Escucho voces todo el tiempo. Los nombres siempre me parecen abstracciones fantásticas. ¿Por qué a alguien con cara de llamarse Ramón le pusieron el nombre de Arturo? ¿O a una niña que nada más nacer sonríe le colocan el nombre de Dolores? Lo adecuado sería llamarla Alegría o Esperanza…
Cuando miro retratos en fotografías o pinturas, nunca miro el nombre del retratado; los nombres me importan poco. Lo que me gusta es imaginar las voces de sus autores. A Tiziano lo imagino con una voz apagada, como si hablara desde una torre muy alta, y no tengo muy claro en qué idioma lo hace.
Sin embargo, a Rembrandt lo escucho hablando español. No sé si es un capricho de mi imaginación, pero las erres las mastica como si fuesen de ternilla. A todos los pintores holandeses los identifico con voces algo agrias, rasposas, como si sus gargantas estuviesen llenas de arena de sílice. Los pintores franceses siempre me parecen sonar desafinados, sobre todo la voz de Matisse.
Dicen que Kandinsky padecía de sinestesia; al ver los colores escuchaba sonidos y al revés. Yo escucho voces continuamente cuando miro retratos y cuando entro en un museo. Oigo susurros, murmuraciones, gritos y rezos. Creo que los personajes allí retratados pretenden decirme algo. El bullicio de turistas solo es ruido de fondo.
Me detengo delante de algunos cuadros y puede parecer que observo atentamente, pero en realidad lo que estoy haciendo es escuchar, unas veces al personaje y otras al autor. San Francisco de Zurbarán susurra todo el tiempo; lo que no distingo bien es si reza o maldice. Sin embargo, el pintor sevillano es silencioso.
De todos los retratos que he visto en pintura, es el retrato de Martin Ryckaert, realizado por Van Dyck, el que más me llama la atención. Con esos ojos tristes, con un brazo amputado y esa presencia rotunda, el nombre de Martin no se ajusta a su apariencia. La voz de este hombre no es quejumbrosa a pesar de su mirada tristona y suplicante; es sosegada pero firme. Delante de este cuadro escucho las dos voces, y me hablan ambos continuamente.
Conozco las voces de algunos pintores famosos del siglo XX, y ninguna me parece que encaje con su pintura. La de Picasso, hablando en francés, es un poco falsa; la de Miró es tan delicada como la de un astrónomo en pleno éxtasis. La de Dalí es impostada, pero luce como un sol abriéndose paso en las tinieblas; es un sonido cosquilleante y juguetón, como las moscas que revolotean en la comisura de su boca.
De los pintores actuales que me gustan, prefiero leer entrevistas antes que escucharles hablar. Generalmente, los pintores y fotógrafos no son diestros en el lenguaje verbal. Los escultores antiguos, esos que manejaban las gubias y los cinceles, creo que al ser menos retóricos eran ahorrativos en adjetivos y certeros con los verbos.
Encuentro diariamente caras conocidas que estoy seguro vienen de tiempos lejanos. He visto caras en Berlín o en Madrid que confundo con personajes de mi infancia en Yecla. Cada vez me cuesta más diferenciar las caras de gentes que conocí hace diez o veinte años. Sin embargo, las voces no las olvido nunca; debo tener un archivo de sonidos con estante en mi cerebro y, en cuanto las escucho, soy capaz incluso de recordar el lugar donde nos conocimos. Escucho voces en sueños que hace tiempo se apagaron y me sirven de consuelo; y escucho voces de vivos que preferiría no escuchar.