Nosotros no tenemos piscinas, somos de secano. Cuando me invitan a bañarme en una piscina particular, siempre desconfío. Me gusta cuando me invitan a una tertulia sobre la supervivencia del calamar gigante en el Pacífico o a una charla sobre la posibilidad de criar saltamontes en la luna, pero algo tan vulgar y prosaico como invitarme a bañarme en una piscina me resulta superficial.
Una vez que fui invitado a una de esas casas de campo con piscina sin depuradora, que olía a cloro a trescientos metros; de esas donde hay niños chillones y abuelas preguntonas que te someten a un interrogatorio para saber a qué familia perteneces; de esas donde el primo indiscreto, que también está invitado, pretende hablar de política sin conocerte. Llevé una botella de vino, una tarta de queso recién hecha y un chorizo ibérico; ellos me sirvieron cerveza templada, cacahuetes y almendras fritas y después, como los anfitriones eran generosos, prepararon un arroz con exceso de aceite y pocas gambas. También pude ver con un dolor de corazón tremendo cómo mezclaban con gaseosa el exquisito Ribera del Duero que había traído. No se me ocurrió decir nada porque podrían haber respondido aquello de: ¡Ya que te invitamos a bañarte no te pongas exquisito!
Yo creo que cuando me invitan a una piscina casera hay una intención oculta y primordial: poder disfrutar del cuerpo blanco y turgente de un servidor. Quieren conocer mi torso desnudo y la musculatura de mis piernas romanas, pero yo prefiero, ya que me pongo a enseñar la hermosura de mi cuerpo, hacerlo en una piscina pública, que es mucho más democrática y todo el mundo ofrece su palmito de manera desinteresada y en terreno neutral. Soy poco acuático y prefiero el frío al calor y la bañera de mi casa con agua templada.
El verano me parece que es la estación favorita de los atrevidos y la de los exhibicionistas. Pero volviendo a lo de las piscinas:
Recuerdo especialmente una de esas invitaciones, en la que me recibieron con abrazos y con una jarra de sangría dulce en exceso. El dueño no dejaba de llenarme el vaso en exceso y de insistir para que bebiera: «Bebe, hombre, que está muy fresquita», me decía con voz meliflua.
Me sentaron al lado del abuelo de la familia, que a modo de confidencia y soltándome un aliento algo podrido, empezó a lanzar improperios contra curas, políticos y banqueros; su hija intentaba callarlo, pero él seguía y se dirigía a mí llamándome amigo; tanta familiaridad me pone nervioso. Y Siguió exponiéndome sus achaques y sus limitaciones:
―Hijo, ya no puedo tomar café, el médico me ha quitado el alcohol, el tabaco, la carne de cerdo; no veo bien, mis rodillas son de cartón y ya no tengo próstata. Como verás, la vida es una mierda. ―Yo intentaba no escuchar, pero él me agarraba el brazo, algo que hace la gente pesada para asegurarse de que no te escapas y le escuches por cojones. Y, como me veía huidizo, me preguntó si era marica…
―¡Abuelo por favor! ―le recriminó una jovencita que llevaba en la cara más chatarra que el escaparate de una bisutería. Cuando sacaron la paella el viejo gritó:
―¡Esta paella es una mierda! ¿Dónde están las gambas?
En ese momento todos repararon en eso, ni gambas ni pimientos rojos, y un niño pequeño empezó a llorar.
―¿Qué has hecho Dani? ―y entre sollozos señaló a la piscina. El padre fue a la piscina corriendo y allí estaban las gambas y las tiras de pimientos rojos de la paella flotando.
La madre reprendió al niño y este, con gesto compungido, dijo que se había hecho vegano y le daban pena las gambas…
―¿Y los pimientos? ―preguntó la madre.
―Para alimentar a las gambas ―respondió el niño.
―¡Así se hace, campeón! ―gritó el abuelo.
La cosa fue calmándose, alguien cambió al anciano de mi lado, pero entonces me tocó la jovencita de la cara llena de bisutería, que me preguntaba cómo estaba la cosa del sexo en Francia. Yo le respondí que como en España.
―Pues a mí me han dicho que allí se practica el amor libre.
La madre tomó el relevo, apartando a la muchacha. Asistí invitado por ella, porque fuimos amigos en la infancia y me puso al día de todos los divorcios, las defunciones y de cómo se habían estropeado físicamente todos los guapos del pueblo.
―Tú fuiste a una comida de psicópatas ―me dijo el Panocha.
―Pues parecían todos formales y educados.
Y lo peor es cómo acabó la cosa, me puse malísimo y me tuvieron que llevar al hospital; estuve vomitando tres horas. La sangría y el marido de mi amiga fueron los culpables, creo que por celos decidió envenenarme.
Relatos de Teo CarpenaCon este relato, Teo Carpena se va de vacaciones. Volverá en septiembre.
Gracias Teo. Siempre haces ameno el relato, envidia sana me das por no saber hacerlo tan bien como tu escribes.
Un saludo.