Cada quien conoce a alguien a quien le han hecho, le harán o le están «haciendo pruebas».
Me refiero a pruebas diagnósticas, es decir diferentes herramientas que ayudan a diagnosticar una enfermedad, partiendo de la base de los síntomas y signos que entre el sanitario y el paciente manejan, relatan o verifican con el fin de orientar el diagnóstico y de ahí saldrá la necesidad de unas pruebas complementarias, cuales y cuántas, o bien se dictamine que no son necesarias.
Las pruebas no curan por más que nos hayamos aficionado, por no decir aferrado, depositando en ellas toda nuestra esperanza. Las pruebas no curan, debo insistir, no alivian, no palian los síntomas, sin embargo parece que se extiende un apego a ellas nunca antes visto.
A menudo se requiere pruebas porque si no las hay no hay diagnóstico. Eso es lo que con demasiada frecuencia se piensa desde la suspicacia o directamente la desconfianza. Pero en este ajo estamos todos, tanto los sanitarios como los pacientes. Los unos porque saben que si no ordenan pruebas es muy probable que el paciente haga caso omiso de las recomendaciones o tratamiento, y los otros, por la misma razón: si sólo me ve, me pregunta y no me hace nada más, no sabe lo que me pasa.
Las pruebas te dan la seguridad de que alguien se interesa por tu salud; no importa que quien se dedica a ello, con preguntas orientadas y un examen físico sepa el origen de la dolencia que relatamos.
Quizá por esa cautela mutua y por otras muchas razones los sanitarios acuden directamente a las pruebas, para evitar de que lo acusen de que no han hecho nada.
Otra cuestión es los tiempos por pacientes, regidos por estadísticas que se manejan en un despacho alejado del ajetreo de la consulta diaria. Si ese tiempo es escaso no puedes entretenerte en los valiosos pasos clásicos de la Medicina de todos los tiempos: Inspección, palpación, auscultación, percusión y una buena anamnesis. También son tratamientos clásicos y efectivos la dieta, el reposo o por el contrario el ejercicio, según sea la dolencia.
Olvidados en pro de pruebas diagnósticas caras, a veces invasivas. Es común oir, por ejemplo, que te han mandado reposo, pero te paseas a troche y moche, atiendes a cocinar, los barridos o lo que cada uno haga en casa aun estando de baja laboral, porque eso del reposo no es una medicación; no son pastillas ni jarabes, o sea no es nada. Como tampoco es infrecuente escuchar que te han mandado tal o cual pastilla y no las tomas. Parece moderno eso de que «No me las tomo porque yo no soy de medicinas».
Las pruebas y gran parte de los fármacos en los servicios públicos son gratuitos, faltaría más, pero si pensamos que las pruebas no curan y que va a ser más rentable para la salud seguir los consejos médicos y cumplirlos con responsabilidad (responsabilidad de la propia salud, insisto), pues seguramente las cosas mejorarían para todos.
Y si los profesionales tuvieran más tiempo para evaluarnos sin acudir sistemáticamente a pruebas complementarias ganaríamos mucho en salud, bienestar y fortaleza de la sanidad pública, pero claro, es que es cosa de todos.
Nunca es tarde para ponernos al tajo. Vaya por delante que no tengo nada en contra de los avances tecnológicos que permiten ver donde antes sólo había oscuridad, pero eso no me impide, lamentablemente, constatar que las pruebas se erigen para muchas más personas de las que me hubiera gustado escuchar en ¿cómo decirlo? Como un modo de estar o ser.
No encuentro otra definición aunque seguramente existe, la mía es el hartazgo de oír una y otra vez en torno a las pruebas, los tratamientos que se retiran de la farmacia, pero no se toman o las recomendaciones que no se siguen. A continuación suelo escuchar: «Con estas no ha salido nada, a ver si me mandan más pruebas».
O sea…