Mi amigo el Panocha es un entusiasta de los viajes a lugares desconocidos. Además, nunca nombra los sitios donde ha estado ni enseña fotos, dice que las guarda en un álbum secreto que solo él conoce. Pascui, su novia, es igual de hermética. Intentamos averiguar a qué país o a qué región española pertenece el lugar al que viajaron, pero nada, nunca ofrecen ni la más mínima pista; eso sí, nos relatan las características de los paisajes, cómo huelen los campos, cómo es la gente o cómo saben las comidas. Dice mi amigo que heredó de un abuelo suyo un mapa de lugares clandestinos. Pero había algo que no encajaba: nunca han faltado del pueblo más de un día; hoy por fin nos han contado la verdad.
—Nuestros viajes son virtuales, tenemos un amiguete en Jumilla que ha fabricado la máquina perfecta de viajar y en solo un par de horas disfrutamos de largas aventuras que en la vida real necesitaríamos semanas. El último viaje ha sido al lugar llamado «Alvorecer Vermelho», donde amanece todo el tiempo
—Eso no es viajar —contestó Pedrito, y la Pascui contestó sonriendo como sonríen los que gozan de seguridad:
—Hemos disfrutados de perfumes que vosotros no podéis ni imaginar; hemos escuchado músicas celestiales y las relaciones sexuales arcangélicas de las que gozamos en esos viajes son inolvidables.
—Ahora solo falta que nos digas que habéis visto atacar naves en llamas más allá de Orión o que habéis visto rayos C. brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser.
Pedrito se puso irónico y remató con una sentencia:
—A todos los que confiáis en la inteligencia artificial se os va a secar el cerebro.
Tomó la palabra el Panocha, se puso de pie, y por un momento me recordó a Donal Trump, solo le faltaba la gorra.
—Gracias a esta máquina puedes oler la hierba recién cortada con la intensidad y el tiempo que te apetezca o puedes acariciar las melenas de un león sin riesgo a ser devorado. Puedes escuchar el vuelo de las mariposas, la risa de los niños o sentir la lluvia refrescarte la cara, y cuando vuelves en sí, te queda una sensación plena como nunca había sentido en ningún otro viaje —y como estaban siendo escuchados por toda la pandilla boquiabiertos, siguió la Pascui con entusiasmo:
—Sobrevolamos un valle de belleza insuperable, transitamos por caminos de tierras cálidas, cruzamos túneles que atraviesan montañas y desembocamos en un laberinto floral que conduce a un pueblo de gentes amables donde todo es perfecto. Amanece todo el tiempo y todo se renueva a cada momento. Nos recibió una comitiva de gente risueña que, por cierto, no utilizan ropa. Se fundieron con nosotros en abrazos —se miraron los dos sonriendo, se traslucía en sus miradas un brillo de picardía como la de los niños que ocultan una travesura, y siguió mi amigo narrando:
—Los caballos no galopan, pasean garbosos; las gallinas no cacarean, cantan como sopranos; los niños caminan nada más nacer y todos los habitantes son bellísimos y sanos.
—Pero eso no es la realidad —contestó Salvador con gesto agrio.
—La realidad ya la sufrimos a diario —contestó la Pascui, y continuó con el relato:
—No existen políticos ni comerciantes, ni abogados ni psicólogos…
—¿Cómo viven las mujeres allí y qué aspecto tienen? —preguntó Concha
—Son de piel dorada, ya que no se cubren de la luz ni del sol; es un pueblo de nudistas.
Concha desconfía y además piensa que es una ñoñería de viaje. Ana que estaba escuchando atenta sentenció:
—Pues yo no me dejaría abrazar por ningún desconocido en cueros, ni me fiaría de un lugar donde no existe el comercio.
—Mira que eres antigua —le respondió la Pascui.
—Anda, seguid con la trola —les dije yo.
—No es mentira —respondió el Panocha— es solo ficción, y el ser humano necesita de la ficción para sobrevivir a este caos.
Pelayo que estaba quitándose la cazadora y escuchaba sin dar crédito al asunto interrumpió:
—¿Y de la matraca qué?
—Los habitantes de este pueblo ya no practican sexo, están por encima de esas necesidades.
—Pero ¿no habéis dicho algo de sexo arcangélico?
—Claro, es sexo espiritual, sin contacto físico…
Todos nos miramos sonrientes y entonces Pelayo dijo que nos iba a contar una historia real y no esas mamarrachadas. Así que tomando la palabra el recién llegado, empezó a relatar un cuento, pero eso ya será parte de otra historia…
Una miaja de aportación. En el relato de ese virtual sitio tan encantador, me viene a la mente aquello que siempre se ha dicho en Yecla, que no iba también como ahora en lo industrial con mucho empleo y regular salario. Cuando unos tipos norteamericanos en un mes de julio, entonces veraneaba en Alicante, dijeron haber llegado a la luna.
No se hablaba de otra cosa en la playa y en todo sitio. El imperialismo tiene eso que los países bajo su influencia siempre se habla de lo que les interesa. Que los estadounidenses no tienen seguro médico para la ciudadanía no dicen nada. La sanidad privatizada.
Que me disperso, bien, cuando los de Donald Trump subieron a la luna, por el pueblo (Yecla) siempre se ha dicho que cuando llegaron (antes que los rusos, esto hay que dejarlo claro) ya vieron algunos del pueblo buscando faena.
Todavía no se sabía nada de lo virtual, ni del metaverso… las mentes ya volaban.
Luego Tony Leblanc lo bordó en su película «el astronauta», merecedora de un Oscar o al menos un Goya. Si los americanos pueden subir a la luna los españoles también. Entonces no estaba Abascal, como buen español hoy estaría en la luna como Ramón Tamames.
Todavía no se sabe si encontraron empleo estos yeclanos, pero algunos sospechan que la industria del «descanso» se la deben a estos astronautas tan perezosos que todavía no han vuelto.