Éramos felices, el mundo era grande y los días de verano, largos y relucientes.
Mi vecina Margarita tenía unos ojos como caramelos y su corral era nuestro Edén. Acabábamos de casarnos por tercera vez; yo tenía nueve años y ella siete. Nos gustaba casarnos de vez en cuando para reafirmar nuestro compromiso. Fue una ceremonia íntima, preparamos un ramo de flores blancas y nos juramos amor eterno. Solo asistimos los dos. Recuerdo sus manos menudas y blancas acariciando mi pelo.
Nuestra primera boda la organizó su hermana Inés y además fue nuestra madrina y mi amigo Joaquín, que era monaguillo, nos bendijo. La segunda boda fue en la playa de San Juan y le ofrecí unas conchas y dos caracolas pequeñas como ofrenda. El tercer casamiento fue más intimo, transcurrió en el corral de su casa. Fue breve y emotivo. Le regalé una pulsera azul y un anillo de plástico escarlata y después del beso de confirmación nos dimos cuenta de que nos habíamos quedado encerrados en nuestro paraíso. Yo quería hacer lo que hacen los héroes, liberarla; ella había quedado con sus amigas en la calle San Cristóbal y yo tenía una cita con los de mi equipo para un partido importante contra los de la calle de La Corredera; teníamos una revancha pendiente y yo era el portero, mi equipo me necesitaba.
Decidimos subirnos al tejadillo del retrete y descolgarnos hasta un descampado que había a la espalda de la casa con una cuerda de tender la ropa, pero estaba desgastada y desteñida; intenté utilizarla y se rompió, había mucha altura como para saltar y allí estábamos a plena solanera dudando. De pronto, al grito de ‘¡alto ahí, sinvergüenzas!’, una vecina loca empezó a azotar a Margarita con un cordel desde el tejadillo de su retrete pensando que éramos ladrones.
Le arrebaté la cuerda a la señora Karenina, que así la llamaban porque tenía cara de rusa. La señora era la suegra de Isabel, la de las gemelas pelirrojas. Cuando la desarmamos, Karenina se fue gritando:
—¡Socorro, Isabel, que están robando en la casa de la Pascuala! —y gritaba el nombre de las nietas—.¡Paquita, Barbarita, corred que vienen los ladrones! —pero estaba sola en su casa. También se había quedado encerrada.
Margarita me ofreció entonces su sombrero de paja azul:
—Es un sombrero mágico, si nos abrazamos fuerte, nos hará volar.
Fue muy romántico, pero me pareció poco fiable, ya que el sombrero tenía unas hélices de plástico muy pequeñas y no podría soportar el peso de los dos… Nos descolgamos con la soga de la rusa hasta el descampado lleno de hierba silvestre para escapar. Primero se la até a la cintura y la fui descolgando lentamente, ella con su sonrisa agradable me miraba agradecida y sus ojitos brillaban como estrellas. Después se desató, recuperé la cuerda y bajé yo. El descampado estaba lleno de ortigas, pero yo levanté en volandas a mi amada para que no le picaran las piernas, llevaba un vestido de lunares naranjas.
Cuando estábamos en la calle despidiéndonos apareció su madre corriendo, se acababa de acordar de que nos había dejado jugando en el patio, así lo llamaba ella. Jugar, para nosotros, era mucho más serio. Venía cargada con bolsas del mercado; la ayudé.
Hoy, por el ‘mercao’, me paró una mujer con gafas oscuras y sonrisa abierta y me preguntó:
—¿Teo, te acuerdas de mí?
—En este momento no caigo…
—Me llamo Margarita, tú y yo estuvimos casados —sentí un golpe en el corazón…
—Enséñame tus ojos —le dije, y ella se quitó las gafas de sol. Sus ojos siguen siendo de caramelo. Nos dio una risa contagiosa y decidimos tomar un café en una terraza cercana, nos pusimos al día de nuestras vidas, me enseñó las fotos de sus nietos y sobre todo la foto de su nieta Margarita, idéntica a ella en la época de nuestros matrimonios, con dos trenzas rematadas con un lazo como las que lucía ella hace más de sesenta años.
El tiempo va y viene a su antojo y eso es lo mejor de la vida.