugar con la cabeza de Adriano bajo el sudado sobaco y con los carabinieri pisándoles los talones. Un mes más tarde (y tras huir varias veces de la Interpol), en el lugar donde habría estado el Museo Arqueológico del pueblo, se erigía una pequeña vitrina acristalada donde permanecería el busto de Adriano, ahora sí, por toda la eternidad, vigilante de las tierras vacías del pueblo, por si algún día volvía.
«El Adriano lo encontró manolico el fari». Su escuela fue Giner de los Ríos. Famosa por dar grandes hombres/mujeres de provecho. Ahí uno que pasará a la historia si no la retuercen.
Junto con un grupo de compañeros que en ese momento con la crisis del ladrillo estaban en el paro. Momento de una Yecla castigada por el desempleo, el Excmo. a propuesta de un concejal de la oposición le manifestó que unos mesecicos trabajando para lo público le vendría de dulce.
Un nutrido grupo de esos trabajadores a las excavaciones. Olé, encontramos al Adriano.
Ya conocen la noticia, ahora le hemos contado la verdad.