Hay una teoría criminológica, la Teoría de las ventanas rotas, que básicamente dice que el caos atrae más caos: si no arreglas los cristales rotos de las ventanas de una fábrica, la gente asumirá que está abandonada y atraerá cierta degradación ambiental (y social).
Pues algo así sucedió con el caos del yermo vacío de Yecla cuando el pueblo se echó al viento: vinieron tonticos a capazos, pero también se presentaron todo tipo de seres extraños, criaturas (mágicas y no) y elementos a lo largo de los siguientes años. Tras la marcha de Lobo y Acerica, para tratar de controlar a algunos (y fingir un orden que alejase los males), o para unirse a ellos, surgió el Cheri.
Habían transcurrido ya cuatro años desde la marcha del pueblo cuando empezaron a reportarse casos de yeclanos a los que les desaparecían pequeños objetos en sus tiendas de campaña, en sus chozas de paja y barro o en los hogares construidos entre butacas (ya os contaré); los cultivos de aguacate que habían iniciado cuatro iluminados también se vieron afectados. Los aguacates amanecían rosigados; y los de la macrogranja, que después de años y de la desaparición de Yecla, habían conseguido instalarse, trayendo un olorcico raro al yermo, también se quejaron de que alguien estaba haciendo cosquillas a sus cerdos en las pezuñas.
Entonces el yermo yeclano no contaba con la figura de un alcalde ni nadie que hubiera tomado el mando. La Región de Murcia llevaba un par de años en trámite de cedernos a otras comunidades como si fuéramos un mal jugador del Betis, pero ni los valencianos ni los manchegos estaban interesados, así que ninguno se había preocupado de darnos un político que nos calentaran la oreja con promesas.
Huérfanos como estábamos, las esperanzas de mejora empequeñecían con cada día vacío que pasaba; solo disponíamos de los cuentecicos que nos contábamos a nosotros mismos sobre Lobo y Acerica, la leyenda creciente del Yeclano Errante, Juana, Juan Carlos, el de las reliquias, y otros cuantos. Por muy extrañas que fuesen sus historias, daban de qué hablar en las solitarias tardes llenas de alicornios, y, a algunos, nos traían optimismo para el futuro.
Sin embargo, pronto se postuló un yeclano como sheriff, que no alcalde ni gobernador del páramo. Según declaraciones durante el día en que juró el cargo ante un librico con la cara de una Virgen prestada, eso sonaba demasiao catalán para arriesgarse.
Comentó que solo tomaría el cargo hasta resolver el misterio de las cosquillas en las pezuñas porcinas y los objetos robados, renunciando después, e inició una investigación que agrezó (recordad, no aderezó) con unas gafas de sol opacas y un habano que, dicho sea de paso, disimulaba el olor a cerdo. El sheriff, al que se había conocido antaño como el Panecico (el mismo de los libricos) por eso de que era blando y se vendía barato, ahora exigía que se refirieran a él como el Cheri. Hubo quien sospechó que había sido untado por la macrogranja de cerdos y que si resolvía el resto de misterios solo sería por pura casualidad.
Pero a algunos, el Panecico les parecía avispao. Y él tenía una teoría. De pequeño, sus primos lo habían torturado durante años obligándolo a buscar gamusinos en las noches que pasaban en el campo de sus abuelos. El que ahora fuera el sheriff de Yecla dedicaba arduas horas a la caza de esas escurridizas criaturas. A diferencia del resto de los zagalicos, él jamás cayó en la cuenta de que los gamusinos eran tan solo una excusa para quitárselo de encima y burlarse, y siempre tuvo ojos suspicaces para las colinas salpicadas de matorrales, esperando su momento para cazar desprevenido a uno de esos bichos.
Pasados meses de investigaciones tan densas como una empanada de patata, de cejas enarcadas y duelos de miradas con las abuelicas sentadas al fresco, reunió a todos los yeclanos donde habría estado la puerta de la Purísima. Los huérfanos, aburridos de esperar el paso del Chicharra cada rato, asistieron entusiasmados. No lo hacían porque los llamase el Panecico, sino porque llevaban cuatro días torrando cañamones y peinando alicornios.
El Cheri había arrastrado un pedrolo grande desde los lindes y se había aupado encima. Mientras se congregaban los yeclanos, él aguardó con porte orgulloso, con el brazo derecho levantado y los dedos índice y pulgar unidos como si sostuviese algo diminuto entre ellos. Los asistentes intercambiaron varias miradas entre el Cheri y lo que se suponía que sostenía hasta que sufrieron de tortícolis. Allí no había nada.
“Os presento al causante de todos nuestros problemas”, dijo el Cheri.
“¿También de la marcha del pueblo?”, gritó uno entre el público.
“No, eso no.”
“¿Y del abandono institucional al que nos están sometiendo los poderes públicos?”, dijo otro, al que muchos ignoraron por sobrao.
“Tampoco, tampoco”.
“¿Nos va a solucionar la hambruna?”. El Cheri negó, aunque dudaba. ¿Los gamusinos eran comestibles?
“¿Derretirá la pintura invisible de las paredes del pueblo?”, clamó otro, que después de años todavía persistía en su teoría del vandalismo invisible.
“Lo dudo”, afirmó el Cheri.
“¿Entonces qué problemas ha causao…?”. La mujer miró al espacio vacío bajo la mano alzada del sheriff e intentó definirlo con la mayor elocuencia: “Eso”.
“Pues esto es lo que hacía cosquillicas a los cerdos, y en su madriguera he encontrado muchos de los objetos que os habían robado”, contó orgulloso.
“Ah”, dijo uno mientras el pueblo callaba. “¿Y los has traío?”
El Cheri perdió toda su seguridad. No había pensado que tuviera que traerles las cosas a sus conciudadanos. Notó que algo se deslizaba de sus dedos y el gamusino escapó, sostenido hasta entonces por la cola. Desesperado, trató de buscarlo mientras el gentío se dispersaba, de regreso a los cañamones y los alicornios, considerando la posibilidad de peinar los primeros y torrar los segundos. Algunos miraron con pena al Panecico, que de golpe había perdido el puesto y la autoridad, y se arrastraba inspeccionando bajo cada piedra.
No se volvió a ver al Panecico después de eso. Se contaba que unos enamoraos del Chicharra habían visto a alguien que se le parecía cruzando el linde de Yecla, mientras que otros todavía se preguntaban qué había sostenido entre sus dedos, si quizá era su propia inteligencia, que tan pronto la halló, huyó despavorida. Los que veían mucha tele lo imaginaron ganándose la vida como soldado de fortuna, mientras que otros estuvieron seguros de qué se había asalvajao y ahora pastaba entre cabras y ovejas.
Lo cierto es que el destino del Panecico fue muy diferente. A pesar de ser un fervoroso amante de los gamusinos tanto como esforzado cazador, desconocía que uno no podía tocar un gamusino sin convertirse en uno a las pocas horas. Mientras dormía en la noche tras la cual no se lo volvió a ver, al que fuera el Cheri le creció una invisibilidad a lo largo de todo el cuerpo, se le olvidó cómo hablar y deambuló por el páramo vacío de Yecla durante días hasta que se le ocurrió acercarse a la madriguera del gamusino que había sorprendido. Este aguardaba dentro con una botella de vino áspero, quizá la última, que había robado tras caer de una de las cooperativas que habían volado. Lo miró de soslayo y dijo:
“Ven y te contaré dónde está el pueblo que anhelan esos…”