El 17 de marzo de 1961, José Luis Castillo Puche publicaba un artículo en el diario ABC donde hacía referencia a los vientos de Yecla. En él, reproduce a su vez una conversación con el también escritor José Martínez Ruiz, «Azorín», acerca del mismo tema. Una joya literaria que hemos tenido a bien recuperar. En este enlace podréis encontrar el artículo en su fuente original.
Por José Luis Castillo Puche
No sé —ni puedo— acordarme de mi pueblo, Yecla, la Yecla archiliteraria, sin escuchar al instante o un poco después, al menos, el batir, el gemir, el ulular del viento.
A veces, la sola palabra, Yecla, me trae a la conciencia —y hasta a la cara— como un fuerte manotazo del viento; un latigazo de aquel viento inclemente, que más de una vez me hizo castañetear los dientes de pequeño y que, aún ahora, al acordarme, me entran ganas de cubrirme la cabeza con la manta, como en aquellas noches inmisericordes en que el alarido del viento me hacía temblar dentro de la cama.
Era un viento barredor, furioso, endemoniado.
¿Por qué, digo yo, después, ni en la selva ni en el desierto, he vuelto a encontrar vientos tan furibundos y desafiadores como aquél? Los vientos que me ha tocado resistir después, comparados con los de mi pueblo, me han parecido vientos blandos, resignados, amorfos y sin personalidad, bandazos de viento que circulan insípidamente por cualquier trozo de geografía.
¿Será porque era yo tan pequeño y débil entonces y los vientos tan fuertes?
Cada día y cada hora tenían su viento particular. Por la mañana, eran vientos claros, vientos incluso luminosos. Al atardecer, eran vientos grises o pardos, algunos inclusos tirando a morado. Por la noche eran vientos negros, vientos locos, asesinos y fieros, vientos estremecedores como el bramido del rinoceronte cuando va en busca de pareja, vientos lúgubres como las paletadas de tierra cayendo sobre una caja de muerto.
Señor, ¿cómo y por dónde le entrarán los vientos a mi pueblo?
Había un viento inesperado, arrogante, matón, que entraba al pueblo al atardecer ahuyentando a todo ser viviente de las aceras, haciendo bajar las aldabas de las puertas, afilando los imaginarios cuchillos de los borrachos con los más duros pedernales. Era un viento bravo como el gemido de un toro de casta, era un viento fanfarrón que entraba por una punta del pueblo y salía por la otra, atropellando, dando espantadas, embistiendo, corneando.
Había otro viento más sutil, atracador con disimulo, dialéctico y cauteloso, un viento más bien tragediante que entraba gimiendo como un lobo herido y concluía carcajeándose como un beodo nocturno. Fenomenal y atrabiliario viento éste, que dejaba las esquinas como espadas melladas y pulía los tejados hasta convertirlos en pechos esqueléticos: era éste un viento helador y traicionero que dejaba a las gentes con la boca abierto como los difuntos. Este viento aumentaba o decrecía por horas y, al final, la gente del pueblo, aun la que no se había embarcado nunca, creía que estaba cruzando el estrecho de los Dardanelos o algo parecido.
Parecerá a muchos increíble, pero es cierto que en Yecla había, y hay, más vientos que en otros sitios y que allí los vientos despiadados son despiadados hasta la crueldad y los que son entrañables lo son hasta lo idílico. Debe de ser también que la gente de mi pueblo no hace el menor caso de los vientos intermedios, domesticados y vulgares.
Un día pregunté a «Azorín», al «Azorín» que todavía conserva un remolino en el pelo:
—¿Qué es lo que más recuerda de Yecla?
—El viento. El viento es lo que más recuerdo.
—Pero, qué es lo que recuerda del viento?
—Su sonido, su fuerza, su frenesí, todo.
—Los aires de Yecla son saludables.
—No confunda nunca viento con aire.
—Por supuesto que no.
—¿Cree acaso, «Azorín», que el viento de Yecla es peligroso?
—¿Usted no ha pensado, querido paisano, si la cantidad de suicidas que da Yecla y su porción de locos no lo serán por el viento?
—En eso no había pensado-le dije-. Y me quedé meditando. Luego pregunté:
—¿Y usted cree, pues, que los vientos de Yecla son unos vientos casi escatológicos?
—A pies juntillas lo creo.
«Azorín», a pies juntillas es más «Azorín» que «Azorín» de otro modo. «Azorín» es sobre todo la compostura, la mesura, la discreción, el tino, la corrección. Como Yecla no es Yecla sin el ventarrón arremolinador de los mil vientos dispersos que van a Levante a La Mancha o de Levante a Castilla. «Azorín» no es «Azorín» si no es botillo con tobillo y con la mano puesta en la mejilla, contemplativo. O también paseando rectilíneo, tieso, nervioso, discursivo y exacto.
Desde que «Azorín» me dijo esto, para mí los vientos de mi pueblo son algo más que fuelle de fragua ocasional. Son caverna oscura de donde salen, como en el poema, los vientos como Ejércitos o como monstruos y su misión, cada vez que salen, es patear la tierra, levantar polvo, rabiar contra los muros, batir las puertas. Rara vez, Yecla no está envuelta y como transfigurada en una nube de polvo, polvo a veces rojo, a veces amarillo, a veces azul..
No se concibe cómo el pueblo no está ya hecho polvo, polvo ocre o blancuzco como las montañas y cerros que lo rodean; polvo intenso y brillante como el bruñido cobre que pende de los tinajeros; polvo fino y luminoso como la luz reflejada en las pulimentadas rocas del Castillo; polvo a la postre nada deleznable, puesto que basta escarbar un poco para encontrar monedas con efigies de reyes y estatuillas de diosos: en fin, polvo de polvo, polvo de greda, polvo rústico de arcilla y de arenisca; polvo señorial también como un vaho de niebla; polvo loco que se cuela dentro de la maquinaria de los relojes y aun dentro de los ataúdes; polvo prieto y juguetón que se mete en la sesera de los perros y en los instrumentos de la banda municipal; polvo eterno que se pega a los lacrimales para que el llanto no se interrumpa.
¿No serán allí viento y polvo una misma cosa? Y me vuelvo a repetir: ¿por dónde le entrarán, por qué secretas veredas, por qué pasadizos misteriosos, penetrarán en Yecla el viento y el polvo? ¿Cómo el haz de torres y callejones que es mi pueblo, cómo el montón de posadas, conventos y casinos no son ya montón de polvo, cúmulo de ceniza?…
Pero Yecla está de pie, y bien de pie, entre el llano y la colina, entre páramo y roquedal, entre el cuero destripado de los bancales y el violento sarpullido de los viñedos, entre vereda y desierto, entre olivo y cuervo.
Nada extraño que a Yecla le entren los vientos, como entran los gitanos en una feria peleona, con el azogue de la navaja por delante; como se cuelan las guadañas en los altos prados cuajados de margaritas; como entran los arpones en el lomo de una ballena cercada; como cala la coz de la mula resentida en la cabeza del niño tonto.
Hay algún párrafo de «Azorín» que me está resonando en este momento. Es en «La Voluntad». Dice:
«Encorvado, vestido de amarillento gabán de burel recio, un labriego, en el umbral, tira hacia sí de la puerta y desaparece penosamente en la negrura; la puerta torna a girar y rebota con fuerte golpazo sobre el marco. Las manchas negras de los mantos y las pardas manchas de las capas rebullen, se arremolinan, se confunden en el portal; poco a poco se disuelven; aparecen otras; desparecen. Y la puerta golpea pertinazmente. El viento impetuoso de marzo barre las calles; el sol ilumina a intervalos las fachadas blancas; pasan nubes redondas».
(¡Menuda sensación del viento yeclano en ese golpeteo pertinaz de la puerta!).
¡Qué tierra más terrible y más dulce a la vez la de esta Yecla! Tierras más de pan llevar que de pan traer; tejas con verdín amarillento; campanas que suenan solas por los aletazos del viento; ventolera de voces que bullen por cualquier lado y por lo mismo; abarcas pisadoras que van dejando un luto de sonidos en el empedrado; ventanas herméticamente cerradas o ventanas escandalosamente abiertas; cielo insurgente del atardecer, cielo rojizo del atardecer, cielo rebelde, cielo incendiado acaso por la fuerza destructora y propagadora del viento.