Las cabinas de teléfono, que durante más de medio siglo hemos visto instaladas por las calles y determinados puntos de los espacios públicos, prácticamente han desaparecido. La última que veía a menudo, hace unas semanas que se retiró.
Una vez instaladas en las capitales y ciudades importantes y aunque a los pueblos fueron llegando poco a poco, las cabinas han sido una parte del mobiliario urbano y cada una de ellas dentro de su entorno guardará para sí el secreto de su propia historia basada en los recuerdos que escuchó de todas aquellas personas que en tantos momentos le sirvieron de voz. Cantidades de anécdotas y conversaciones relevantes sin discernir, así como testigos de millones de hechos, hicieron de las cabinas un termómetro “silencioso” de la rutina.
La llegada de la telefonía móvil hace más de dos décadas, fue mermando la demanda de clientes y el uso de estos servicios de teléfono donde había que depositar monedas, fichas o tarjeta. Recuerdo aquellos tiempos en los cuales varios colectivos nacionales de la discapacidad, instaron a Telefónica para que las cabinas en algunos puntos concretos, fueran abiertas y reguladas en altura, con objeto de que las personas de talla baja y aquellas que iban en silla de ruedas pudieran utilizarlas, después se renovaron todas.
Desconozco si estaba previsto, lo importante es que la compañía llevó a efecto la reestructuración para adaptarlas a las necesidades, por la imposibilidad que suponía acceder al interior de una cabina de cristal y aluminio y puerta prácticamente hermética. Llegado hasta aquí, cabe recordar aquella película protagonizada por el carismático José Luís López Vázquez, que tanto agobio al quedarse encerrado en una de ellas, le supuso.
El fin de un símbolo del paisaje urbano
El fin de un símbolo dentro del paisaje urbano donde posiblemente alguna vez tuvimos la tentación de mirar por si alguien se había dejado una moneda olvidada en el cajoncito o ver a alguien esperando turno, era previsible y por tanto estos elementos de uso público de pago, funcionando con pérdidas durante bastantes años se guardan en nuestra memoria, en diversos sitios para el desguace y seguro que con mucha sustancia en los “trasteros” de la nostalgia como recuerdo o como adaptación sostenible -alguna de ellas muy famosas-, para el turismo, coleccionistas o museos.
Satisfechas de su trabajo, aquellas cabinas con teclado numérico o de ruedecitas repartidas de forma gradual por los barrios, con enorme transcendencia para apoyar la actividad diaria sobre el terreno, visiblemente enfadadas por un avance impostado de la modernidad y los millones de terminales a los que estamos sujetos y circulan por los bolsillos, sin más remedio, han desaparecido. Interiormente se resistían a hacerlo, incluso algunas a pesar del vandalismo callejero querían mantenerse en pie.
Las cabinas de teléfono han formado parte de nuestra vida, puesto que llamábamos para consultar algo o para hablar o preguntar por alguien, de tal manera que sirvieron para los novios, los solteros y los casados, fundamentales en una llamada de socorro, muy útiles para los agentes comerciales y los periodistas transmitiendo una crónica o para dar una noticia, y un largo etcétera de actividades y personas, y sobre todo fue una forma de no mantener aislados y dar cierto calor a lugares determinados.