Mi madre me parió un día de primavera y de sol resplandeciente. Nací a las doce la mañana en una amplia habitación recién encalada en la casa de mi abuela. En cuanto llegué al mundo y abrí los ojos, una prima de mi abuela paterna, que nadie sabía por qué andaba por allí, dijo con rotundidad: “Este niño es un elegido, un ángel blanco”. A la comadrona le hizo gracia el comentario y añadió: «Más que blanco parece transparente».
Sin embargo, a mis padres les molestó aquello del “elegido”, pues la dichosa prima de la abuela tenía fama de bruja y de manipuladora; por eso nunca dejaron que Facunda, que así se llamaba la señora, se me acercara demasiado. Además, mi madre por aquel entonces era muy supersticiosa y no le gustaba cómo la vieja miraba al recién nacido; esto es, a mí.
Aun con todo, empezaron a llamarme ‘el blanquito’, y ya se sabe que alrededor de los albinos y de los pelirrojos existen múltiples leyendas. Mi abuelo Teodoro lo tuvo claro en cuanto me vio: «Este será un periyán de cuidado». Cierto es que, hasta día de hoy, mis hermanas siguen pensando que estoy marcado para la rebeldía. De hecho, cada vez que se rompía algo, todos sospechaban de mí. «Seguro que ha sido el blanquito», decían.
Esta monserga la escuché tantas veces que parecía que era yo quien lo recordaba con viveza, y es que los relatos familiares se convierten en recuerdos propios con facilidad.
A los seis años sufrí una crisis extraña. Me recuerdo corriendo descalzo por el campo y llorando; me sangraban los pies y la fiebre me provocó alucinaciones. Después estuve en cama varias semanas. Empecé el colegio tarde y con mucha dificultad; tardé más de un año en aprender a leer las primeras letras. Sin embargo, aquella época se ha borrado de mi memoria.
En nuestra casa solo había tres fotos familiares: una de mi madre a los dieciséis años con traje regional yeclano, la foto de la boda de mis abuelos y la de un hermano de mi madre que murió siendo niño.
Os preguntaréis si soy albino, pero no. Eso sí, mi piel es muy delicada; a los siete años conocí el mar en Alicante, el sol me quemó la espalda, la cara y las piernas. No me gustó la playa ni la pegajosa arena, pero el mar sí.
Al poco de cumplir ocho años empezaron a atormentarme unos dolores de cabeza persistentes y me llevaron al médico, a la consulta de don Germán Jiménez, que era un doctor muy respetado en el pueblo. Como no encontraba ninguna causa, después de examinarme, el médico dijo con gravedad:
—Este niño necesita unas buenas natillas de vez en cuando y una bicicleta.
Mi madre, escandalizada, se levantó de un salto dispuesta a salir corriendo, pero don Germán le extendió una receta que decía: Natillas dos o tres días por semana y una buena bici. Como no podía parar de reír mi madre me dio un pescozón.
Cada vez que me dolía la cabeza, yo le recordaba lo de las natillas y mi madre me amenazaba con darme un capón para que me doliera la cabeza con motivo.
Mi madre y mi abuela, en complicidad y descontentas con la receta del prestigioso doctor, decidieron llevarme a una curandera de Villena que contaba con el beneplácito de mucha gente, pues decían que era milagrera.
En la sala de espera había personas de muy distintos males: ciegos de nacimiento que habían empezado a ver después de varias visitas, lisiados que salían caminando alegremente después de varias sesiones, pacientes de variadas dolencias y señoras tristes aquejadas de melancolía…
El tiempo de espera fue largo y tuve tiempo para observar con detenimiento la iconografía que decoraba la estancia: Una figura grande del corazón de Jesús, algunos santos desconocidos en laminas amarillentas, un San Gabriel sometiendo al maligno con su espada y pisándole la cabeza y muchas velas; velas por todos los rincones. No había dos sillas iguales y el sofá donde mi madre y mi abuela se sentaron era de escay, muy desgatado y mugriento. Todo estaba teñido de una pátina oscura y olía a cera quemada y a sudor rancio.
La estancia a la que llamaban consulta era un cuartucho angosto con una gran ventana que daba a un corral donde unas gallinas cacareaban: La santera me miró de arriba abajo, se levantó de su silla de un salto, dio vueltas a mi alrededor, me tocó el pelo casi con miedo, me abrió los ojos para mirar las retinas con una lupa y sin dudarlo dijo lo mismo que Facunda años antes: «Este niño es un ángel, un elegido para hacer el bien».
Mi madre insistió en el asunto de los dolores de cabeza, pero la santera le pidió paciencia.
—Tengo que examinarlo con tranquilidad —dijo, y se me acercó con cautela por detrás. Con sus manos huesudas acarició mis sienes muy suavemente y pronunció unas palabras, creo que en latín mirando al techo. Luego me susurró al oído unas silabas cortas e ilegibles, parecían palabras inventadas. El aliento de la sanadora era una mezcla de cebolla y de aguardiente.
Me dijo que cerrara los ojos y pidió a mi abuela y a mi madre que salieran de la consulta porque tenía que aplicarme un terapia secreta. Mi abuela dijo que ni hablar y mi madre me cogió del brazo y gritó: «¡Hasta aquí hemos llegado, a mi hijo no le hace usted nada secreto y menos en solitario!
Salimos de allí a toda prisa, fuimos a la estación, subimos al Chicharra e hicimos el viaje de vuelta al pueblo con comentarios airados y molestos de las dos progenitoras, pero en voz baja, mascando los insultos. ¡Menuda bruja!, repetían de vez en cuando.
Era verano, hacía un calor que derretía las almas y decidieron tomar una horchata en la Frigues, la heladería del parque. A mí me hizo mucha gracia la consulta y acordándome de Don Germán pedí un chambi, el sabor me recordaba a las natillas; estaba buenísimo. Las progenitoras seguían enfadadas:
—¡Tenía mirada maliciosa y perversa! —gritaba mi abuela refiriéndose a la curandera.
—Por cierto —me dijo mi madre clavándome sus ojos verdes— a tu padre ni una palabra de esto.
—¿Y al abuelo? —pregunté consternado.
—¡A ese menos! —contestó mi abuela.
Al rato dije una frase en voz baja con timidez, pero no me escucharon; ellas seguían a lo suyo, pero entonces decidí repetir en voz más alta el mismo mensaje y me salió desentonado y con voz estridente:
—¡Ya no me duele la cabeza!
—¿Cómo? —corearon las dos al mismo tiempo.
—Que ya no me duele la cabeza.
—¿Tú estás seguro de eso? —me inquirieron.
Esbocé una sonrisa acobardada; las dos tenían un carácter poderoso.
—Sí, ya no me duele —respondí temeroso, y esta vez sonreí con alegría auténtica. En ese momento descubrí lo que era el placer, o lo que es casi lo mismo, no sentir dolor y añadí:
—A lo mejor es por la curandera o por el chambi, porque por las natillas o la bici, no.
Me miraron con los ojos muy abiertos y se acabaron las horchatas sin decir palabra, pero se les notaba cierta satisfacción en los ojos, como de niñas traviesas.
—Ya sabes, ni mu al abuelo de esto —me aseveró mi abuela con el dedo índice amenazante.
Cada día al levantarme, mi madre me preguntaba por el dolor y cada mañana le confirmaba la desaparición de las migrañas. Mi padre atribuyó la desaparición a algún cambio debido al desarrollo y a partir de entonces empezó a interrogarme sobre la masturbación. Yo me hacía el tonto con lo del dolor y con lo de las pajas.
Varios años después de la visita a la santera, descubrí por casualidad que tenía la virtud de atraer el bien y de ser beneficioso para todos con los que tenia relación. Y lo de la crisis de los seis años fue desvelado años más tarde, pero esa es otra historia.
Efectivamente, soy un ángel blanco, lo sigo diciendo de vez en cuando intentando convencer a mis amigos y a mi novia. No sé si será cierto, pero relaja a mis compañeros de viaje. Por cierto. mi perro también es blanco.
¡Ah!, las natillas me gustan con locura, pero no sé montar en bicicleta.
Teo naciste en primavera otros en diciembre con medio metro de nieve. Tú eras blanquito, otros nacieron también blancos con pelo de «panocha»… y todo eso.
Uno de los médico más famoso por su maneras tan peculiares fue D. Germán. A Teo le recetó comer natillas, a otros un «revuelto» de la casetica que había al caer del Regio, justo enfrente de su domicilio en la calle San Francisco. El revuelto consistía en «tramuzos», (altramuces muy oxidantes) garbanzos torraos, pipas y alguna cosa más.
«También cuentan que en su consultorio recibe a una madre y una hija y pensando que la enferma era la hija le dice; «quítese la ropa» la madre la advierte que la enferme era ella, D. Germán sin mover una pestaña le dijo; «entonces saque la lengua». Visitaba a los enfermos por el trayecto se iba leyendo una novela.
Gran aportación de las curanderas de aquellos entonces sobre todo para enfermedades nerviosas. Había que creer, si lo hacías el resultado era satisfactorio. Los nervios ya eran menos al salir y más si te mandaban tomar agua de azahar. Manos de santo.
Teo, Unas aportaciones para enriquecer tus grandes relatos. Saludos.