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✝️ viernes 29 marzo 2024
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El cuerpo incorrupto de Fray Bernardo en Santa Ana

Era la víspera de Todos los Santos, y la abuela y yo nos encontrábamos en la cocina haciendo la masa para los buñuelos que, a continuación, rellenaríamos de crema, nata y chocolate, cuando sonó la campanilla de la puerta. Con la agilidad de mis ocho años, curiosa, corrí a abrir. ¿Quién podría venir de visita un día ventoso y frío como aquel? Allí plantados, al trasluz de la media tarde, dos figuras oscuras y encapuchadas, engullidas en sus hábitos marrones, me saludaron.

—Ave María Purísima —cantaron a coro.

Del susto, no atiné a contestar aquello de “sin pecado concebida” y, a punto estuve de dar un grito de terror.
—¡Abuelaaaa! —alcé la voz para que viniera en mi auxilio.
—Fray Bernardino, ¡que sorpresa! —dijo ella sonriente, haciendo una sutil reverencia y besándole la mano; y los invitó a entrar.

La familiaridad y la confianza de la abuela en aquellos dos seres, me tranquilizó. Al parecer no se trataba de la muerte, en este caso sin guadaña, acompañada de su ayudante, que venían a llevarnos, o a pactar los acuerdos de un contrato que prorrogara nuestras vidas. Al despojarse de sus capuchas, aparecieron dos hombres, uno mayor, canoso y algo calvo; más joven, de ojos muy claros y sonrisa congelada e inquietante, el otro. Este último llevaba el pelo cortado a cazo y la coronilla rapada con un círculo, lo que llamó mucho mi atención.

—¿Quieren tomar un café calentito?, deben venir helados con este frío —dijo la abuela, siempre servicial.

Los monjes aceptaron gustosos y agradecidos. Se sentaron con aspecto cansado en ambas sillas y fue entonces cuando reparé en que calzaban sandalias. Sus pies me parecieron irreales, como de cartón piedra, curtidos y empolvados de andar y andar por los caminos a la intemperie.

La abuela se ausentó unos instantes a preparar el café y yo me quedé allí sentada, frente a ellos, a fisgonear. El más viejo se dirigió a mí en un par de ocasiones para preguntarme mi nombre y la edad, y se interesó por si ya había recibido la primera comunión. Yo le respondí que estaba yendo a catequesis para comulgar en primavera. El joven, sin embargo, no abrió la boca, pero seguía sonriendo, como lelo. Su aspecto atraía mi curiosidad.
—¿No habla su amigo? —pregunté a Fray Bernardino, con la naturalidad que da tener pocos años.
—No, él ha hecho voto de silencio —respondió, como si yo supiera qué era eso.
—¿Para siempre? —pregunté sorprendida.
—No, no, solo hasta Navidad, hasta la celebración del nacimiento de Jesús.

Enseguida entró la abuela con una bandeja con los cafés y un platito con dulces. Además, bajo el brazo, llevaba un paquetito de papeles doblados y lacrados, atados con un cordón, que entregó a Fray Bernardino.

—Aquí las tiene, hermano, haga con ellas lo que estime oportuno.
El fraile las desató y las ojeó.
—Que gran tesoro para nuestro museo, hermana Eva —¿hermana Eva?, me pregunté—. Cartas de puño y letra del Beato Juan Mancebón.

Yo no perdía ripio. ¿Quién era aquel Beato? ¿Y de dónde había sacado mi abuela aquellas cartas amarillentas y escritas a pluma?
Una vez que hubieron bebido sus cafés y comido un dulce cada uno, se levantaron para marcharse. La abuela repitió el mismo ritual de besamanos, y los hombres, o lo que fueran aquellos seres, se volvieron a colocar sus siniestras capuchas y salieron de la casa con un “Dios las bendiga”. La sombra de las capuchas ocultaba sus ojos, pero la sonrisa del joven permaneció iluminada bajo la oscuridad.

—Abuela, ¿por qué sonríe siempre el fraile joven? —pregunté en cuanto se marcharon.
—Será porque es feliz, hija.
—¿Es que los frailes son más felices que el resto de la gente?
—Puede ser que estar todo el día hablando con Dios, en medio de la naturaleza y apartados del mundo, tenga ese efecto. Yo no podría ser feliz así. Cada uno, hija, busca la felicidad como puede, muy pocos la consiguen. La mayoría debemos conformamos con algún momentico de felicidad en la vida.

Me quedé pensativa tras las palabras de la abuela, dándole vueltas a si yo podría ser feliz viviendo en un santuario como el de Santa Ana de Jumilla, de donde procedían aquellos dos frailes misteriosos.
—Abuela, ¿quién era el Mancebón ese, y por qué tienes esas cartas? —pregunté, mientras seguíamos amasando la mezcla de los buñuelos, de vuelta a la cocina.

Entonces, la abuela me contó aquella fantástica historia de una antepasada monja, llamada Pura, y de su padre espiritual, Juan Mancebón.

—La tía Pura —la llamó la abuela— estaba prometida con un joven que marchó a alguna de las guerras de aquella época, no recuerdo a cuál, y murió en una batalla. Siempre fue muy devota y con tendencia mística, se contaba, —prosiguió la abuela—. Después de su gran pérdida, la tía Pura no tuvo ninguna duda: eligió la clausura como modo de vida. Y aunque apenas había ido a la escuela, en el convento perfeccionó mucho su capacidad lectora y su escritura. Cada una de las monjas tenía asignado un confesor o padre espiritual, y a ella le correspondió un fraile de Santa Ana, aquel tal Juan Mancebón, un todavía joven religioso, tan místico o más que ella, al que incluso, parece ser que se le apareció la Virgen una noche en el monte de Santa Ana.

—Como demuestran las cartas que le he entregado a Fray Bernardino —añadió la abuela—, a la hermana Pura no le bastaba con las visitas reglamentarias de su confesor, sino que, durante algunos años, hubo también correspondencia entre ellos. Las malas lenguas decían, la familia incluida, que entre el fraile y la monja hubo una historia de amor, pero las cartas no desvelan nada de eso. Las palabras de Fray Juan se ciñen a dirigir la fe y el ánimo de Sor Pura. Él responde a las inquietudes espirituales de la joven, le aconseja como controlar sus emociones y su ánimo a través del trabajo, la oración y la meditación. Por lo que relatan sus cartas, ella debía hablarle, en la suyas, que no se han encontrado, de su trabajo en el huerto, en la cocina, de horas fregando suelos o bordando ajuares para las damas casaderas; de las oraciones y cánticos que le dedicaba a Dios cada día mientras trabajaba, del ayuno y la penitencia, incluso de métodos de martirio que utilizaba y que él le recomendaba si el demonio la acechaba más de la cuenta. Solo de pensarlo, se me eriza el vello.

—¿Eso fue antes de que tú nacieras? —le pregunté.
—Mucho antes, mucho antes, lo menos tres siglos.

—Pues el caso es que, cuando murió mi madre —avanzó mi abuela—, haciendo limpieza en su casa, en un baúl del desván, encontré objetos que pertenecieron a la tía Pura: cruces, rosarios, libros de oración, un cilicio y otros instrumentos de martirio, y las cartas, claro. Los franciscanos siempre han viajado por los pueblos cercanos pidiendo limosna y en una ocasión que Fray Bernardino pasó por aquí, le hablé del baúl de Sor Pura. Él se mostró muy interesado por las cartas y me pidió que las donara al convento, para incluirlas en el museo. ¿Para que quería yo aquellas pertenencias de hace siglos en el desván de una casa a punto de derribarse? Así que, sin dudarlo, accedí. Me las traje y hoy ha venido a recogerlas.

—Abuela, me gustaría ir a Santa Ana y conocer ese museo.
—Claro Conchita, le diremos a tu padre que nos lleve un día de estos.

Fue así como unas semanas después, un domingo por la mañana, nos acercamos a Jumilla a visitar el monasterio. Era un día fresco y soleado, casi invernal, y aquel lugar apartado, al cobijo de pinos y peñas me pareció mágico. Fray Bernardino nos recibió con los brazos abiertos, nos enseñó el convento entero: el huerto, el claustro, la capilla, la biblioteca, el museo, y los alrededores, donde estaba la capilla del Beato y, lo que más me impresionó: la cripta en la que, dentro de una urna de cristal, descansaba el cuerpo incorrupto de Fray Bernardo, un fraile al que, se decía, le crecían el pelo y las uñas.

Me quedé paralizada ante aquella estampa lúgubre, pues era lo más parecido a una pesadilla que hubiera podido imaginar. ¿Incorrupto?, me pregunté, si no era más que un esqueleto bajo una piel arrugada y macilenta. La boca, entreabierta, dejaba a la vista una dentadura que dibujaba una macabra sonrisa. En su cráneo crecían, era cierto, algunos mechones blanquecinos de pelo, y sus manos cruzadas sobre la pelvis, se prolongaban en unas uñas largas y biliosas.

Tras aquella primera visita a Santa Ana, se sucedieron algunas otras, y siempre, a pesar de que después solía tener pesadillas, entré a saludar a Fray Bernardo. La atracción por aquello que nos impacta, por horrible que sea, es un gran misterio.

En algún momento, un sensato prior, decidió retirar y sepultar los restos del fraile a un lugar más digno de su cementerio, y apartarlo de las miradas de los curiosos visitantes.


Relatos de Concha Ortega

Concha Ortega
Concha Ortega
Nací en Yecla en la década de los sesenta. Fui una niña obediente y devota, como me enseñaron las monjas del colegio de La Inmaculada. Hubiera deseado estudiar periodismo, pero las circunstancias personales me lo impidieron. He trabajado en distintas empresas de muebles y tapizados. La crisis me ha obligado a prestar servicios como empleada de hogar por horas. Ser colaboradora en elperiodicodeyecla.com colma, en parte, mis inquietudes culturales y mi afán de superación. Contacta conmigo en ortegaconcha60@gmail.com

Era la víspera de Todos los Santos, y la abuela y yo nos encontrábamos en la cocina haciendo la masa para los buñuelos que, a continuación, rellenaríamos de crema, nata y chocolate, cuando sonó la campanilla de la puerta. Con la agilidad de mis ocho años, curiosa, corrí a abrir. ¿Quién podría venir de visita un día ventoso y frío como aquel? Allí plantados, al trasluz de la media tarde, dos figuras oscuras y encapuchadas, engullidas en sus hábitos marrones, me saludaron.

—Ave María Purísima —cantaron a coro.

Del susto, no atiné a contestar aquello de “sin pecado concebida” y, a punto estuve de dar un grito de terror.
—¡Abuelaaaa! —alcé la voz para que viniera en mi auxilio.
—Fray Bernardino, ¡que sorpresa! —dijo ella sonriente, haciendo una sutil reverencia y besándole la mano; y los invitó a entrar.

La familiaridad y la confianza de la abuela en aquellos dos seres, me tranquilizó. Al parecer no se trataba de la muerte, en este caso sin guadaña, acompañada de su ayudante, que venían a llevarnos, o a pactar los acuerdos de un contrato que prorrogara nuestras vidas. Al despojarse de sus capuchas, aparecieron dos hombres, uno mayor, canoso y algo calvo; más joven, de ojos muy claros y sonrisa congelada e inquietante, el otro. Este último llevaba el pelo cortado a cazo y la coronilla rapada con un círculo, lo que llamó mucho mi atención.

—¿Quieren tomar un café calentito?, deben venir helados con este frío —dijo la abuela, siempre servicial.

Los monjes aceptaron gustosos y agradecidos. Se sentaron con aspecto cansado en ambas sillas y fue entonces cuando reparé en que calzaban sandalias. Sus pies me parecieron irreales, como de cartón piedra, curtidos y empolvados de andar y andar por los caminos a la intemperie.

La abuela se ausentó unos instantes a preparar el café y yo me quedé allí sentada, frente a ellos, a fisgonear. El más viejo se dirigió a mí en un par de ocasiones para preguntarme mi nombre y la edad, y se interesó por si ya había recibido la primera comunión. Yo le respondí que estaba yendo a catequesis para comulgar en primavera. El joven, sin embargo, no abrió la boca, pero seguía sonriendo, como lelo. Su aspecto atraía mi curiosidad.
—¿No habla su amigo? —pregunté a Fray Bernardino, con la naturalidad que da tener pocos años.
—No, él ha hecho voto de silencio —respondió, como si yo supiera qué era eso.
—¿Para siempre? —pregunté sorprendida.
—No, no, solo hasta Navidad, hasta la celebración del nacimiento de Jesús.

Enseguida entró la abuela con una bandeja con los cafés y un platito con dulces. Además, bajo el brazo, llevaba un paquetito de papeles doblados y lacrados, atados con un cordón, que entregó a Fray Bernardino.

—Aquí las tiene, hermano, haga con ellas lo que estime oportuno.
El fraile las desató y las ojeó.
—Que gran tesoro para nuestro museo, hermana Eva —¿hermana Eva?, me pregunté—. Cartas de puño y letra del Beato Juan Mancebón.

Yo no perdía ripio. ¿Quién era aquel Beato? ¿Y de dónde había sacado mi abuela aquellas cartas amarillentas y escritas a pluma?
Una vez que hubieron bebido sus cafés y comido un dulce cada uno, se levantaron para marcharse. La abuela repitió el mismo ritual de besamanos, y los hombres, o lo que fueran aquellos seres, se volvieron a colocar sus siniestras capuchas y salieron de la casa con un “Dios las bendiga”. La sombra de las capuchas ocultaba sus ojos, pero la sonrisa del joven permaneció iluminada bajo la oscuridad.

—Abuela, ¿por qué sonríe siempre el fraile joven? —pregunté en cuanto se marcharon.
—Será porque es feliz, hija.
—¿Es que los frailes son más felices que el resto de la gente?
—Puede ser que estar todo el día hablando con Dios, en medio de la naturaleza y apartados del mundo, tenga ese efecto. Yo no podría ser feliz así. Cada uno, hija, busca la felicidad como puede, muy pocos la consiguen. La mayoría debemos conformamos con algún momentico de felicidad en la vida.

Me quedé pensativa tras las palabras de la abuela, dándole vueltas a si yo podría ser feliz viviendo en un santuario como el de Santa Ana de Jumilla, de donde procedían aquellos dos frailes misteriosos.
—Abuela, ¿quién era el Mancebón ese, y por qué tienes esas cartas? —pregunté, mientras seguíamos amasando la mezcla de los buñuelos, de vuelta a la cocina.

Entonces, la abuela me contó aquella fantástica historia de una antepasada monja, llamada Pura, y de su padre espiritual, Juan Mancebón.

—La tía Pura —la llamó la abuela— estaba prometida con un joven que marchó a alguna de las guerras de aquella época, no recuerdo a cuál, y murió en una batalla. Siempre fue muy devota y con tendencia mística, se contaba, —prosiguió la abuela—. Después de su gran pérdida, la tía Pura no tuvo ninguna duda: eligió la clausura como modo de vida. Y aunque apenas había ido a la escuela, en el convento perfeccionó mucho su capacidad lectora y su escritura. Cada una de las monjas tenía asignado un confesor o padre espiritual, y a ella le correspondió un fraile de Santa Ana, aquel tal Juan Mancebón, un todavía joven religioso, tan místico o más que ella, al que incluso, parece ser que se le apareció la Virgen una noche en el monte de Santa Ana.

—Como demuestran las cartas que le he entregado a Fray Bernardino —añadió la abuela—, a la hermana Pura no le bastaba con las visitas reglamentarias de su confesor, sino que, durante algunos años, hubo también correspondencia entre ellos. Las malas lenguas decían, la familia incluida, que entre el fraile y la monja hubo una historia de amor, pero las cartas no desvelan nada de eso. Las palabras de Fray Juan se ciñen a dirigir la fe y el ánimo de Sor Pura. Él responde a las inquietudes espirituales de la joven, le aconseja como controlar sus emociones y su ánimo a través del trabajo, la oración y la meditación. Por lo que relatan sus cartas, ella debía hablarle, en la suyas, que no se han encontrado, de su trabajo en el huerto, en la cocina, de horas fregando suelos o bordando ajuares para las damas casaderas; de las oraciones y cánticos que le dedicaba a Dios cada día mientras trabajaba, del ayuno y la penitencia, incluso de métodos de martirio que utilizaba y que él le recomendaba si el demonio la acechaba más de la cuenta. Solo de pensarlo, se me eriza el vello.

—¿Eso fue antes de que tú nacieras? —le pregunté.
—Mucho antes, mucho antes, lo menos tres siglos.

—Pues el caso es que, cuando murió mi madre —avanzó mi abuela—, haciendo limpieza en su casa, en un baúl del desván, encontré objetos que pertenecieron a la tía Pura: cruces, rosarios, libros de oración, un cilicio y otros instrumentos de martirio, y las cartas, claro. Los franciscanos siempre han viajado por los pueblos cercanos pidiendo limosna y en una ocasión que Fray Bernardino pasó por aquí, le hablé del baúl de Sor Pura. Él se mostró muy interesado por las cartas y me pidió que las donara al convento, para incluirlas en el museo. ¿Para que quería yo aquellas pertenencias de hace siglos en el desván de una casa a punto de derribarse? Así que, sin dudarlo, accedí. Me las traje y hoy ha venido a recogerlas.

—Abuela, me gustaría ir a Santa Ana y conocer ese museo.
—Claro Conchita, le diremos a tu padre que nos lleve un día de estos.

Fue así como unas semanas después, un domingo por la mañana, nos acercamos a Jumilla a visitar el monasterio. Era un día fresco y soleado, casi invernal, y aquel lugar apartado, al cobijo de pinos y peñas me pareció mágico. Fray Bernardino nos recibió con los brazos abiertos, nos enseñó el convento entero: el huerto, el claustro, la capilla, la biblioteca, el museo, y los alrededores, donde estaba la capilla del Beato y, lo que más me impresionó: la cripta en la que, dentro de una urna de cristal, descansaba el cuerpo incorrupto de Fray Bernardo, un fraile al que, se decía, le crecían el pelo y las uñas.

Me quedé paralizada ante aquella estampa lúgubre, pues era lo más parecido a una pesadilla que hubiera podido imaginar. ¿Incorrupto?, me pregunté, si no era más que un esqueleto bajo una piel arrugada y macilenta. La boca, entreabierta, dejaba a la vista una dentadura que dibujaba una macabra sonrisa. En su cráneo crecían, era cierto, algunos mechones blanquecinos de pelo, y sus manos cruzadas sobre la pelvis, se prolongaban en unas uñas largas y biliosas.

Tras aquella primera visita a Santa Ana, se sucedieron algunas otras, y siempre, a pesar de que después solía tener pesadillas, entré a saludar a Fray Bernardo. La atracción por aquello que nos impacta, por horrible que sea, es un gran misterio.

En algún momento, un sensato prior, decidió retirar y sepultar los restos del fraile a un lugar más digno de su cementerio, y apartarlo de las miradas de los curiosos visitantes.


Relatos de Concha Ortega

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Nací en Yecla en la década de los sesenta. Fui una niña obediente y devota, como me enseñaron las monjas del colegio de La Inmaculada. Hubiera deseado estudiar periodismo, pero las circunstancias personales me lo impidieron. He trabajado en distintas empresas de muebles y tapizados. La crisis me ha obligado a prestar servicios como empleada de hogar por horas. Ser colaboradora en elperiodicodeyecla.com colma, en parte, mis inquietudes culturales y mi afán de superación. Contacta conmigo en ortegaconcha60@gmail.com
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Nací en Yecla en la década de los sesenta. Fui una niña obediente y devota, como me enseñaron las monjas del colegio de La Inmaculada. Hubiera deseado estudiar periodismo, pero las circunstancias personales me lo impidieron. He trabajado en distintas empresas de muebles y tapizados. La crisis me ha obligado a prestar servicios como empleada de hogar por horas. Ser colaboradora en elperiodicodeyecla.com colma, en parte, mis inquietudes culturales y mi afán de superación. Contacta conmigo en ortegaconcha60@gmail.com
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