Este año, las fiestas de San Isidro se han suspendido por culpa del maldito virus. Una pena.
Pero resulta extraña ver cómo los balcones de este pueblo anuncian cosas contradictorias: banderolas y papelitos de colores recuerdan las fiestas de San Isidro frustradas; banderolas de la Virgen del Castillo, creo, piden ayuda y salud a la Inmaculada; y banderas de España con crespones negros, que parecen pedir luto y dimisiones.
He escuchado por megafonías variadas el himno nacional, (el de España), el himno de la Virgen, salmos y hasta pasodobles. Me tienen confundido. Mis hermanas, desde Francia no se lo creen. ¡Esto es un sindiós! Les digo, y ellas confirman, que todavía no entiendo la cultura de este pueblo. Y mira que me esfuerzo.
El primer año de mi estancia en Yecla me llevaron a conocer el local de varias peñas. Pude ver de cerca algunas carrozas y a la gente atareada, ultimando los detalles finales. Durante meses, se reúnen en cocheras liando trozos de papel de seda multicolor y pegándolos con engrudo.
Para realizar estas carrozas es necesario el mismo cariño y la misma constancia de las cigüeñas con sus nidos o las abejas con su colmena.
El sonido de los papeles movidos por el aire cuando las carrozas desfilan por la calle me recuerda al movimiento suave de las olas de un mar sereno, pero con más colores que un arcoíris.
Bordadoras pacientes llenaron de rutilantes flores faldones y chalecos que pasean con orgullo los labradores y labradoras (como llaman aquí a los que visten el traje tradicional).
El día de la Cabalgata por la mañana sitúan todas las carrozas por los alrededores de la vieja estación del Chicharra; quedando expuestas, enganchadas a sus tractores, y preparadas para el desfile.
Aquel día, el bullicio de miles de personas se entremezclaba con un sol esplendido. Todos se hacían fotos delante de las carrozas, los niños corrían, gritaban. Se escuchaban risas y todo el mundo hablaba con varias personas a la vez. Ambiente festivo; gesto triunfante de quienes concluyen una gran obra y la presentan al público.
Con una hora de paseo entre la multitud tuve hartura para varios días. No sabía yo en ese momento lo que me esperaba.
Quedamos a las cinco de la tarde en la calle Colón esquina con el Callejón Ancho. Cuando asomé por esa calle y vi el gentío que poblaba las aceras, me estremecí. Salvador se percató y acercándose me dijo en voz baja:
—No se preocupe usted (a mí, esta frase dicha en Yecla ya me produce preocupación) que en esta zona estaremos tranquilos y he traído unos vasicos y vino bien fresquico.
Él sabe que no soporto beber en bota o en cualquier otro artilugio que no sea transparente. Le dije que era muy pronto para empezar a tomar vino.
—No se preocupe —otra vez la frase maldita—, que en un ratico le apetecerá.
Empezaron a pasar las carrozas; están montadas en remolques de tractores. Por la mañana estaban tal cual, pero por la tarde van llenas de gente sentada con los pies colgando en los laterales de las carrozas y alrededor, a pie, algunos más de las peñas. Reparten habas crudas a puñados, bocadillos pequeños, chorizos, empanadillas y mucho confetis… y como mis amigos son muy populares, llovían hacia nosotros verduras y bocatas; dos de ellos chocaron contra mi pecho.
—Cójalos usted, que nos vendrán bien para la merienda; métalos en esta bolsa —me dijo Concha. Acababa de empezar el asunto y ya llevaba una bolsa casi llena.
A la tercera o cuarta carroza de la cabalgata escucho un grito:
—¡Teodoroooo!
¡Maldita sea, mi nombre a gritos y entre la muchedumbre! Era Pedrito, el sobrino de Concha, vestido con traje de labrador, con una bota de vino en la mano y dirigiéndose a pasos alegres hacia mí. En ese momento habría dado mi vida por hacerme invisible. «Eche un traguico, verá usté qué bueno”. Por dios, que alguien me libre de este escandaloso, pensé; pero como le tengo aprecio, eché un trago
—¿Esto tan asqueroso qué es? —No pude evitarlo, me pareció veneno puro.
—¡Cosa buena, kalimotxo!
Me pareció la bebida de los infiernos y como la cosa no podía quedar así, vinieron varios amigos y amigas suyos y me los presentó a todos.
—Este es el tío del que os hablé. —Ellas me daban besos, ellos abrazos. Menos mal que Salvador siempre está al quite y me quitó de encima a la chavalería.
—¡Venga, al desfile, gandules!
La tarde se fue animando cada vez más; dan una vuelta a un circuito que va por dos calles, de punta a punta del pueblo. Pero hay tantas carrozas que se me hizo interminable.
Música estridente, griterío, serpentina volando continuamente; lluvia intensa de confetis y serpentina. Miraba alrededor y todos parecían felices, todos se abrazaban, pero el jaleo me tenía mareado. Salvador me miró compasivo y me dijo:
—Hoy no hay bares abiertos, no tenemos salida. Está todo el pueblo en la calle, así que vamos a echar otro tiento.
La tarde fue muy larga; conseguí una silla que no sé de dónde salió. No podía comer más; eran las ocho de la tarde. Empanadillas, choricicos, habas, bocatas y vino, mucho vino. Los vecinos sacan mesas a las puertas de su casa y reparten comida o bebida a los amigos.
Cuando Pedrito terminó el recorrido, por nuestra zona aún seguían pasando carrozas. Así que volvió con varios amigos en mi búsqueda. Lo vi llegar desde lejos y me escondí. Escuché un grito.
—¡Tía, se ha ido ya Teodoro?
—¡Sii!, gritó Salvador, salvándome de otra tanda de abrazos.
Al final, todo el mundo acaba cantando, muy mal, por cierto. Se tambalean, bizquean, gritan eufóricos; todo eso multiplicado por cientos. Cuando por fin finalizó la cabalgata, el asfalto parecía un tapiz puntillista lleno de serpentina y confetis. Decidí retirarme a casa; nunca había visto a tanta gente junta y el vino me dio sueño.
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