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🍁 domingo 24 noviembre 2024
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Cosme, ‘el grasas’

Allí estaba una vez más, esperándome en la puerta del instituto a media tarde. La moto aparcada a un lado mientras jugaba con las llaves para pasar el tiempo. Cosme era un chaval solo un par de años mayor que yo, pero que ya trabajaba como mecánico en un taller de coches. No consigo explicarme qué vio en mí que le incitara a seguirme y a buscarme con la insistencia que lo hizo durante un tiempo.

Todo comenzó cuando mi prima Gracia, la de Caudete, y su novio yeclano se pararon con él una tarde de Feria en la que salí con ellos y me lo presentaron. Mi prima se venía algunos fines de semana a Yecla, a mi casa, para ver a su novio y a veces salíamos juntos con otros amigos. En aquel momento no reparé demasiado en él, no era mi tipo, eso se sabe al primer vistazo, así que para qué gastar energías en algo que no te interesa. Pero un par de días después, subida en la plataforma metálica de los coches de choque, hablando con unas amigas, pasó por delante de mí montado en uno y me invitó a subir y sin pensarlo dos veces acepté su invitación. Creo que ese fue el principio de mi calvario, el justo castigo a mis pecados.

Así que algunas tardes, me lo encontraba esperándome en la puerta del instituto o de mi casa y me preguntaba si podía acompañarme a donde fuera y yo, con resignación, si no encontraba una excusa verosímil, accedía. Siempre he llevado mal darle corte a la gente, aguanto y aguanto hasta que no puedo más y cuando el vaso está a punto de rebosar, salto como una rana, monto en cólera y solo así, bajo el influjo de la ira, soy capaz de expresar mi parecer.

Mis amigas me aconsejaban que le dijera claramente que me dejara en paz, que no me gustaba; pero a mí me resultaba complicado ser tan directa, sobre todo cuando tampoco él me había declarado su amor en ningún momento. El caso es que, a lo tonto, a lo tonto, pasé casi un año soportando y esquivando, con el mayor de los estoicismos, a ‘el Grasas’ (supe después que así le llamaban los colegas), por no herirlo, por no quedar como una estirada, por no parecer despiadada, por ser una idiota.

Por fin, llegó el verano, lo que me proporcionó mayor libertad, ya que no tenía un horario fijo que le diera la posibilidad de controlarme. Unos días fui a la playa con una amiga, al apartamento que sus padres habían alquilado en Torrevieja. Cuando volví, estuve ayudando a mi padre a coger almendra y opté por quedarme en el campo en lugar de en el pueblo, mientras duró la recolecta. De esa manera, conseguí despistar al perseguidor. Pero por lo visto, indagando, indagando, consiguió dar conmigo.

Una noche, cuando volvía después de dar una vuelta con mis colegas, me lo encontré en la puerta de mi casa. Primero vi la moto aparcada, era inconfundible, una Suzuki de trial amarilla, después llegó hasta mí el tintineo de las llaves, y por último, bajo la sombra de una morera, distinguí su silueta. Todas estas señales de alerta me incitaban a salir corriendo, hasta que me di cuenta de que no tenía escapatoria.

—¡Buenas noches, Conchi! —escuché con sobresalto.

—¡Anda, que haces tú aquí! —dije haciéndome la sorprendida.

—¿Molesto? —contestó con sonrisa burlona.

—No no, es que no esperaba encontrarte, solo eso.

—Hace tiempo que no nos vemos. ¿Dónde te metes?

—Ando liada, trabajando y estudiando, me han quedado dos para septiembre.

—Bueno, pero algún rato tendrás para dar una vuelta con los amigos, ¿no?

—Pues no creas, apenas —mentí.

—Mañana es sábado, si quieres te vengo a buscar y te invito a tomar algo.

—¡Ay! Mañana imposible, me voy con mi padre al campo a coger almendra y ya comemos allí toda la familia —volví a mentir. Cada vez me sentía más acorralada e irritada.

—Pues el domingo, entonces.

—Tampoco puedo, lo siento.

—Ya veo, pues nada, otra vez será —dijo contrariado

—Sí claro, en otra ocasión. Adiós —y me subí corriendo a casa antes de que me propusiera otro plan.

Escuché arrancar la moto mientras subía las escaleras y mi corazón, encolerizado, maldecía el no tener agallas para explicar con claridad cuáles eran mis sentimientos verdaderos por aquel pobre muchacho que, encima de todo, me daba pena.

“El Grasas”, no es que no tuvieran ningún encanto, no era eso. No era feo y tenía buena planta. Era delgado y musculoso, solo que no encajaba para nada con mi prototipo masculino de belleza de aquel momento y no solo eran sus uñas negras manchadas de grasa lo que me desagradaba, era todo su estilo en general: su forma de coger el cigarrillo con el pulgar y el índice y aspirar el humo con un silbido seco, como los matones de las películas de mafiosos; su gesto chulesco de meter los pulgares en los bolsillo mientras se apoyaba en una pierna y relajaba la otra; sus camisetas demasiado ajustadas y cortas, sus pantalones vaqueros marcando paquete exageradamente; la cadena de oro brillante en el cuello; y ese insoportable olor a colonia fuerte de hombre.

Y por no hablar de su conversación: ¿De qué podía hablar con un tipo así? ¿Motos, fútbol, coches? Yo no era ninguna pija, para nada, solía moverme con gente trabajadora, hijos de currantes, gente del campo; pero me gustaba leer, la música, me interesaba la política, estaba al tanto de los movimientos sociales de la época, así que no teníamos mucho en común.

Sabía que si no se cansaba pronto de perseguirme sin éxito, tendría que hablar seriamente con él y la verdad es que ese momento no tardó en llegar.

Todos los años, a primeros de septiembre, me gustaba pasar unos días con mi prima Gloria en Caudete, en las fiestas de Moros y Cristianos. Si algún yeclano no conoce estas fiestas, debería poner remedio. El pueblo vecino se llena de forasteros a reventar y el derroche de alegría y diversión, si lo has vivido, te deja impregnado el corazón para el resto de tu vida.

Además, es todavía verano y la calidez de las noches de fiesta se prestan a alargarse mucho más, algo que en Yecla, al ser en invierno, se complica. Era costumbre que las distintas pandillas de amigos, o escuadras, alquilaran un bajo para pasar los tiempos en los que no había pasacalles, verbenas o procesiones. La pandilla de mi prima no iba a ser menos y alquilaron un local en la misma calle Mayor.

En estos sitios, se solía poner música, bailar, beber, comer, incluso dormir algún rato, todo ello en compañía de amigos. Había un chico de Valencia entre la gente que frecuentaba el local que me pareció simpático y, en un momento dado, una noche todavía cálida, nos pusimos a charlar entretenidos sentados en el portal de la calle. Mi prima había desapareció de mi vista con su novio por algún rincón oscuro.

Poco después, cogió su guitarra y se puso a tocar canciones de The Beatles, algunos de los presentes se fueron acercando y entre todos chapurreamos como pudimos en inglés Yesterday, Michelle, Something o Penny Lane. Pero de pronto, cuando más entusiasmada estaba, Cosme apareció ante mí con otro chico de su misma calaña. Sentí como si un cubo de agua helada me cayera encima; me quedé completamente petrificada. Intenté ocultarme entre la gente, pero no había nada que hacer, él ya me había visto y venía hacia mí con su mejor sonrisa de seductor, jugueteando con las llaves de la moto en la mano.

—Hola Conchi, que alegría verte —dijo con retintín, mirando de reojo al valenciano, como si fuera casualidad el encuentro.

Me dio tanta rabia verlo aparecer que ni siquiera contesté.

—¿No me merezco un saludo?

—¿Qué puñetas haces tú aquí? —dije casi escupiendo las palabras.

—¿Es que no te alegras de verme?

—Está claro que no.

—¿No me vas a presentar a tu amigo? —soltó mirando desafiante a mi acompañante.

—No, lárgate.

—Déjala tranquila —intervino de pronto el chico valenciano.

Comenzaron entonces algunas palabras gruesas que terminaron en empujones, agarrones y un puñetazo directo al ojo del valenciano, hasta que se acercó gente a separarlos, yo entre ellos.

Arrastré a Cosme de la camiseta y lo alejé unos metros, para poder soltarle todo el lastre acumulado durante meses, de principio a fin. Que estaba harta de que me siguiera, que me esperara, de encontrármelo por todas partes, que no tenía derecho a amargarme la vida, que en ningún momento había mostrado interés por él y que no quería volverlo a ver. Él me gritó algo desagradable que he preferido olvidar.

Tal vez hubiera sido mejor haber dicho todo aquello antes, con mucha menos vehemencia, aunque tal vez si lo hubiera hecho de esa manera, no hubiera surtido el mismo efecto, quién sabe.

Cuando se marchó, volví dentro, y con una bolsa de hielo intenté rebajar la hinchazón del ojo del valenciano con el que, por cierto, después de aquel estruendoso comienzo, estuve saliendo un tiempo.

Concha Ortega
Concha Ortega
Nací en Yecla en la década de los sesenta. Fui una niña obediente y devota, como me enseñaron las monjas del colegio de La Inmaculada. Hubiera deseado estudiar periodismo, pero las circunstancias personales me lo impidieron. He trabajado en distintas empresas de muebles y tapizados. La crisis me ha obligado a prestar servicios como empleada de hogar por horas. Ser colaboradora en elperiodicodeyecla.com colma, en parte, mis inquietudes culturales y mi afán de superación. Contacta conmigo en ortegaconcha60@gmail.com

Allí estaba una vez más, esperándome en la puerta del instituto a media tarde. La moto aparcada a un lado mientras jugaba con las llaves para pasar el tiempo. Cosme era un chaval solo un par de años mayor que yo, pero que ya trabajaba como mecánico en un taller de coches. No consigo explicarme qué vio en mí que le incitara a seguirme y a buscarme con la insistencia que lo hizo durante un tiempo.

Todo comenzó cuando mi prima Gracia, la de Caudete, y su novio yeclano se pararon con él una tarde de Feria en la que salí con ellos y me lo presentaron. Mi prima se venía algunos fines de semana a Yecla, a mi casa, para ver a su novio y a veces salíamos juntos con otros amigos. En aquel momento no reparé demasiado en él, no era mi tipo, eso se sabe al primer vistazo, así que para qué gastar energías en algo que no te interesa. Pero un par de días después, subida en la plataforma metálica de los coches de choque, hablando con unas amigas, pasó por delante de mí montado en uno y me invitó a subir y sin pensarlo dos veces acepté su invitación. Creo que ese fue el principio de mi calvario, el justo castigo a mis pecados.

Así que algunas tardes, me lo encontraba esperándome en la puerta del instituto o de mi casa y me preguntaba si podía acompañarme a donde fuera y yo, con resignación, si no encontraba una excusa verosímil, accedía. Siempre he llevado mal darle corte a la gente, aguanto y aguanto hasta que no puedo más y cuando el vaso está a punto de rebosar, salto como una rana, monto en cólera y solo así, bajo el influjo de la ira, soy capaz de expresar mi parecer.

Mis amigas me aconsejaban que le dijera claramente que me dejara en paz, que no me gustaba; pero a mí me resultaba complicado ser tan directa, sobre todo cuando tampoco él me había declarado su amor en ningún momento. El caso es que, a lo tonto, a lo tonto, pasé casi un año soportando y esquivando, con el mayor de los estoicismos, a ‘el Grasas’ (supe después que así le llamaban los colegas), por no herirlo, por no quedar como una estirada, por no parecer despiadada, por ser una idiota.

Por fin, llegó el verano, lo que me proporcionó mayor libertad, ya que no tenía un horario fijo que le diera la posibilidad de controlarme. Unos días fui a la playa con una amiga, al apartamento que sus padres habían alquilado en Torrevieja. Cuando volví, estuve ayudando a mi padre a coger almendra y opté por quedarme en el campo en lugar de en el pueblo, mientras duró la recolecta. De esa manera, conseguí despistar al perseguidor. Pero por lo visto, indagando, indagando, consiguió dar conmigo.

Una noche, cuando volvía después de dar una vuelta con mis colegas, me lo encontré en la puerta de mi casa. Primero vi la moto aparcada, era inconfundible, una Suzuki de trial amarilla, después llegó hasta mí el tintineo de las llaves, y por último, bajo la sombra de una morera, distinguí su silueta. Todas estas señales de alerta me incitaban a salir corriendo, hasta que me di cuenta de que no tenía escapatoria.

—¡Buenas noches, Conchi! —escuché con sobresalto.

—¡Anda, que haces tú aquí! —dije haciéndome la sorprendida.

—¿Molesto? —contestó con sonrisa burlona.

—No no, es que no esperaba encontrarte, solo eso.

—Hace tiempo que no nos vemos. ¿Dónde te metes?

—Ando liada, trabajando y estudiando, me han quedado dos para septiembre.

—Bueno, pero algún rato tendrás para dar una vuelta con los amigos, ¿no?

—Pues no creas, apenas —mentí.

—Mañana es sábado, si quieres te vengo a buscar y te invito a tomar algo.

—¡Ay! Mañana imposible, me voy con mi padre al campo a coger almendra y ya comemos allí toda la familia —volví a mentir. Cada vez me sentía más acorralada e irritada.

—Pues el domingo, entonces.

—Tampoco puedo, lo siento.

—Ya veo, pues nada, otra vez será —dijo contrariado

—Sí claro, en otra ocasión. Adiós —y me subí corriendo a casa antes de que me propusiera otro plan.

Escuché arrancar la moto mientras subía las escaleras y mi corazón, encolerizado, maldecía el no tener agallas para explicar con claridad cuáles eran mis sentimientos verdaderos por aquel pobre muchacho que, encima de todo, me daba pena.

“El Grasas”, no es que no tuvieran ningún encanto, no era eso. No era feo y tenía buena planta. Era delgado y musculoso, solo que no encajaba para nada con mi prototipo masculino de belleza de aquel momento y no solo eran sus uñas negras manchadas de grasa lo que me desagradaba, era todo su estilo en general: su forma de coger el cigarrillo con el pulgar y el índice y aspirar el humo con un silbido seco, como los matones de las películas de mafiosos; su gesto chulesco de meter los pulgares en los bolsillo mientras se apoyaba en una pierna y relajaba la otra; sus camisetas demasiado ajustadas y cortas, sus pantalones vaqueros marcando paquete exageradamente; la cadena de oro brillante en el cuello; y ese insoportable olor a colonia fuerte de hombre.

Y por no hablar de su conversación: ¿De qué podía hablar con un tipo así? ¿Motos, fútbol, coches? Yo no era ninguna pija, para nada, solía moverme con gente trabajadora, hijos de currantes, gente del campo; pero me gustaba leer, la música, me interesaba la política, estaba al tanto de los movimientos sociales de la época, así que no teníamos mucho en común.

Sabía que si no se cansaba pronto de perseguirme sin éxito, tendría que hablar seriamente con él y la verdad es que ese momento no tardó en llegar.

Todos los años, a primeros de septiembre, me gustaba pasar unos días con mi prima Gloria en Caudete, en las fiestas de Moros y Cristianos. Si algún yeclano no conoce estas fiestas, debería poner remedio. El pueblo vecino se llena de forasteros a reventar y el derroche de alegría y diversión, si lo has vivido, te deja impregnado el corazón para el resto de tu vida.

Además, es todavía verano y la calidez de las noches de fiesta se prestan a alargarse mucho más, algo que en Yecla, al ser en invierno, se complica. Era costumbre que las distintas pandillas de amigos, o escuadras, alquilaran un bajo para pasar los tiempos en los que no había pasacalles, verbenas o procesiones. La pandilla de mi prima no iba a ser menos y alquilaron un local en la misma calle Mayor.

En estos sitios, se solía poner música, bailar, beber, comer, incluso dormir algún rato, todo ello en compañía de amigos. Había un chico de Valencia entre la gente que frecuentaba el local que me pareció simpático y, en un momento dado, una noche todavía cálida, nos pusimos a charlar entretenidos sentados en el portal de la calle. Mi prima había desapareció de mi vista con su novio por algún rincón oscuro.

Poco después, cogió su guitarra y se puso a tocar canciones de The Beatles, algunos de los presentes se fueron acercando y entre todos chapurreamos como pudimos en inglés Yesterday, Michelle, Something o Penny Lane. Pero de pronto, cuando más entusiasmada estaba, Cosme apareció ante mí con otro chico de su misma calaña. Sentí como si un cubo de agua helada me cayera encima; me quedé completamente petrificada. Intenté ocultarme entre la gente, pero no había nada que hacer, él ya me había visto y venía hacia mí con su mejor sonrisa de seductor, jugueteando con las llaves de la moto en la mano.

—Hola Conchi, que alegría verte —dijo con retintín, mirando de reojo al valenciano, como si fuera casualidad el encuentro.

Me dio tanta rabia verlo aparecer que ni siquiera contesté.

—¿No me merezco un saludo?

—¿Qué puñetas haces tú aquí? —dije casi escupiendo las palabras.

—¿Es que no te alegras de verme?

—Está claro que no.

—¿No me vas a presentar a tu amigo? —soltó mirando desafiante a mi acompañante.

—No, lárgate.

—Déjala tranquila —intervino de pronto el chico valenciano.

Comenzaron entonces algunas palabras gruesas que terminaron en empujones, agarrones y un puñetazo directo al ojo del valenciano, hasta que se acercó gente a separarlos, yo entre ellos.

Arrastré a Cosme de la camiseta y lo alejé unos metros, para poder soltarle todo el lastre acumulado durante meses, de principio a fin. Que estaba harta de que me siguiera, que me esperara, de encontrármelo por todas partes, que no tenía derecho a amargarme la vida, que en ningún momento había mostrado interés por él y que no quería volverlo a ver. Él me gritó algo desagradable que he preferido olvidar.

Tal vez hubiera sido mejor haber dicho todo aquello antes, con mucha menos vehemencia, aunque tal vez si lo hubiera hecho de esa manera, no hubiera surtido el mismo efecto, quién sabe.

Cuando se marchó, volví dentro, y con una bolsa de hielo intenté rebajar la hinchazón del ojo del valenciano con el que, por cierto, después de aquel estruendoso comienzo, estuve saliendo un tiempo.

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Nací en Yecla en la década de los sesenta. Fui una niña obediente y devota, como me enseñaron las monjas del colegio de La Inmaculada. Hubiera deseado estudiar periodismo, pero las circunstancias personales me lo impidieron. He trabajado en distintas empresas de muebles y tapizados. La crisis me ha obligado a prestar servicios como empleada de hogar por horas. Ser colaboradora en elperiodicodeyecla.com colma, en parte, mis inquietudes culturales y mi afán de superación. Contacta conmigo en ortegaconcha60@gmail.com
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Concha Ortega
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Nací en Yecla en la década de los sesenta. Fui una niña obediente y devota, como me enseñaron las monjas del colegio de La Inmaculada. Hubiera deseado estudiar periodismo, pero las circunstancias personales me lo impidieron. He trabajado en distintas empresas de muebles y tapizados. La crisis me ha obligado a prestar servicios como empleada de hogar por horas. Ser colaboradora en elperiodicodeyecla.com colma, en parte, mis inquietudes culturales y mi afán de superación. Contacta conmigo en ortegaconcha60@gmail.com
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