Dormía y soñaba con campos de trigo en las llanuras manchegas de Campo de Criptana, cuando sentí en mi pecho la mano fría de Ana.
—Despierta, han llamado —me susurró al oído. Su voz era temblorosa y, al abrir los ojos, escuché dos golpes secos, seguidos y rotundos.
Era cierto, alguien llamaba. Me tiré de la cama sin pensarlo. Por las escaleras volví a escuchar los dos golpes, otra vez, y me pareció que no eran en la puerta de la casa. Pero, por inercia, seguí bajando, y al llegar a la puerta y abrirla, descubrí que no había nadie. Sentí una ráfaga de aire frío y miedo. Volví a escuchar los dos golpes, pero esta vez eran secos y lejanos, y a continuación, o al mismo tiempo —no sé diferenciar ahora—, oí un grito de Ana desde el dormitorio. Dejando la puerta abierta, subí los peldaños de dos en dos hasta llegar arriba, y allí estaba Ana, tapándose los ojos, sentada en la cama y sollozando. La abracé, tiritaba.
—Los golpes suenan en el tejado y también se escucha la voz de un niño pidiendo auxilio —me dijo entre lágrimas. Volvieron a sonar los golpes: era como si un puño de gigante golpeara un muro de piedra, y una voz infantil, pero apagada, como si el niño estuviera en el fondo de un pozo pidiendo ayuda.
—¡No puedo más! —gritó mi querida esposa.
No dije nada, pero un culebreo helado me recorrió la espalda, por toda la columna. Tuve la sensación de que alguien respiraba junto a mi espalda, pegado a mi nuca. Me di la vuelta y no había nadie; «será el aliento frío de la muerte», pensé. Esa idea macabra vino a mi mente por el recuerdo de un cuento que escuché cuando era niño y que siempre me produjo terror. Contaban que, cuando sientes ese aliento frío en la nuca, es la respiración de la parca, que ha venido para anunciarte la muerte de un familiar cercano o tu propia muerte… Volvieron a sonar los golpes. Escuché con atención, pero ahora eran varios niños llorando y pidiendo auxilio.
—Tranquila, cariño, eso debe ser alguna teja suelta, una gata en celo o la puerta metálica del trastero —lo dije con seguridad para calmarla, pero yo no estaba tan seguro. Además, me temblaba todo el cuerpo. Subí al desván; allí estaba todo en orden. Subí a la terraza y tampoco había nada extraño: la mesa de playa, las dos hamacas, la botella vacía de la noche anterior, las copas todavía tintadas de mosto, el cenicero con varias colillas, la rebeca azul de Ana y mis chanclas.
Empezaba a amanecer.
Ya no volvieron a sonar los golpes. Ana fue a ducharse después de que le sirviera un té templado y unas galletas. Me besó, y su beso me supo amargo, el beso de una pesadilla.
La gata me miraba fijamente. Le puse comida en su cuenco, pero no se movía; seguía mirándome con esa mirada que lanzan los gatos, que parece que quieren descifrar tus secretos. El día transcurrió apacible y muy caluroso. Pasamos la mañana en la playa y comimos en un chiringuito. No decíamos nada de los golpes ni de los llantos, pero a los dos nos daba miedo volver a la casa. Hablamos del calor, de la temperatura del agua o de la impertinencia de la gente. Cosas insustanciales. Nada. Nos consolaba saber que solo nos quedaba una noche en esa casa alquilada.
Tomamos unas copas en una terraza, disfrutando de la brisa marina, y fuimos tarde a la cama. Esa noche, un silencio espeso se colaba por la ventana, y una tímida luna menguante reinaba en un cielo oscuro. Como no conseguíamos dormir, encendimos la televisión y vimos a niños llorando correr bajo una polvareda provocada por explosiones. Escombros, casas derruidas, fuego, ambulancias y hombres implorando al cielo con niños muertos entre sus brazos, y bombas cayendo sobre tejados.
Nos abrazamos y decidimos salir de viaje. A mí me gusta conducir de noche. Ana duerme en el asiento reclinado del copiloto. La gata duerme en el asiento de atrás. Antes de que amanezca, estaremos en casa.