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🍁 sábado 14 diciembre 2024
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La prueba del ángel

A los yeclanos, por eso de que las fiestas del Virgen se convierten en el centro de nuestra vida hasta bien adentrado el mes de diciembre, siempre nos llega con más retraso que al resto del mundo eso que llaman ‘espíritu navideño’. Por ese motivo, quizá, no me paré a pensar con más detenimiento en aquel hombre sentado en la puerta del supermercado.

Llevaba días allí, en el mismo suelo de la acera. Era un hombre muy delgado, en exceso, de esqueleto encorvado, tal vez a consecuencia de pasar tantas horas enroscado sin levantarse. Sus ojos y su pelo claros me orientaban a otras latitudes menos latinas o sureñas. Rondaría los cincuenta, pero ¿quién sabe? podrían ser algunos menos, la vida que llevamos suele pasarnos factura y la suya no parecía la mejor.

A su lado descansaba, apoyada en la pared, una mochila de acampada, muy vieja y mugrienta, de aquellas con estructura de aluminio, repleta hasta arriba con sus pertenencias. Algunas bolsas de plástico con comida y bebida, y una guitarra dentro de una roída funda de cuadros esparcido en rededor suyo, formaba una especie de hogar de poco más de dos metros cuadrados.

Entre su vestimenta, ajada y sucia, destacaban unas zapatillas deportivas cochambrosas con la suela agujereada por donde asomaba la planta de los pies sin calcetines, lo que en aquel momento observé, pero sin reparar en más consecuencias. Pasé por delante de él varias veces cuando entraba o salía del supermercado, y alguna vez, de manera automática y con prisa, sin pararme a pensar en más, dejé caer una moneda sobre la manta en la que se sentaba, donde solía haber algunas monedas más.

Él me miraba fijamente, en esas ocasiones, muy serio, y me daba las gracias con acento extranjero, lo que confirmaba mi primera impresión: no era español. ¿Cómo habría venido a parar, un hippy alemán u holandés, por decir alguna procedencia posible, (ya que su acento no me pareció de ningún país del este), a la puerta de un supermercado de barrio de un pueblo como Yecla? Seguro que algún motivo habría.

Todos estos detalles que ahora describo debieron quedar latentes en mi subconsciente para emerger más tarde, cuando surgiera el momento propicio, porque entonces no causaron gran impresión en mí.

Esos días en los que él andaba por allí, o mejor, se sentaba por allí, estábamos todos muy entusiasmados y emocionados. La mañana de la bajada de la Virgen, como siempre, el pueblo olía a pólvora por los cuatro costados. El estruendo de los tiros haciendo retumbar los cristales. El cerro del castillo apenas se veía sumergido bajo una espesa niebla entre los pinos. Las bandas de música acompañando los festejos animaban las calles. La silueta de la Inmaculada a los lejos, sobresaliendo sobre el gentío que la aclama llegando a la Iglesia.

Las mujeres, emocionadas ante aquella imagen adorada, a la que, durante toda su vida, han suplicado deseos, agradecido su buena suerte o han pedido consuelo por sus desgracias; recogen las lágrimas en pañuelos blancos que extraen de la manga del abrigo.

Todo este ambiente tan familiar vivido incluso desde antes de tener memoria, mezclado con el frío y la escasa luz solar de diciembre, crea un ambiente que, aunque no seas devota, consigue apoderarse de ti, algo de todo esto se queda impregnado en tu piel para siempre y consigue erizarte el vello cada vez que lo revives.

Son pasadas estas fiestas cuando cada yeclano o yeclana que se precie comienza a pensar en la Navidad, o al menos, eso es lo que siempre me ha pasado a mí. Es entonces cuando luces, árboles navideños y belenes empiezan a decorar las casas, las calles, los comercios.

Los villancicos suenan sin descanso por los altavoces, y ese espíritu meloso, tan contagioso, al que le gusta la familia, el calor del hogar, el turrón y las comilonas, comienza a ocupar su lugar en nuestra vida.

Como mis hijos y nieta viven fuera y suelen venir a pasar la Nochebuena al pueblo, ese es el día elegido para intercambiar regalos, por si acaso no nos vemos después, el día de Reyes (aunque mi nieta siempre tendrá su regalo de los Reyes Magos, aunque tenga que ir yo a llevárselo allá donde se encuentre). Así que, unos días antes, salí de compras.

A Salvador, se me ocurrió comprarle unas bonitas botas de piel para que lleve los pies abrigados cuando camina por el campo; también compré calcetines para toda la familia y alguna que otra cosa, y cargada con bolsas y cajas, poseída por ese afán consumista que nos invade en estas fechas, quise pasar, antes de ir a casa, por el supermercado para seguir comprando.

Allí, cómo no, me crucé con el mendigo y, entonces sí, con más calma y con mi alma llena de amor al prójimo y compasión, volví a fijarme en aquellas zapatillas rotas y en el intenso frío que aquel pobre hombre debía estar pasando. Se me ocurrió, de pronto, hacer gala de mi generosidad, de ese amor fraternal, de mi poco apego por lo material.

Acudieron a mi mente las imágenes televisivas de ahora mismo en Gaza, de niños muertos, heridos, tembloroso, aterrados, huérfanos, perdidos, de madres y padres desconsoladas, desesperados, sin comida, sin agua, sin luz, bajo las bombas, aplastados por los escombros. Pensé que yo poco podía hacer por ellos aparte de protestar en la calle o mandar algunas provisiones si tenía oportunidad; pero abrigar los pies de aquel hombre sí estaba en mi mano. Me resistí en un principio, en parte porque sentí cierto pudor: ¿y si este hombre se ofende, o si es de su agrado llevar los pies ventilados? ¡Qué cosas absurdas podemos llegar a pensar para justificar nuestro conformismo, nuestra inacción! ¿Cómo alguien puede resistirse a llevar los pies abrigados en invierno?

A la salida del supermercado, no lo pensé más. Le entregué la caja con las botas para Salvador, un par de calcetines, y me marché sin mirar atrás. Él no sabría lo que le daba hasta que no abriera la caja, ni sabría el gran esfuerzo que había supuesto para mí desprenderme de aquellas botas, así que, a mi espalda, solo escuche de nuevo su voz con acento extranjero: “Grasias”.

Unos días después, cuando pase por aquel lugar, ya no estaba. Volví algunas veces más y tampoco lo encontré. Pregunté a varios conocidos por él y nadie recordaba haber visto a un mendigo delgado y rubio en la puerta del supermercado. Muy extrañada, llegué a la conclusión de que aquel hombre era un ángel que se había sentado allí para ponerme a prueba a mí, y solo a mí.

Pero el encantamiento se rompió meses después, un día que fui a Murcia al médico. Aprovechando el viaje fui a visitar a una amiga que vive en el barrio del Carmen y al pasar por una de sus calles, en la puerta de otro supermercado, me encontré a mi ángel, tan delgado y encorvado como lo recordaba y con las zapatillas viejas y rotas que habían puesto a prueba mi generosidad. Al pasar por delante de él, saqué una moneda de mi monedero, solo para conseguir que me mirara, y así fue: me miró muy serio, sin dar muestras de reconocerme, y se limitó a decir “grasias”.


Relatos de Concha Ortega

Concha Ortega
Concha Ortega
Nací en Yecla en la década de los sesenta. Fui una niña obediente y devota, como me enseñaron las monjas del colegio de La Inmaculada. Hubiera deseado estudiar periodismo, pero las circunstancias personales me lo impidieron. He trabajado en distintas empresas de muebles y tapizados. La crisis me ha obligado a prestar servicios como empleada de hogar por horas. Ser colaboradora en elperiodicodeyecla.com colma, en parte, mis inquietudes culturales y mi afán de superación. Contacta conmigo en ortegaconcha60@gmail.com

A los yeclanos, por eso de que las fiestas del Virgen se convierten en el centro de nuestra vida hasta bien adentrado el mes de diciembre, siempre nos llega con más retraso que al resto del mundo eso que llaman ‘espíritu navideño’. Por ese motivo, quizá, no me paré a pensar con más detenimiento en aquel hombre sentado en la puerta del supermercado.

Llevaba días allí, en el mismo suelo de la acera. Era un hombre muy delgado, en exceso, de esqueleto encorvado, tal vez a consecuencia de pasar tantas horas enroscado sin levantarse. Sus ojos y su pelo claros me orientaban a otras latitudes menos latinas o sureñas. Rondaría los cincuenta, pero ¿quién sabe? podrían ser algunos menos, la vida que llevamos suele pasarnos factura y la suya no parecía la mejor.

A su lado descansaba, apoyada en la pared, una mochila de acampada, muy vieja y mugrienta, de aquellas con estructura de aluminio, repleta hasta arriba con sus pertenencias. Algunas bolsas de plástico con comida y bebida, y una guitarra dentro de una roída funda de cuadros esparcido en rededor suyo, formaba una especie de hogar de poco más de dos metros cuadrados.

Entre su vestimenta, ajada y sucia, destacaban unas zapatillas deportivas cochambrosas con la suela agujereada por donde asomaba la planta de los pies sin calcetines, lo que en aquel momento observé, pero sin reparar en más consecuencias. Pasé por delante de él varias veces cuando entraba o salía del supermercado, y alguna vez, de manera automática y con prisa, sin pararme a pensar en más, dejé caer una moneda sobre la manta en la que se sentaba, donde solía haber algunas monedas más.

Él me miraba fijamente, en esas ocasiones, muy serio, y me daba las gracias con acento extranjero, lo que confirmaba mi primera impresión: no era español. ¿Cómo habría venido a parar, un hippy alemán u holandés, por decir alguna procedencia posible, (ya que su acento no me pareció de ningún país del este), a la puerta de un supermercado de barrio de un pueblo como Yecla? Seguro que algún motivo habría.

Todos estos detalles que ahora describo debieron quedar latentes en mi subconsciente para emerger más tarde, cuando surgiera el momento propicio, porque entonces no causaron gran impresión en mí.

Esos días en los que él andaba por allí, o mejor, se sentaba por allí, estábamos todos muy entusiasmados y emocionados. La mañana de la bajada de la Virgen, como siempre, el pueblo olía a pólvora por los cuatro costados. El estruendo de los tiros haciendo retumbar los cristales. El cerro del castillo apenas se veía sumergido bajo una espesa niebla entre los pinos. Las bandas de música acompañando los festejos animaban las calles. La silueta de la Inmaculada a los lejos, sobresaliendo sobre el gentío que la aclama llegando a la Iglesia.

Las mujeres, emocionadas ante aquella imagen adorada, a la que, durante toda su vida, han suplicado deseos, agradecido su buena suerte o han pedido consuelo por sus desgracias; recogen las lágrimas en pañuelos blancos que extraen de la manga del abrigo.

Todo este ambiente tan familiar vivido incluso desde antes de tener memoria, mezclado con el frío y la escasa luz solar de diciembre, crea un ambiente que, aunque no seas devota, consigue apoderarse de ti, algo de todo esto se queda impregnado en tu piel para siempre y consigue erizarte el vello cada vez que lo revives.

Son pasadas estas fiestas cuando cada yeclano o yeclana que se precie comienza a pensar en la Navidad, o al menos, eso es lo que siempre me ha pasado a mí. Es entonces cuando luces, árboles navideños y belenes empiezan a decorar las casas, las calles, los comercios.

Los villancicos suenan sin descanso por los altavoces, y ese espíritu meloso, tan contagioso, al que le gusta la familia, el calor del hogar, el turrón y las comilonas, comienza a ocupar su lugar en nuestra vida.

Como mis hijos y nieta viven fuera y suelen venir a pasar la Nochebuena al pueblo, ese es el día elegido para intercambiar regalos, por si acaso no nos vemos después, el día de Reyes (aunque mi nieta siempre tendrá su regalo de los Reyes Magos, aunque tenga que ir yo a llevárselo allá donde se encuentre). Así que, unos días antes, salí de compras.

A Salvador, se me ocurrió comprarle unas bonitas botas de piel para que lleve los pies abrigados cuando camina por el campo; también compré calcetines para toda la familia y alguna que otra cosa, y cargada con bolsas y cajas, poseída por ese afán consumista que nos invade en estas fechas, quise pasar, antes de ir a casa, por el supermercado para seguir comprando.

Allí, cómo no, me crucé con el mendigo y, entonces sí, con más calma y con mi alma llena de amor al prójimo y compasión, volví a fijarme en aquellas zapatillas rotas y en el intenso frío que aquel pobre hombre debía estar pasando. Se me ocurrió, de pronto, hacer gala de mi generosidad, de ese amor fraternal, de mi poco apego por lo material.

Acudieron a mi mente las imágenes televisivas de ahora mismo en Gaza, de niños muertos, heridos, tembloroso, aterrados, huérfanos, perdidos, de madres y padres desconsoladas, desesperados, sin comida, sin agua, sin luz, bajo las bombas, aplastados por los escombros. Pensé que yo poco podía hacer por ellos aparte de protestar en la calle o mandar algunas provisiones si tenía oportunidad; pero abrigar los pies de aquel hombre sí estaba en mi mano. Me resistí en un principio, en parte porque sentí cierto pudor: ¿y si este hombre se ofende, o si es de su agrado llevar los pies ventilados? ¡Qué cosas absurdas podemos llegar a pensar para justificar nuestro conformismo, nuestra inacción! ¿Cómo alguien puede resistirse a llevar los pies abrigados en invierno?

A la salida del supermercado, no lo pensé más. Le entregué la caja con las botas para Salvador, un par de calcetines, y me marché sin mirar atrás. Él no sabría lo que le daba hasta que no abriera la caja, ni sabría el gran esfuerzo que había supuesto para mí desprenderme de aquellas botas, así que, a mi espalda, solo escuche de nuevo su voz con acento extranjero: “Grasias”.

Unos días después, cuando pase por aquel lugar, ya no estaba. Volví algunas veces más y tampoco lo encontré. Pregunté a varios conocidos por él y nadie recordaba haber visto a un mendigo delgado y rubio en la puerta del supermercado. Muy extrañada, llegué a la conclusión de que aquel hombre era un ángel que se había sentado allí para ponerme a prueba a mí, y solo a mí.

Pero el encantamiento se rompió meses después, un día que fui a Murcia al médico. Aprovechando el viaje fui a visitar a una amiga que vive en el barrio del Carmen y al pasar por una de sus calles, en la puerta de otro supermercado, me encontré a mi ángel, tan delgado y encorvado como lo recordaba y con las zapatillas viejas y rotas que habían puesto a prueba mi generosidad. Al pasar por delante de él, saqué una moneda de mi monedero, solo para conseguir que me mirara, y así fue: me miró muy serio, sin dar muestras de reconocerme, y se limitó a decir “grasias”.


Relatos de Concha Ortega

Concha Ortega
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Nací en Yecla en la década de los sesenta. Fui una niña obediente y devota, como me enseñaron las monjas del colegio de La Inmaculada. Hubiera deseado estudiar periodismo, pero las circunstancias personales me lo impidieron. He trabajado en distintas empresas de muebles y tapizados. La crisis me ha obligado a prestar servicios como empleada de hogar por horas. Ser colaboradora en elperiodicodeyecla.com colma, en parte, mis inquietudes culturales y mi afán de superación. Contacta conmigo en ortegaconcha60@gmail.com
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2 COMENTARIOS

  1. Grasias Concha, relato humano y conmovedor. No te importó quién era, de donde venía…era una persona necesitada y le ayudaste.
    En este mundo hay muchos ángeles como el que estaba en la puerta del supermercado.
    Tú misma hablas de Gaza, también deben de haber muchos ángeles por ayudar.
    Este es el espíritu de la navidad, que lo que mas importe sean las personas, el consumismo, el alumbrado…algo menor.
    Reitero Concha, grasias. Feliz navidad.

Concha Ortega
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Nací en Yecla en la década de los sesenta. Fui una niña obediente y devota, como me enseñaron las monjas del colegio de La Inmaculada. Hubiera deseado estudiar periodismo, pero las circunstancias personales me lo impidieron. He trabajado en distintas empresas de muebles y tapizados. La crisis me ha obligado a prestar servicios como empleada de hogar por horas. Ser colaboradora en elperiodicodeyecla.com colma, en parte, mis inquietudes culturales y mi afán de superación. Contacta conmigo en ortegaconcha60@gmail.com
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