Mi madre montaba el belén en el cuarto de la cal, en un rincón bajo una ventana pequeña por la que entraba una luz amarillenta y suave; vivíamos entonces en la calle San Cristóbal, hacía las montañas con cortezas de alcornoques y con papel de estraza, de fondo ponía una enorme tela azul oscuro.
Íbamos a por musgo al cerro de la Molineta para simular prados donde pastaba un ganado de ovejas; de la parte trasera del corral arañábamos arenilla rosada para hacer una zona de desierto de donde venían los Reyes Magos y los caminos los hacía con polvo de cal, (de esta teníamos mucha y siempre), pero lo que más me gustaba eran las figuras de barro policromadas, las iba sacando de una caja que nunca supe dónde estaba escondida, porque sabía que me gustaba jugar con los cerdos y las ovejas dirigidas por un pastor con chaleco de piel borrego.
Disfrutaba viéndola manipular el papel y desenvolver las casitas, un pozo donde una samaritana sacaba agua o un establo de madera y corcho.
Cada mañana pasaba horas mirando aquella maravillosa representación con ríos de papel plata y pastores cargando cabritos al hombro para ofrecer al niño pero, en cuanto se despistaban, me ponía a la faena que más me divertía: ir moviendo las figuras camino del portal, los pastores, las gallinas, el hombre cagando y sobre todo los Reyes Magos.
En la medida en que se acercaba el día de Reyes, todos los animales y todas las figuras iban ganando posiciones para acabar adorando al niño; cada vez que mi madre me pillaba en dicha acción me tocaba bronca, porque parece ser que de vez en cuando alguna figura acababa mutilada. Ella volvía a colocar a cada personaje en su lugar, yo insistía y mi máxima ilusión era madrugar el día de Reyes para organizar la asamblea junto al portal; al tío cagando lo colocaba detrás de la mula y el buey en el establo, no me importaba el castigo porque el largo camino se había culminado.
El otro Belén de mi infancia es el de Don Dámaso en la iglesia nueva, era un Belén movible como si fuesen marionetas que manipulaban desde abajo. Nos sentaban en unos bancos escalonados y frente a nosotros aparecía un escenario como teatrillo nocturno con ventanas iluminadas, con figuras que hablaban, con burros que rebuznaban, gallinas cacareando y perros ladrando en la oscuridad. A mi alrededor se montaban líos de pellizcos y murmullos, el cura intentaba mantenernos atentos y en silencio, yo permanecía absorto y embobado, no había otro entretenimiento en el pueblo y las historias de pastores, reyes y ángeles de Don Dámaso me cautivaban.
Tenía siempre algún ayudante para hacer diferentes voces, a mí me emocionaba cuando hablaba con voz grave imitando a San José o narrando la llegada de los Reyes de Oriente. Y yo imaginaba que todos los carpinteros del pueblo eran descendientes de la casa de David, como San José.
Hace años trabajando en la restauración de una inmaculada en un convento de Cuenca, al enterarse las monjas que era murciano, me pidieron si les podría organizar un belén para su iglesia y por supuesto que acepté. Nunca había tenido ayudantes tan laboriosas y entregadas, sobre todo una monjica de ochenta años que me conseguía trapos viejos, agua, papeles o pintura y tierra del huerto. Al final sacaba las figuras de una gran caja de cartón y desembalaba las figuras de barro de igual manera a como lo hacía mi madre, con mimo, como si las figuras fuesen seres vivos.
No sé quién de los dos rememoró con más entusiasmo su infancia, los dos reíamos felices y completamos un paisaje parecido a lo que los dos imaginábamos podrían ser los campos palestinos o las montañas del desierto de Judea. El pago que recibí fue muy generoso: elogios y agradecimientos sinceros. Nunca había comido unas lentejas tan bien guisadas y en los descansos del trabajo me ofrecieron los mejores bocadillos de jamón que he comido en mi vida; ellas fueron felices, cantaron un villancico como inauguración del trabajo y yo comprendí muchas cosas importantes ese día que pertenecen a mi particular mística.
Algo más tarde, trabajé de monitor de un taller de modelado en barro en un centro cultural del barrio del Pilar en Madrid. Propuse a los niños que asistían elaborar las figuras de nuestro propio belén; nos llevó la faena varios meses y fui capaz de contagiar mi entusiasmo a todos, pero cuando lo teníamos casi terminado para empezar a montar, me llamaron de dirección y me advirtieron que ellos y todos los componentes de aquel centro éramos de izquierdas y que aquello del belén no casaba con nuestros ideales.
En un primer momento me enfadó la reprimenda por incomprensible, pero solo tardé unos segundo en espetar: «Soy murciano como Salzillo y donde haya un murciano tiene que haber un belén, lo dice nuestra ley autonómica». Con esto les arranqué una sonrisa, e inmediatamente les hablé de tradición, de pueblo y, sobre todo, de realidad y le solté el mejor discurso que yo he articulado en mi vida para defender una tradición popular. Les convencí y acabaron agradeciéndome que en las semanas de las Navidades, el centro cultural se llenara cada día de vecinos, ganando una participación desconocida hasta entonces.
Ellos a lo suyo, que no se muy bien lo que era, y yo a lo mío que era el juego extraordinario de ver a los niños fantasear modelando cabras, gallinas y dinosaurios para adornar aquel maravilloso belén de barro crudo pintado con témperas, por manos habilidosas e imaginación desbordante.