Todos volvemos a algún lugar por alguna razón. Volvemos a la infancia para buscarnos cuando nos sentimos perdidos, volvemos a la juventud para reconocernos, volvemos a las caricias de nuestros padres para sobrevivir. Volvemos de vez en cuando al principio para saber de dónde venimos. Mi duda es si volví al pueblo para revivir mi infancia o para olvidarla. Me pregunto si volví a estos cerros para renovar la luz de mis retinas o para aliviar alguna sombra.
Dicen que los asesinos siempre vuelven al lugar del crimen, que los infieles vuelven a la cama de sus amantes y que los muertos vuelven a la casa donde nacieron. El caso es volver, parece ser que eso es inevitable, que ese es el destino de los humanos.
¿Ulises volvió porque le esperaba su patria, su mujer y su perro, o porque lo quiso su destino? Yo creo que regresa porque no gobierna sus naves. Fueron los vientos quienes le trajeron de vuelta.
Me gusta pensar en estas cosas por la mañana cuando Saturno y yo caminamos por los mismos caminos. Repetimos trayectos, somos así de predecibles. Algunas veces en un cruce dudo de qué pasaría si hoy cambiara de dirección… ¿Me encontraría con algún acontecimiento imprevisto, acabaría en un cerro ignoto, descubriría un tesoro oculto o un precipicio insalvable?
Pero el viento, el azar o el inconsciente nos traen siempre de vuelta a casa sin dificultades.
Ayer encontramos a un hombre sentado en una piedra meditando; eso pensé porque tenia los dedos cruzados como si albergara un tesoro entre sus palmas, con la mirada clavada en el sol. Amanecía y no quise interrumpir su concentración; seguí caminando discretamente, pero él me habló:
—Estoy mirando hacia mi país, de allí viene la luz de hoy.
Ante tan poderosa frase me acerqué a él, nos dimos la mano y me contó su historia. Vino desde Ecuador, desde el otro lado del Océano.
—Me acabo de jubilar y ahora añoro a mis padres, los paisajes de mi pueblo o el sonido de la risa de mis hermanos. Necesito como nunca el olor de mi tierra.
Yo le hablé de mi vuelta a Yecla, le conté cómo echaba de menos el olor de estos cerros, pero le aseguré que ya no huelen igual a como los recordaba.
—El tamaño de las cosas disminuye con el tiempo y cuando volvemos ya no somos los mismos. Las cosas no saben de la misma manera porque el tiempo enturbia las miradas y el cansancio resta frescura al olfato.
—Es verdad —me dijo él—. Además, los colores cambian con el tiempo, se destiñen los campos y los corazones se debilitan.
Me dijo que estaba ante un tremendo dilema, no sabía si volver a su país o envejecer aquí.
—Aquí están dos de mis hijos y un nieto. Allá están mis padres ancianos, la casa de mi infancia y viejos amigos. Voy poniendo razones a favor o en contra en una balanza, pero cada día aparecen nuevas incógnitas.
Perecíamos dos ilustres metafísicos, pero en realidad éramos dos nostálgicos llenos de dudas, así que para no bajar el nivel de la conversación le aconsejé que se guiara por el instinto, que con eso casi nunca se equivoca uno, pero nos reímos porque sabemos que es mentira, porque los dos acumulábamos montones de errores por no utilizar la razón.
Le dije que también se puede volver con el pensamiento, y él me contestó que siempre vuelve en los sueños.
Caminamos hacia el pueblo a paso lento, saboreando el aire fresquito de la mañana. Al llegar al cruce de caminos donde nos separábamos, me abrazó. No se qué extraña congoja se me agarró al pecho que cuando se alejó hube de soltar unos exabruptos y dar dos o tres patadas al suelo para desatascar el nudo de mi garganta. Mi perro se me acercó con mirada comprensiva; Saturno siempre adivina cuando se me empaña el alma.
No es una decisión fácil. Tener que salir del pueblo donde uno nació no debe ser grato, de ahí que ponga en valor a las personas, que como muchos de nuestros antepasados o lo que hoy tienen una edad, tuvieron que abandonar España. En este caso fruto de una guerra civil, entre hermanos, con la consiguiente crisis económica que nos hizo buscar otros horizontes. Esto de la inmigración española para algunos como que no existió.
También íbamos por nuestras «paguitas». Me cuentan que tener hijos en Francia el Estado ayudaba bastante a las familias. La protección social en Francia nos llevaba 40 años de ventaja.
Tengo, tenía, unos vecinos, un matrimonio que se fue a vivir a Francia por aquella época, con la «mala suerte» que sus hijas se hicieron novias con franceses que después se casaron. Las hijas ya no querían volver a España, luego hubo nietos, en España solo les quedaba la madre ya muy mayor… ¡Un dilema! Solo el matrimonio estaba por volver, pero quién se dejaba a las hijas nietos/as, yernos…
Al final se quedaron en Francia.
Es el drama de la inmigración. Creo, o así lo puedo entender, que es suerte el que puede volver sin dejar atrás ningún familiar muy directo y volver a rehacer la vida en la vejez, en el sitio donde uno nació.
Teo acierta cuando dice que ya nada es lo mismo que cuando uno salió de su pueblo. Por mucho que haya progresado. Los recuerdos de entonces son otros, las gentes también, colores de las cosas…
Conozco a muchas personas que vinieron de Ecuador u otros sitios, donde les llega la jubilación y se les plantea este dilema. Es imposible aconsejar algo tan personal, en muchos casos sin conocer lo que le espera al regreso y lo que dejan aquí.
Más bien estaría anocheciendo…