Hace poco fuimos a ver al Cristo Yacente de la iglesia de los Capuchinos de El Pardo, en Madrid, tallado por Gregorio Fernández; reposa dentro de una urna de bronce y mármol. La figura es de un realismo sobrecogedor. Durante el viaje de vuelta, aconsejados por un amigo, escuchamos en el coche El Mesías de Häendel sin decir ni una sola palabra. El cielo de Madrid lucía hermoso, iluminado por una luna llena deslumbrante; del retrovisor del parabrisas colgaba un pequeño rosario con un crucifico plateado y pensé en El Cristo de Velázquez y en El Descendimiento de Van der Weyden, pero seguí callado.Conocemos imágenes veneradas durante cientos de años, representaciones religiosas de una calidad artística indiscutible, acariciadas por miles de fieles y en algunos casos por místicos poseídos por una fe inquebrantable. El cristo que acabábamos de ver tiene desgastada la policromía de unos de sus pies y pueden verse las betas de la madera; y en ese trozo y en el brillo exagerado de toda la figura, recuerdas que es una talla y no un hombre muerto de verdad.En España, mayoritariamente se veneran vírgenes: La Macarena sevillana, la de Covadonga en Asturias, la del Pilar en Zaragoza o la del Castillo en Yecla; podría poner cientos de ejemplos de vírgenes locales. Hay mucha gente que no lo entiende y le parece una vulgaridad o una simpleza y entiendo que no compartan la devoción, pero lo que no entiendo es cómo siendo anti idólatras, luego esos mismos santifican La Novena Sinfonía de Beethoven, las canciones de The Beatles, Las Meninas de Velázquez, el Guernica de Picasso o el himno de un club deportivo.El caso más exagerado es la Mona Lisa o el autorretrato de Frida Kahlo, convertidos en iconos. La lista de imágenes, de objetos o de músicas a las que el ser humano ha ido dotando de un poder mágico o de un aura misteriosa, es infinita. He visto llorar a gente frente a la virgen de su pueblo y a devotos arrodillados y sollozando ante un Cristo crucificado, pero también a melómanos sollozando al escuchar a Pavarotti. También yo, sin ser idólatra, me he emocionado ante el cuadro de El Jardín de las Delicias del Bosco o frente a «Los fusilamientos» del 3 de mayo de 1808 que pintó Goya. Eso sí, creo que no besaría nunca las manos de mi pianista favorita y aunque Velázquez en persona apareciera en la puerta de mi casa, ni siquiera le abriría la puerta. Pero entiendo la devoción a algunas figuras bellísimas por el poder estético de dichas obras.También la cultura laica y consumista ha elevado a los altares de la idolatría a músicos o a deportistas, incluso a la categoría de héroes universales. ¿Qué me dicen del caso de Maradona con los argentinos, otorgándole el titulo de dios en vida, o la cultura pop convirtiendo a Marilyn en símbolo erótico mundial o a Elvis transformado en dios inmortal?Aquí en España es más complicado; aquí solo nos gustan los perdedores o los mártires, si fuese legal apedrearíamos a los triunfadores. Y lo que entusiasma en este pobre país, siempre en manos de gente dispuesta para el enfrentamiento hasta en las cosas más insignificantes, es la polaridad y si unos defienden a Fulano, los otros lo atacan o defienden al contrincante. Creo que somos dogmáticos a la contra. El último ejemplo llamativo es el famoso cartel de la Semana Santa sevillana, con un Cristo guapísimo que parece ser que ha ofendido a algunos cofrades y a una asociación de abogados cristianos, sin darse cuenta de que las iglesias españolas y toda la iconografía religiosa está llena de Cristos de ojos azules y de cuerpos atléticos… Miren los cristos resucitados de Rubens o el de Guido Reni, o el de Murillo, todos parece que han pasado antes por el gimnasio y por la peluquería para hacerse tirabuzones.
El arte barroco es la mejor campaña de publicidad y de adoctrinamiento inventada por una institución y de ahí nos vienen ejemplos muy ilustrativos de figuras muy populares y veneradas. Y los pasos más espectaculares de Semana Santa, creados para la mayor representación de teatro callejero, lucen cada año ante un público enfervorecido
Los ateos atacan a la iglesia y a sus rituales, los descreídos prosaicos ridiculizan a los poetas y, todos juntos, a cualquiera que se le ocurra demostrar suficiencia. El orgullo o la grandilocuencia nos molesta, adoramos a los derrotados, a los muertos y a los humildes, aunque estos ejerzan una falsa modestia. Y lo más grave es que nos consideramos siempre malditos y miserables, por eso nos gustan los cristos ensangrentados, llenos de llagas y con cara de sufrimiento…