A mi amigo Zacarías, yo lo llamo el hombre tranquilo. Nunca se altera por nada y cuando camina lo hace con tal levedad que parece un espectro levitando y para colmo maneja un vocabulario extenso y ágil; le dije que sería un orador brillante. que es lo que se necesita actualmente en política, y me contestó que el electorado patrio todavía no merece su presencia.
Alcanzamos la noche haciendo eses por el Toledo oscuro, medieval y silencioso y aprovechando una parada en una plaza para tomar un respiro, le pregunté sobre las voces en el cuarto de invitados. Tardó unos minutos en responder, miraba al cielo como si fuese a develar un secreto de estado, pero finalmente contestó:
―Se cuenta en nuestra familia, desde la época de mis abuelos, que en esa parte de la vivienda debió existir en la antigüedad, un convento, un harén o un prostíbulo, y desde que se unieron las tres propiedades que conforman nuestra vivienda, justo en ese cuarto y solo durante las noches de primavera, se escuchan lamentos, susurros o risotadas, pero no todo el mundo las puede escuchar, solo la gente sensible tiene acceso a esas audiciones. Yo he dormido ahí muchos años y nunca escuché nada ―y sonrió con sorna.
No supe qué decir, pero sentí un poco de miedo y temía que la noche me deparara sorpresas. Necesitaba que llegase la hora de meterme en la cama; la tarde, aunque divertida, se me antojó larga, ahora estaba intrigado y necesitaba comprobar si lo que había vivido durante la breve siesta eran sueños o realidades. El cuarto estaba frío, las sabanas olían a limpio.
Nada más cerrar los ojos, y antes de que el sueño se apoderara de mi conciencia, empecé a escuchar revuelo de voces femeninas, pero una de ella la escuchaba con claridad y entendía sus palabras: ¡Hablaban en español! Eso me alegró.
―Voy a encontrarme con él ―escuché, pero si abría los ojos se llenaba el cuarto de silencio, volví a cerrar los párpados y pude sentir pasos que se acercaban; pensé que era Isabel, la hermana de mi amigo, pero no escuché que la puerta se abriera y ya notaba un aliento cercano…
―Hola soy Oriana, no abras los ojos ―y acercó su boca a la mía con tal suavidad y delicadeza que todas mis terminaciones nerviosas se electrizaron.
Y volvió a repetir:
―Soy Oriana, princesa hija del rey Lisuali de Gran Bretaña ―su aliento me recordaba al sabor de las almendras verdes―. Fui la amante del caballero Amadis de Gaula, vivo atrapada en un limbo y necesito tu amor para acabar con mi suplicio.
Era evidente que no me podía negar, uno detrás de otro nacieron besos largos y húmedos que de tanto placer dolían…
―He atravesado el mundo y el tiempo para encontrarte ―me dijo al oído y allí estaba, su cuerpo ardiente desnudo. Una larga melena rubia tapaba parte de su rostro, sus pechos y sus caderas eran de curvas delicadas y me recordaron a la «Odalisca con esclava», de Jean-Auguste-Dominique Ingres; me faltaba el aliento, pero ella puso la palma de su mano en mi pecho.
―Respira despacio ―respiré despacio, entraba por la ventana la difuminada luz de una farola de la calle, su piel blanquísima…
―Llevo cuatro siglos esperando la entrega amorosa de un caballero español para finalizar la historia de mi existencia.
Escuché risitas femeninas de fondo, pensé que sería por lo de caballero y eso me desconcentraba, pero Oriana me envolvió con sus cabellos, me besaba en los ojos y susurraba en mis oídos dulces palabras con acento dulzón… no recuerdo nada más. Desperté oliendo a ella, desnudo y sudoroso.
Cuando bajé a la cocina a desayunar, Isabel me lanzó una mirada picarona.
―¿Que tal la noche? Escuché desde mi cuarto mucha actividad en el tuyo…
―Pues yo no escuché nada porque tenía mucho sueño ―miento mal y la toledana sonreía maliciosamente; entonces vi su melena rubia y despeinada mientras aplicaba mermelada en la tostada y me dio un vuelco el corazón, en ese momento entró su padre que me lanzó una pregunta sorprendente:
―¿Conoces las novelas de caballería española? ―no supe contestar y simulé un ataque de tos momentáneo para cambiar de tema.
―Creo que tengo fiebre y me he resfriado
Hoy era el día previsto para iniciar nuestro viaje pictórico, pero le pedí a Zacarías que lo dejáramos para el día siguiente con el pretexto de que tenía sudores frio y necesitaba medicarme, además quería comprar mazapanes toledanos para una tía mía.
En mi cabeza resonaba el nombre de Oriana como una suave melodía y su olor me había inundado; tenía la sensación de estar acompañado todo el día por ella, fue una agotadora jornada a causa de mi ansiedad, que conseguí calmar paseando por la orilla del Tajo. No era dueño de mi persona y embelesado por el recuerdo y la fantasía consumí las horas con parsimonia y llegué a la casa cuando anochecía
―Ya pensábamos que te habían secuestrado alguna paisana ―me dijo Zacarías con sorna.
Llegué a la cama con ansia de caricias y pase la noche en vela esperando a la princesa Oriana, me mantuve con los ojos cerrados a ratos y otros abiertos y no apareció, me atrapó el sueño cuando amanecía. Al despertar había una rosa roja en mi mesilla de noche y un pañuelo de seda finísimo con la huella de unos labios color carmín y la puerta del cuarto estaba medio abierta.