Hace poco vivimos momentos de pánico e incertidumbre. Transcurridos unos doce años desde que el pueblo echase a volar, todavía no teníamos ni idea de dónde podía encontrarse. Todos los intentos de hallarlo, ya fuera con máquinas futuristas, aventureros recupera-reliquias o criaturas extrañas como Lobo, habían resultado infructuosos. Así, cuando apareció un reloj de arena gigante en mitad del páramo vacío que marcaba el paso inexorable del tiempo, muchos quisieron creer que se trataba de una cuenta atrás para el regreso de Yecla.
Los científicos yeclanos, procedentes de campos como la odontología, e ingenieros (de la industria del grafeno), porque de físicos íbamos escasos, estimaron que el reloj de arena gigante, del tamaño de un piso de dos plantas, tardaría doce días en pasar toda su arena de la parte superior a la inferior. ¿Qué iba a suceder en doce días?, se preguntaron muchos yeclanos.
Los opinólogos empezaron a proponer hipótesis, más allá de la del sugerido regreso del pueblo: ¿y si era un reloj que marcaba el fin del mundo? En doce días no daba tiempo a vender todas las tierras y gastarse el dinero en yates y una vida desbordada de excesos. En catorce quizá, pero ¿de verdad iban a tener que renunciar a dos días porque al mundo no le había dado la gana de avisar con más antelación?
Los más acaudalados del páramo, que no habían tardado ni dos años en reconstruir sus caserones a las afueras para ignorar al resto de ciudadanos como dios mandaba, se quejaron y llevaron excavadoras hasta el reloj de arena para derribarlo. Descubrieron por las malas que todo lo que tocaba el vidrio del reloj se tornaba arena, y algún que otro adinerado no tuvo ni sus doce supuestos días de juergas, sino que pasó a ser pasto de los meados de los gatos y los borrachos.
Hubo quien teorizó que se trataba de la Virgen, que había regresado a sus fieles en nueva forma, como si de un Pokémon se tratara. “Ahora, con su eterno recordatorio del tiempo”, dijo uno, que olvidaba que lo eterno iba a durar tan solo doce días, “la Virgen quiere que tiremos tiros y la adoremos cada segundo de nuestras vidas”. Saltaron voces críticas que, desde la terraza que se había montado alrededor del puesto de torticas fritas de Juana, dijeron que ellos preferían rezarle a la comida, que al menos eso les traía alguna dicha.
Para otros, el reloj de arena tan solo era sinónimo de playa, más cerca que nunca, a falta del agua; para otros simbolizaba el desierto, que se desparramaría cuando al duodécimo día se quebrase el vidrio que lo contenía. Yecla solo serviría para rodar películas del Oeste, que volvían a estar de moda; los primeros autoproclamados políticos del pueblo, ya cada uno de su color, clamaron que aquello era una llamada a las elecciones, trajeron unas urnas de Madrid (porque las de Yecla habían volado) y las colocaron en unas cuantas mesas alrededor del reloj para que los yeclanos pudieran votar.
“Hasta el día del Apocalipsis me va a tocar trabajar”, se quejó el primero al que le llegó la carta para ser presidente de mesa electoral. Como debieron hacer décadas antes, los yeclanos compraron un camión grande, con todas las comodidades, llenaron el depósito para asegurar que llegaba a su destino (y no se quedaba a medio camino) y metieron a todos los políticos en él, de regreso a Madrid.
Finalmente surgió una hipótesis que ganó popularidad. Anacardo Díaz, vecino anciano, empezó a decir que aquella arena representaba nuestro pasado. En concreto, la arena en las zapatillas que habíamos traído durante décadas desde Alicante, San Juan, Torrevieja y Benidorm. Explicó que se trataba de un fantasma de nuestro pasado que nos visitaba.
Algunos se quejaron diciendo que ya podría el destino haberles traído los chalets y los rascacielos de dichas ciudades; otros se conformaron aun sin entender por qué entonces la arena caía de un lado a otro del reloj ni qué significaba; Anacardo dejó de ser visto tres días más tarde, a dos de lo que tuviese que pasar. A los pies del reloj de arena hallaron tan solo sus alpargatas con mucha arena dentro, un rollo de desafil y unos carteles de “Vota a Anarcardo”. Por si acaso, algunos yeclanos metieron esa arena en una caja y la mandaron para Madrid.
Dio la casualidad de que en la capital estaban ociosos y decidieron analizar la composición de la arena. Un burofax urgente llegó la mañana antes de lo que tuviese que suceder al término de la caída de la arena. En él, un funcionario de la Agencia Tributaria reclamaba la factura de la compra del reloj de arena, cuyo IVA debían repercutir al ausente ayuntamiento de Yecla, a satisfacer con intereses de demora cuando regresase. Además, contaba la misiva que la arena que habían mandado contenía azucares no comercializables por la Unión Europea, por lo que al páramo acudiría esa misma tarde una comisión con otro gran camión para llevarse el reloj.
Dicho y hecho, esa tarde los yeclanos quedaron huérfanos también de reloj de arena cuando un camión con agarradera de corcho cogió el reloj y lo cargó sobre el tráiler, cuyo suelo estaba protegido con papel film, lo que evitó que se transformase en arena. Antes de que pudieran decir pue, el camión había desaparecido por la carretera Almansa.
La factura del IVA del reloj, valorada en ciento y pico mil euros, el precio de una estatua en Yecla, fue doblada y convertida en un avión de papel. Al ser lanzado al aire, el avión entró en órbita Yecla-estacionaria y, desde entonces, pulula por el cielo ahuyentando las nubes de lluvia.
En cuanto al reloj, nunca se supo qué sucedió cuando cayó su último grano de arena. Hay quien dice que explotó en mitad de la M-30, provocando retrasos en la circulación, pero que, como era lo habitual, nadie le dio más importancia. Otros dicen que el reloj trajo la playa a Madrid, que desde hace no mucho tiene línea directa con el Mediterráneo. De ser así, Anacardo habría albergado algo de razón. Los rumores que más calado han tenido desde entonces son los que hablan de un sabotaje del camión por parte de un yeclano misterioso, quizá el Yeclano Errante, que habría hecho volcar el camión por Albacete. El reloj se habría roto, la arena habría saltado por los aires y los molinos la habrían soplado lejos, quizá de regreso al lugar de donde la habían extraído.
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