Viajando en el metro de París, sentado y pensando en mis cosas, escuché un mensaje que me llamó la atención: «Bonjour mesdames et messieurs, j’offre des marguerites blanches, je ne demande pas d’argent, je ne demande que des sourires. Célébrons la joie de vivre et célébrons le printemps!». “Buenos días, señoras y caballeros, ofrezco margaritas blancas; no pido dinero, solo pido sonrisas. ¡Celebremos la alegría de vivir y celebremos la primavera!”.
La mujer lo anunciaba a gritos, primero en francés y después en español; la voz me resultó familiar y al levantar la cabeza me encontré con su mirada y nos reconocimos. Me abrazó con una efusividad exagerada, a mí el contacto físico con humanos me produce ictericia, pero me dejé abrazar. Todavía me perseguía el recuerdo de sus besos en nuestra adolescencia. ¡Adela, la de los besos húmedos!
Me contó que estaba en contra de la vida en las ciudades y a favor de la vida en el campo. Portaba un ramo enorme de margaritas.
—Defiendo la naturaleza, el amor y la paz.
—¿Y vives en París ahora? —le pregunté.
—Sí, pertenezco a un colectivo que defiende la vuelta de los humanos a la naturaleza.
—Muy bien, suerte. —Quería desaparecer, todos nos miraban; soy tímido y ella hablaba a gritos.
Lucía un vestido de organza con volantes y bordados hasta los pies, con zapatos y guantes blancos, coronada con guirnaldas de florecillas; delgadísima y de cara tan pálida que parecía el espectro de una difunta recién casada. Me recordó al relato “La Resucitada”, de Emilia Pardo Bazán.
Fuimos compañeros de clase durante dos cursos en el liceo, era hija de emigrantes españoles como yo. Decía conocer el idioma de las plantas y relacionaba el nacimiento de las flores con el deseo amoroso de los hombres.
A lo largo de un curso consiguió enseñarnos a todos los chicos de la clase a besar y a cada uno nos regalaba una margarita después; era la señal de aprobación y en su libreta apuntaba, en una lista, el nombre del afortunado.
Recibí de su boca mis primeros besos de amor y no sé por qué mágica razón ahora, recordando su sesión de besos, me ha venido a la memoria Juanillo, un pastor yeclano que trabajaba en una finca de la Sierra de Salinas que ordeñaba a las cabras con tanto mimo que parecían novias suyas.
Se entremezclaban en mi memoria la imagen de Juanillo ordeñando cabras y el de la florista en el metro de París; me llevó varios días descubrir el motivo.
Teníamos doce años y el aliento de Adela sabia a limón con miel y canela. Todos estábamos enamorados de ella.
La delicadeza de sus labios me dejó tan deslumbrado que quise repetir, pero ella no quiso; lo único que pretendía, me dijo, era enseñarnos a besar y hacer un favor a nuestras futuras novias. Yo soñé con sus besos durante años. Con sus besos se me nublaba la visión y el entendimiento. La mayoría de las cabras de Juanillo eran blancas y de gesto triste, como la imagen de Adela ahora.
A este hombre le excitaba más ordeñar cabras que copular con mujer y nunca se casó porque no quería traicionar a ninguna de su rebaño, o eso decía él. Me lo contaba con voz temblona e intentó instruirme en el ordeño; se sentaba en una banqueta baja detrás del animal, agarraba sus ubres con delicadeza y les hablaba con especial ternura mientras llenaba el cubo. Cuando acababa con una iba a por otra canturreando un bolero y nombrándolas con nombres cariñosos.
—Lolica es mi preferida. ¡Mira qué hermosura! Prueba tú. —Yo probé una vez y entre el olor dulzón del establo, el olor ácido de la leche de cabra y el aliento del pastor, me mareé y decidí no volver a entrar en las cuadras; yo prefería el campo abierto, la escarcha y el aire frío. Tenia nueve años y aún no he conseguido borrar aquel olor de mi memoria olfativa.
Décadas después, en París, a causa del encuentro con Adela me dio por pensar en la zoofilia de Juanillo y en la fijación de mi amiga por las margaritas. ¿Dendrofilia?
La gente en el metro iba a lo suyo, con la mirada perdida o leyendo (en aquella época no existía la telefonía móvil); algunos esbozaban una sonrisa forzada y tomaban las margaritas de Adela, por compasión o por curiosidad, y entonces ella levantaba más la voz para dar las gracias: “Merci, mesieee”.
Los parisinos tienen fama de ser gente seca y presuntuosa, pero mi amiga proyectaba una voz chillona como una trompeta de juguete y eso acobardaba a cualquiera.
Yo tomaba dos días por semana la línea que ella frecuentaba y a la misma hora y en la estación de gare du Nord aparecía y me volvía a ofrecer las margaritas; yo le sonreía y ella me abrazaba todas las veces. Cambié de horarios algunos días, pero volvía a coincidir. Se despedía de mí a gritos: “Que tenga un buen día, Messieee Teodoro”. Unos días, me lo decía en francés; otros en español, según se le antojara.
En cuanto ella entraba en el vagón, yo sentía su presencia; antes de oírla notaba el olor que desprendía. Se me acercaba demasiado para hablarme y yo esquivaba su aliento. Se dio cuenta y me contó que seguía una dieta de ajo crudo para desayunar.
Modifiqué mi recorrido a causa de un cambio de trabajo, empecé a viajar en autobús y dejé de verla, pero entonces recordé que no era solo el olor del establo y el de las cabras, descubrí que el olor del aliento del pastor y el de Adela de ahora en París era el mismo. Juanillo debía desayunar gachasmigas con muchos ajos…
Dicen que soy un maniático con el olfato y es que el almizcle, la leche de cabra y el olor a ajos me marea; Ana dice que idealizo los besos adolescentes de Adela, que como los suyos ninguno; creo que tiene razón.
El pastor vivía para sus cabras y en noches de tormenta, agarraba una manta y dormía en el establo tranquilizando a su rebaño; a mí siempre me asaltó la duda de si era para tranquilizar a las cabras o para tranquilizarse él.