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🍁 jueves 21 noviembre 2024
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Paco, el fantasma

Doña Remedios tiene el don de sacar a la niña curiosa y traviesa que llevo dentro. Les voy a contar la última aventura que hemos vivido juntas, no sin ruborizarme, porque es algo que nunca hubiera hecho por mí misma y sin ella a mi lado como instigadora.

No hace mucho, Rosa, su hija, volvió a llamarme para que me quedara un fin de semana con ella, pues tenía que irse viaje.
Cuando llegué el viernes por la tarde, me recibió jovial y dicharachera, con esa expresión que ya conozco bien y que auguraba alguna sorpresa de la que temía no poder escabullirme, aunque quisiera.

—Concha, mañana me tienes que llevar a mi casa, ya sabes. He quedado allí con una vieja amiga para enseñársela. Y no te preocupes, que mi Rosa está al tanto —me comentó en cuanto nos quedamos a solas.
—¿Y por qué no me ha dicho nada ella? —pregunté recelosa.
—Tú déjala tranquila, que disfrute, la pobre tiene derecho a expansionarse un poco —me dijo cargada de razón.

Yo preferí no seguir ahondando, aunque tenía la certeza de que esta mujer tiene la habilidad de inmiscuirme en sus líos, no del todo inocentes, y algún día me va a buscar algún problema con su familia.

La tarde fue agradable, charlamos un rato, vimos la televisión, cenamos, y antes de irnos a la cama, cuando llamó Rosa para decir que ya había llegado a su destino y preguntar cómo había ido todo, me limité a decirle que todo iba viento en popa.

Me quedé durmiendo mientras leía en la cama y, cuando apagué la luz, la casa estaba sumida en un plácido silencio.

Llegamos a la puerta de la vieja casa a la hora indicada. Empezaba a oscurecer cuando vi acercarse por la acera a una anciana cogida del brazo de una joven que seguro no alcanzaría la treintena, y de otra mujer, más o menos de mi edad, de aspecto estrafalario y cabellos teñidos de rojo.

Cuando llegaron lentamente hasta nosotras, Doña Remedios me las presentó. La mayor era su amiga de toda la vida, Elvira, “de las pocas que me quedan todavía”, apuntó con nostalgia. La joven que la acompañaba era su nieta: Amalia. Y la otra, que no era del pueblo, una tal Juanita, que se presentó como “médium” y “curandera”.

Ante aquella revelación, me quedé de piedra y tuve que contener el coraje que se apoderó de mí por haber sido tan cándida y haberme dejado sorprender cuando empecé a sospechar el motivo por el que estábamos allí. Preferí callar por el momento, hasta ver lo que ocurría.

De pronto, nos vimos frente a una mesa con encimera de mármol que había en una especie de salón situado en la planta baja de la casa, rodeada de velas. Juanita plantificó en el centro una ouija, ya saben, un tablero con letras y números y una especie de apuntador sobre las que las presentes debíamos apoyar un dedo para iniciar una sesión de contacto con espíritus, difuntos y otras almas en pena.

El corazón se me desbocó cuando la médium encargada de dirigir la sesión preguntó si había alguna presencia allí, y todavía más cuando el apuntador empezó a moverse y se fue directo hacia el “si” del tablero.

—Dinos tu nombre —continuó demandando la extraña mujer, con una voz potente y firme, pero amable.
—Paco —señaló el apuntador, momento en el que tuve que reprimir la carcajada, pues me pareció un nombre demasiado corriente para todo un señor fantasma.
—¿Puedes decirnos tu apellido?
—Puche —siguió señalando el puntero, letra a letra.
—¡Leñe! ¡Ese era mi abuelo! —susurró Doña Remedios llena de emoción.
—¿Por qué estás aquí? —continuó preguntando la médium.
—Mi casa—fue la respuesta escrita en el tablero, y no pude evitar pensar en E.T, el extraterrestre, reprimiendo de nuevo la risa.
—Fue el que construyó esta casa hace más de cien años —siguió informándonos la descendiente allí presente. Noté cómo le temblaba la mano.
—¿Quieres decirnos algo?
—Iros de mi casa —contestó a toda velocidad, como enojado, a la vez que una ráfaga de viento abrió súbitamente el balcón del cuarto, que daba a un espacioso patio, apagando la mayor parte de las velas y provocando el grito al unísono de la mayoría de las presentes.

Amalia, la nieta de la amiga de Doña Remedios, se sentó encima de mí, abrazándome fuertemente:
—¡Concha, vámonos de aquí! —dijo visiblemente asustada.
—¡Calma! —dijo Juanita sin quitar el dedo del puntero, y sus uñas larguísimas, pintadas de varios colores al estilo Rosalía, destellaron como luces de discoteca.
—Es que el abuelo Paco tenía muy mala leche —se lamentó Doña Remedios.
—Pero Paco, ahora la casa es de su nieta Remedios, aquí presente —indicó la oficiante.
—Esa no es nieta ni na’— respondió categórico el puntero con celeridad.
—¿Cómo que no es su nieta? —preguntó la “médium”, haciéndose la ingenua, como si no se hubiera informado de todo con anterioridad.

Cuando vi la expresión de turbación de Doña Remedios, supe que había llegado el momento de terminar con aquella farsa.
—Señoras, creo que la fiesta debe finalizar, se está haciendo tarde —dije como excusa, no queriendo profundizar en más detalles.
—¿No quiere nadie saber por qué ha dicho Paco que esta mujer no es su nieta? —preguntó como sorprendida la celebrante.
—¡No! —contesté tajante mientras me levantaba de la silla—. ¡Se levanta la sesión!
—Bueno, yo hago lo que me pidan, estoy a su disposición, pero mis honorarios son cincuenta euros por sesión —soltó Juanita, percatándose de mi evidente indignación.

Aquello era el colmo de la desfachatez, no podía consentir aquella estafa. Pero vi a Doña Remedios echar mano al bolso y sacar un flamante billete de esa cantidad, como si lo llevara preparado.

—Concha, déjalo estar, ya lo habíamos acordado así —me dijo.

Salí de allí a toda prisa, estornudando como una posesa por el polvo que el viento había alborotado al abrir la ventana. En la calle, cada una se fue por su lado. Yo estaba muy enfadada porque me había sentido engañada y utilizada pero, sobre todo, porque no había impedido que timaran a una pobre anciana.

Ya anochecido, bajamos los callejones desde la calle San Antonio hasta el Parque, sin cruzarnos apenas con nadie. Era una noche ventosa y fría de marzo y seguro que quien nos viera pensaría que qué haría yo con aquella vulnerable mujer por la calle a esas horas.
No pronuncié palabra en todo el trayecto. Fue ella la que rompió el silencio.

—Perdona, Concha, que no te haya dicho nada, es que sabía que, si te decía a lo que íbamos, te habrías negado.
—¡Pues claro! Esa mujer es un fraude y yo lo he permitido.
—Mira, es que mi amiga Elvira me la recomendó porque ella tuvo una sesión en su casa y estuvo hablando con su marido tan ricamente, y como todo el mundo habla de que en esta casa hay fantasmas, pues pensamos que podríamos comprobarlo de esta manera. Solo es un juego, no te enfades.
—Sí, un juego de cincuenta euros.
—Por lo menos ahora sabemos quién es el fantasma.
—¿Pero usted se ha creído todo lo que ha dicho esa mujer?
—La flecha se movía.
—¡Ella la movía!
—¿Cómo lo sabes?
—¿Qué otra explicación hay?
—¿Y cómo ha sabido el nombre y el apellido de mi abuelo, y que no soy nieta de verdad, sino adoptada?
—Pues porque esta gente se informa bien antes de hacer su pantomima, y esto es un pueblo, y nos sabemos la vida y milagros de cada uno de los que vivimos en él.

Ya estábamos en el Parque cuando otra ráfaga de aire hizo crujir una rama de medianas dimensiones que cayó justo después de pasar nosotras, dándonos un buen susto. No me atreví a pensar que “el fantasma” de Paco, nunca mejor dicho, nos perseguía con su mala leche, pero aun así, se me erizó el vello.

Después de cenar un poco y acostar a Doña Remedios, yo también me metí en la cama y cogí mi libro con la intención de sacar de mi cabeza lo ocurrido aquella extraña tarde, pero no fue fácil. El susto y el enfado seguía hirviendo mi sangre y me impedían concentrarme. Mientras intentaba conciliar el sueño, me planteé si, después de aquello, volvería a aceptar un trabajo como aquel, con Doña Remedios de camarada. Todo se andará.


Relatos de Concha Ortega

Concha Ortega
Concha Ortega
Nací en Yecla en la década de los sesenta. Fui una niña obediente y devota, como me enseñaron las monjas del colegio de La Inmaculada. Hubiera deseado estudiar periodismo, pero las circunstancias personales me lo impidieron. He trabajado en distintas empresas de muebles y tapizados. La crisis me ha obligado a prestar servicios como empleada de hogar por horas. Ser colaboradora en elperiodicodeyecla.com colma, en parte, mis inquietudes culturales y mi afán de superación. Contacta conmigo en ortegaconcha60@gmail.com

Doña Remedios tiene el don de sacar a la niña curiosa y traviesa que llevo dentro. Les voy a contar la última aventura que hemos vivido juntas, no sin ruborizarme, porque es algo que nunca hubiera hecho por mí misma y sin ella a mi lado como instigadora.

No hace mucho, Rosa, su hija, volvió a llamarme para que me quedara un fin de semana con ella, pues tenía que irse viaje.
Cuando llegué el viernes por la tarde, me recibió jovial y dicharachera, con esa expresión que ya conozco bien y que auguraba alguna sorpresa de la que temía no poder escabullirme, aunque quisiera.

—Concha, mañana me tienes que llevar a mi casa, ya sabes. He quedado allí con una vieja amiga para enseñársela. Y no te preocupes, que mi Rosa está al tanto —me comentó en cuanto nos quedamos a solas.
—¿Y por qué no me ha dicho nada ella? —pregunté recelosa.
—Tú déjala tranquila, que disfrute, la pobre tiene derecho a expansionarse un poco —me dijo cargada de razón.

Yo preferí no seguir ahondando, aunque tenía la certeza de que esta mujer tiene la habilidad de inmiscuirme en sus líos, no del todo inocentes, y algún día me va a buscar algún problema con su familia.

La tarde fue agradable, charlamos un rato, vimos la televisión, cenamos, y antes de irnos a la cama, cuando llamó Rosa para decir que ya había llegado a su destino y preguntar cómo había ido todo, me limité a decirle que todo iba viento en popa.

Me quedé durmiendo mientras leía en la cama y, cuando apagué la luz, la casa estaba sumida en un plácido silencio.

Llegamos a la puerta de la vieja casa a la hora indicada. Empezaba a oscurecer cuando vi acercarse por la acera a una anciana cogida del brazo de una joven que seguro no alcanzaría la treintena, y de otra mujer, más o menos de mi edad, de aspecto estrafalario y cabellos teñidos de rojo.

Cuando llegaron lentamente hasta nosotras, Doña Remedios me las presentó. La mayor era su amiga de toda la vida, Elvira, “de las pocas que me quedan todavía”, apuntó con nostalgia. La joven que la acompañaba era su nieta: Amalia. Y la otra, que no era del pueblo, una tal Juanita, que se presentó como “médium” y “curandera”.

Ante aquella revelación, me quedé de piedra y tuve que contener el coraje que se apoderó de mí por haber sido tan cándida y haberme dejado sorprender cuando empecé a sospechar el motivo por el que estábamos allí. Preferí callar por el momento, hasta ver lo que ocurría.

De pronto, nos vimos frente a una mesa con encimera de mármol que había en una especie de salón situado en la planta baja de la casa, rodeada de velas. Juanita plantificó en el centro una ouija, ya saben, un tablero con letras y números y una especie de apuntador sobre las que las presentes debíamos apoyar un dedo para iniciar una sesión de contacto con espíritus, difuntos y otras almas en pena.

El corazón se me desbocó cuando la médium encargada de dirigir la sesión preguntó si había alguna presencia allí, y todavía más cuando el apuntador empezó a moverse y se fue directo hacia el “si” del tablero.

—Dinos tu nombre —continuó demandando la extraña mujer, con una voz potente y firme, pero amable.
—Paco —señaló el apuntador, momento en el que tuve que reprimir la carcajada, pues me pareció un nombre demasiado corriente para todo un señor fantasma.
—¿Puedes decirnos tu apellido?
—Puche —siguió señalando el puntero, letra a letra.
—¡Leñe! ¡Ese era mi abuelo! —susurró Doña Remedios llena de emoción.
—¿Por qué estás aquí? —continuó preguntando la médium.
—Mi casa—fue la respuesta escrita en el tablero, y no pude evitar pensar en E.T, el extraterrestre, reprimiendo de nuevo la risa.
—Fue el que construyó esta casa hace más de cien años —siguió informándonos la descendiente allí presente. Noté cómo le temblaba la mano.
—¿Quieres decirnos algo?
—Iros de mi casa —contestó a toda velocidad, como enojado, a la vez que una ráfaga de viento abrió súbitamente el balcón del cuarto, que daba a un espacioso patio, apagando la mayor parte de las velas y provocando el grito al unísono de la mayoría de las presentes.

Amalia, la nieta de la amiga de Doña Remedios, se sentó encima de mí, abrazándome fuertemente:
—¡Concha, vámonos de aquí! —dijo visiblemente asustada.
—¡Calma! —dijo Juanita sin quitar el dedo del puntero, y sus uñas larguísimas, pintadas de varios colores al estilo Rosalía, destellaron como luces de discoteca.
—Es que el abuelo Paco tenía muy mala leche —se lamentó Doña Remedios.
—Pero Paco, ahora la casa es de su nieta Remedios, aquí presente —indicó la oficiante.
—Esa no es nieta ni na’— respondió categórico el puntero con celeridad.
—¿Cómo que no es su nieta? —preguntó la “médium”, haciéndose la ingenua, como si no se hubiera informado de todo con anterioridad.

Cuando vi la expresión de turbación de Doña Remedios, supe que había llegado el momento de terminar con aquella farsa.
—Señoras, creo que la fiesta debe finalizar, se está haciendo tarde —dije como excusa, no queriendo profundizar en más detalles.
—¿No quiere nadie saber por qué ha dicho Paco que esta mujer no es su nieta? —preguntó como sorprendida la celebrante.
—¡No! —contesté tajante mientras me levantaba de la silla—. ¡Se levanta la sesión!
—Bueno, yo hago lo que me pidan, estoy a su disposición, pero mis honorarios son cincuenta euros por sesión —soltó Juanita, percatándose de mi evidente indignación.

Aquello era el colmo de la desfachatez, no podía consentir aquella estafa. Pero vi a Doña Remedios echar mano al bolso y sacar un flamante billete de esa cantidad, como si lo llevara preparado.

—Concha, déjalo estar, ya lo habíamos acordado así —me dijo.

Salí de allí a toda prisa, estornudando como una posesa por el polvo que el viento había alborotado al abrir la ventana. En la calle, cada una se fue por su lado. Yo estaba muy enfadada porque me había sentido engañada y utilizada pero, sobre todo, porque no había impedido que timaran a una pobre anciana.

Ya anochecido, bajamos los callejones desde la calle San Antonio hasta el Parque, sin cruzarnos apenas con nadie. Era una noche ventosa y fría de marzo y seguro que quien nos viera pensaría que qué haría yo con aquella vulnerable mujer por la calle a esas horas.
No pronuncié palabra en todo el trayecto. Fue ella la que rompió el silencio.

—Perdona, Concha, que no te haya dicho nada, es que sabía que, si te decía a lo que íbamos, te habrías negado.
—¡Pues claro! Esa mujer es un fraude y yo lo he permitido.
—Mira, es que mi amiga Elvira me la recomendó porque ella tuvo una sesión en su casa y estuvo hablando con su marido tan ricamente, y como todo el mundo habla de que en esta casa hay fantasmas, pues pensamos que podríamos comprobarlo de esta manera. Solo es un juego, no te enfades.
—Sí, un juego de cincuenta euros.
—Por lo menos ahora sabemos quién es el fantasma.
—¿Pero usted se ha creído todo lo que ha dicho esa mujer?
—La flecha se movía.
—¡Ella la movía!
—¿Cómo lo sabes?
—¿Qué otra explicación hay?
—¿Y cómo ha sabido el nombre y el apellido de mi abuelo, y que no soy nieta de verdad, sino adoptada?
—Pues porque esta gente se informa bien antes de hacer su pantomima, y esto es un pueblo, y nos sabemos la vida y milagros de cada uno de los que vivimos en él.

Ya estábamos en el Parque cuando otra ráfaga de aire hizo crujir una rama de medianas dimensiones que cayó justo después de pasar nosotras, dándonos un buen susto. No me atreví a pensar que “el fantasma” de Paco, nunca mejor dicho, nos perseguía con su mala leche, pero aun así, se me erizó el vello.

Después de cenar un poco y acostar a Doña Remedios, yo también me metí en la cama y cogí mi libro con la intención de sacar de mi cabeza lo ocurrido aquella extraña tarde, pero no fue fácil. El susto y el enfado seguía hirviendo mi sangre y me impedían concentrarme. Mientras intentaba conciliar el sueño, me planteé si, después de aquello, volvería a aceptar un trabajo como aquel, con Doña Remedios de camarada. Todo se andará.


Relatos de Concha Ortega

Concha Ortega
Concha Ortega
Nací en Yecla en la década de los sesenta. Fui una niña obediente y devota, como me enseñaron las monjas del colegio de La Inmaculada. Hubiera deseado estudiar periodismo, pero las circunstancias personales me lo impidieron. He trabajado en distintas empresas de muebles y tapizados. La crisis me ha obligado a prestar servicios como empleada de hogar por horas. Ser colaboradora en elperiodicodeyecla.com colma, en parte, mis inquietudes culturales y mi afán de superación. Contacta conmigo en ortegaconcha60@gmail.com
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