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domingo, julio 20, 2025
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El pueblo que se echó al viento

Con ráfagas racheadas, un antiguo viento recorrió las calles de Yecla durante tres días y tres noches antes de arrancar los cimientos, las viñas y las iglesias, los parques, las fiestas y los paseicos. Quien asistió a la catástrofe cuenta que el viento se coló en la Iglesia Vieja y la torre marcada por la guerra pareció cobrar vida; a algunos los pilló en la Escuela de Música y relatan que el viento hizo levitar los instrumentos de aire, entonando un réquiem inédito y sin autor conocido cuyas notas desde entonces les persiguen en sueños.

Las persianas de los bares se cerraron todas al unísono con un golpe de metal (y de gracia) que vació los barriles y avinagró los vinos. Dicen que el hospital se quedó sin enfermos, que corrieron a sus casas con sus familiares, mientras los ejecutivos llenaban las camas de cuidados intensivos: supieron que se les había acabado el chiringuito. Fue ahí cuando, tras levantar el vuelo el edificio, ellos cayeron junto a las jeringuillas que más tarde formarían el conocido y peligroso bosque.

Del Cerrico de la Fuente llegó una melodía, la de Eduviji, que entonaba el canto de la sibila, el del fin del mundo. En los campos cercanos algunos testigos contaron haber visto volar a una mujer con la falda bajada y que parecía venir del monte. Todos se cubrieron las cabezas a la espera de la mierda.

Los hierros de la vía del Chicharra gruñeron ante la fuerza del viento, y el propio tren perdió velocidad en su interminable viaje; volaron algunos amantes y jamás volvieron a verse. Volaron también los enemigos, y muchos todavía claman que los echan de menos. Volaron los chismes y el chismorreo al tiempo que nacía un aullido de lobo; alzó el vuelo el vino embotellado que no había tornado vinagre, y el que se libró de esos dos destinos se volvió dulce y afrutado.

Se llevó consigo el viento las ganas de vivir de los yeclanos, pero también las de morir, dejándolos indecisos, en un estado raro e intermedio.

Lo que nadie sabe es que, sobre el techo del Santuario del Castillo, un hombre observaba la catástrofe. El viento había adquirido un tono azulado que ningún mortal más que él percibía, e incluso las mariposas monarca y las tortugas que seguían las corrientes marinas aparecieron en el cielo yeclano mientras la tierra crujía. Vio este hombre a muchos yeclanos salir de sus casas aterrados y comprobar que el viento no levantaba de ellos ni las solapas de sus abrigos o batines mientras que golpeaba sin piedad persianas y toldos, cerraba puertas con la rabia de un adolescente y se llevaba ya las primeras casas.

Ese hombre sería conocido en los años venideros como el Yeclano Errante. Asistiría a la mañana siguiente a alejar a los jumillanos curiosos y a los insidiosos periodistas; habría salvado la receta de las torticas décadas antes en un templo para que otra yeclana las encontrara. Incluso asistiría en la sombra en los momentos más difíciles a Juan Carlos, y se cruzaría con Lobo y Acerica para confirmarles que jamás encontrarían Yecla, por mucho que la buscaran. De ahí que regresasen al páramo.

El Yeclano Errante estuvo también ahí cuando las empanadas sustituyeron al pavo, así como conoce el secreto de los gamusinos, pues se presentó hace mucho ante ellos y le enseñaron sus artes; todas estas cosas hizo y pudo hacer porque fue el único yeclano que sabía lo que iba a suceder. Y lo supo muchos años antes, tiempo antes de que empezaran a suceder los extraños acontecimientos que rodearon el Día V: una mañana de un día cualquiera despertó en su cama y ya no era el mismo hombre que se había ido a dormir.

Tenía el mismo nombre, ¡y la misma edad! Pero sus sueños le habían revelado en una noche la verdad de los siguientes cien años, y entre esas verdades estaba que el pueblo echaría a volar sin que nadie lo pudiera remediar, que la búsqueda posterior sería ardua y larga, y que, pasado el tiempo suficiente, el propio pueblo regresaría con otro viento lleno de abuelicos, de Dientes de León que arrastrarían el deseo único de los huérfanos a través del tiempo, e instalaría cada uno de sus cimientos allá donde antaño hubieran estado.

Nadie tendría que traerlo, como nadie se lo había llevado realmente. El propio pueblo, en su sabiduría, invocaría los vientos por milenios almacenados en las tierras del Altiplano, y se despojaría a sí mismo de los yeclanos, como a los yeclanos de sí mismo. El objetivo, la lección, era clara: hasta que el último yeclano no se conciliase con su vecino y con su pasado, con quien era y con quien necesitaba ser, Yecla jamás regresaría flotando en el horizonte, escondida mientras tanto en los cielos extranjeros, tras nubes peregrinas y bandadas de pájaros cantores.

Al Yeclano Errante, llamado Rafael, se le reveló en sus sueños que los yeclanos jamás recuperarían el pueblo sin ayuda. Él debería asumir dicha misión, pero jamás lo conseguiría si seguía siendo él. Orquestó su propia muerte y desapareció de la memoria del pueblo para regresar cuando fuese necesario, actuando mientras tanto en favor de sus vecinos y amigos para reducir las terribles consecuencias que tendría la desaparición del pueblo décadas más tarde.

Solitario, rodeado de sombras, vestido con los ropajes de bereber que conservaba desde hacía tanto, se sentó y solo observó hasta que el viento reclamó también la Basílica y el cerro sobre el que se asentaba. Entonces descendió por el cementerio, de donde volaban los nichos y las tumbas, y presenció cómo el césped de las Pozas se desgajaba del suelo al tiempo que las porterías de fútbol eran arrancadas. Se alejó en dirección al vertedero, lugar que sabía que no se vería afectado por el viento, y dejó que el destino siguiera su curso.

Triste por los suyos, los más cercanos y los menos, no se permitió derramar lágrimas para no mostrarles debilidad a los relámpagos que ahora iluminaban la noche. Conforme las rachas se fueron marchando con el propio pueblo y quedó una tranquilidad insana, antinatural y extraña sobre lo que se conocería como el páramo de Yecla, el Yeclano Errante sacó una vieja libreta donde durante años había ido apuntando todo lo que recordaba del sueño premonitorio que tuvo hacía años, y, envalentonado, casi emocionado y optimista, dijo:

—Manos a la obra, que este pueblo no se va a recuperar solo.

Con ráfagas racheadas, un antiguo viento recorrió las calles de Yecla durante tres días y tres noches antes de arrancar los cimientos, las viñas y las iglesias, los parques, las fiestas y los paseicos. Quien asistió a la catástrofe cuenta que el viento se coló en la Iglesia Vieja y la torre marcada por la guerra pareció cobrar vida; a algunos los pilló en la Escuela de Música y relatan que el viento hizo levitar los instrumentos de aire, entonando un réquiem inédito y sin autor conocido cuyas notas desde entonces les persiguen en sueños.

Las persianas de los bares se cerraron todas al unísono con un golpe de metal (y de gracia) que vació los barriles y avinagró los vinos. Dicen que el hospital se quedó sin enfermos, que corrieron a sus casas con sus familiares, mientras los ejecutivos llenaban las camas de cuidados intensivos: supieron que se les había acabado el chiringuito. Fue ahí cuando, tras levantar el vuelo el edificio, ellos cayeron junto a las jeringuillas que más tarde formarían el conocido y peligroso bosque.

Del Cerrico de la Fuente llegó una melodía, la de Eduviji, que entonaba el canto de la sibila, el del fin del mundo. En los campos cercanos algunos testigos contaron haber visto volar a una mujer con la falda bajada y que parecía venir del monte. Todos se cubrieron las cabezas a la espera de la mierda.

Los hierros de la vía del Chicharra gruñeron ante la fuerza del viento, y el propio tren perdió velocidad en su interminable viaje; volaron algunos amantes y jamás volvieron a verse. Volaron también los enemigos, y muchos todavía claman que los echan de menos. Volaron los chismes y el chismorreo al tiempo que nacía un aullido de lobo; alzó el vuelo el vino embotellado que no había tornado vinagre, y el que se libró de esos dos destinos se volvió dulce y afrutado.

Se llevó consigo el viento las ganas de vivir de los yeclanos, pero también las de morir, dejándolos indecisos, en un estado raro e intermedio.

Lo que nadie sabe es que, sobre el techo del Santuario del Castillo, un hombre observaba la catástrofe. El viento había adquirido un tono azulado que ningún mortal más que él percibía, e incluso las mariposas monarca y las tortugas que seguían las corrientes marinas aparecieron en el cielo yeclano mientras la tierra crujía. Vio este hombre a muchos yeclanos salir de sus casas aterrados y comprobar que el viento no levantaba de ellos ni las solapas de sus abrigos o batines mientras que golpeaba sin piedad persianas y toldos, cerraba puertas con la rabia de un adolescente y se llevaba ya las primeras casas.

Ese hombre sería conocido en los años venideros como el Yeclano Errante. Asistiría a la mañana siguiente a alejar a los jumillanos curiosos y a los insidiosos periodistas; habría salvado la receta de las torticas décadas antes en un templo para que otra yeclana las encontrara. Incluso asistiría en la sombra en los momentos más difíciles a Juan Carlos, y se cruzaría con Lobo y Acerica para confirmarles que jamás encontrarían Yecla, por mucho que la buscaran. De ahí que regresasen al páramo.

El Yeclano Errante estuvo también ahí cuando las empanadas sustituyeron al pavo, así como conoce el secreto de los gamusinos, pues se presentó hace mucho ante ellos y le enseñaron sus artes; todas estas cosas hizo y pudo hacer porque fue el único yeclano que sabía lo que iba a suceder. Y lo supo muchos años antes, tiempo antes de que empezaran a suceder los extraños acontecimientos que rodearon el Día V: una mañana de un día cualquiera despertó en su cama y ya no era el mismo hombre que se había ido a dormir.

Tenía el mismo nombre, ¡y la misma edad! Pero sus sueños le habían revelado en una noche la verdad de los siguientes cien años, y entre esas verdades estaba que el pueblo echaría a volar sin que nadie lo pudiera remediar, que la búsqueda posterior sería ardua y larga, y que, pasado el tiempo suficiente, el propio pueblo regresaría con otro viento lleno de abuelicos, de Dientes de León que arrastrarían el deseo único de los huérfanos a través del tiempo, e instalaría cada uno de sus cimientos allá donde antaño hubieran estado.

Nadie tendría que traerlo, como nadie se lo había llevado realmente. El propio pueblo, en su sabiduría, invocaría los vientos por milenios almacenados en las tierras del Altiplano, y se despojaría a sí mismo de los yeclanos, como a los yeclanos de sí mismo. El objetivo, la lección, era clara: hasta que el último yeclano no se conciliase con su vecino y con su pasado, con quien era y con quien necesitaba ser, Yecla jamás regresaría flotando en el horizonte, escondida mientras tanto en los cielos extranjeros, tras nubes peregrinas y bandadas de pájaros cantores.

Al Yeclano Errante, llamado Rafael, se le reveló en sus sueños que los yeclanos jamás recuperarían el pueblo sin ayuda. Él debería asumir dicha misión, pero jamás lo conseguiría si seguía siendo él. Orquestó su propia muerte y desapareció de la memoria del pueblo para regresar cuando fuese necesario, actuando mientras tanto en favor de sus vecinos y amigos para reducir las terribles consecuencias que tendría la desaparición del pueblo décadas más tarde.

Solitario, rodeado de sombras, vestido con los ropajes de bereber que conservaba desde hacía tanto, se sentó y solo observó hasta que el viento reclamó también la Basílica y el cerro sobre el que se asentaba. Entonces descendió por el cementerio, de donde volaban los nichos y las tumbas, y presenció cómo el césped de las Pozas se desgajaba del suelo al tiempo que las porterías de fútbol eran arrancadas. Se alejó en dirección al vertedero, lugar que sabía que no se vería afectado por el viento, y dejó que el destino siguiera su curso.

Triste por los suyos, los más cercanos y los menos, no se permitió derramar lágrimas para no mostrarles debilidad a los relámpagos que ahora iluminaban la noche. Conforme las rachas se fueron marchando con el propio pueblo y quedó una tranquilidad insana, antinatural y extraña sobre lo que se conocería como el páramo de Yecla, el Yeclano Errante sacó una vieja libreta donde durante años había ido apuntando todo lo que recordaba del sueño premonitorio que tuvo hacía años, y, envalentonado, casi emocionado y optimista, dijo:

—Manos a la obra, que este pueblo no se va a recuperar solo.

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2 COMENTARIOS

  1. No son las 2 de la tarde y el copernicus se ha tomado una botella de wisky y ya está borracho, que alguien haga algo por él, parece ser que está solo en el mundo, igual deberían de intervenir los servicio sociales. ¿Se leerá él de forma objetiva alguna vez?, supongo que no, ya que si lo hiciera de la vergüenza que le daría pediría que la tierra se lo trague, claro, que el alcohol ayuda mucho a sobrellevar la demencia.

  2. No se si debo utilizar los relatos de Javier para hacer una especie de refrito, con el viento que se lleva Yecla, los truenos, relámpagos de la tormenta, reconciliación con el vecino… y todo eso.
    En Torre Pacheco han soplado vientos de odio, con relámpagos que iluminaban tiempos de la Alemania nazi. Tampoco sé si hablar de esto sigue beneficiando a los del catecismo del ODIO.
    Todo son opiniones, una me ha llamado la atención de un aguileño comprometido con el medio ambiente y todo eso.
    Viene a decir que la presencia masiva de inmigrantes en zonas agrícolas de Murcia es una consecuencia directa de la brutal transformación en regadío, en lo que toda la vida era secano.

    En la «lechugalandia» murciana, el agro-poder murciano, calla en estos episodios violentos contra los que trabajan de sol a sol, por 800 euros/mes, cuando son los grandes beneficiados de esta masiva mano de obra.
    A la vez son los que envenenan las tierras que junto con el «poder político murciano» continuamente están pidiendo más agua. Como si el Tajo-Segura fuese exclusivo de estos grandes monopolios.
    La industria del transporte de mercancías agraria a Europa ya está siendo intervenida por fondos de inversión norteamericanos, vistos los grandes beneficios. Producimos alimentos para media Europa.
    La lechugalandia murciana tiene doble rasero. Odio, división, enfrentamiento… con quienes ocupan el lugar de los españoles reacios a trabajar de sol a sol por cuatro perras, y los «buenos» que se forran a cuenta de esa agricultura insostenible de mucha agua, mucho nitrato, mucha explotación a la mano de obra y… MUCHO BENEFICIO.
    La extrema derecha y su socio que hacen? El primero lo único que sabe hacer, provocar odio, enfrentamiento. López Miras una verguenza, callado. Antelo mintiendo y esparciendo bulos para favorecer el odio y la exclusión. Lo mismo le dio un balonazo en la cabeza cuando jugaba al baloncesto y perdió algunas neuronas. En este partido donde anda el sector «moral-católico»?
    Lo primero las personas decía Jesús, para la extrema derecha lo primero? «La DICTADURA para que sigan explotando más a las personas, a la tierra y Abascal siga sin trabajar»
    En Jumilla a los grandes terratenientes le entra el pánico no contar con mano de obra de fuera.
    Ojo. En Yecla tenemos una «rama» de lechugalandia. Los acuíferos sobre-explotados. Menos risas.
    Perdón Javier. Ojalá el viento eche al ODIO.

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