Vuelvo renovado a este periódico después de unas estupendas vacaciones. Estuvimos recorriendo lugares de España que no conocíamos y nos encontramos con gente enfadada por todas partes. Lo primero que vimos al llegar a nuestro pueblo fueron olivos inundados que parecían flotar y caminos intransitables. Nunca vimos tanta agua por estos campos. Nuestros amigos nos esperaban impacientes y vosotros, queridos lectores, espero que también.
—Durante vuestra ausencia han pasado muchas cosas —nos dijo Salvador— aunque ninguna importante, ya sabes que por aquí predomina la tranquilidad porque la gente es temerosa de los cambios bruscos.
Como siempre, nos reunimos alrededor de un buen arroz con conejo y caracoles. Esta vez hemos invitado a un nuevo vecino que ha alquilado una casa cerca de la nuestra, para pasar algunos fines de semana. Este nuevo componente del grupo es amigo del Panocha, es yeclano, vive en Madrid y la única definición de sí mismo que hace es la de ser pintor. Se llama Vicente Chumilla. Va algo encorvado, sobre todo cuando tiene prisa, suele llegar a los sitios con la cabeza antes que con los pies… Posee una hermosa nariz que le sirve como timón y dice su amigo que tiene un olfato finísimo. En eso nos parecemos, en lo de la nariz, y es que en lo del olfato voy bien servido también, pero a mí lo que me funciona mejor es la intuición, y sospecho que el tal Vicente y yo podemos entendernos muy bien; nos une nuestra infancia campesina, nuestra emigración y el talante discutidor.
La entrada no pudo ser mejor, trajo una buena botella de vino de Valdepeñas, unos embutidos manchegos de Almansa, una guarra de Albacete y un queso asturiano.
¡Así me gusta la gente, generosa y compartiendo sustanciosos manjares!
Resultó que Ana y él son primos segundos, los dos conocen a medio pueblo e hicieron un repaso de viejos amigos y familiares. Entre los dos tienen más de cincuenta primos y varios parientes en común. Hablaban de las faenas del campo con nostalgia, pero jurando que jamás volverán a coger olivas; y hablaban de tal manera del frío de enero en el olivar, que se te helaba hasta el pensamiento.
El invitado, directamente se lio a contarnos cosas de Francia; también había ido a la vendimia de niño. Dice que la influencia cultural francesa ha ensombrecido siempre los movimientos culturales hispanos y, además, los gabachos se atribuyeron como propios a nuestros mejores artistas… Estamos bastante de acuerdo y por las cosas tan parecidas que contábamos de nuestros abuelos, llegamos a pensar que se trataba de la misma persona.
Nos quitábamos la palabra interrumpiéndonos, y los demás escuchaban complacientes.
—¿Es posible que os conocieseis en una vida anterior?—preguntó el Panocha.
—Es posible —respondimos los dos al mismo tiempo.
Y como la cosa era favorable y sé que el nuevo contertulio es un buen conversador iniciamos un debate:
—Me han dicho que sigues pintando diariamente, entiendo entonces que mantienes el mismo entusiasmo que de joven.
—Sigo siendo un entusiasta convencido, pero no derrocho energía como antes, me he serenado un poco.
—Leí de Salvador Dalí, en su «Diario de un Genio», que decía que los pintores abstractos pintaban nada porque no creían en nada.
—Dalí tenía bastante razón, pero lo que inventaron algunos pintores abstractos y los artistas conceptuales fueron teorías y argumentos en algunos casos para disfrazar su vacuidad o para rellenar esa nada.
—¿Eres también de los que maneja la dialéctica artística?
—No, en eso soy muy escueto, y últimamente me ha dado por comparar en qué creían los pintores del Renacimiento y en qué creo yo. Ellos estaban llenos de esperanza, confiaban en la humanidad, yo no, y he llegado a la conclusión, que prefiero pintar la nada a no pintar nada.
—Eso es nihilismo puro, ¿no crees en el arte?
—Más bien soy escéptico y la palabra «arte» ahora suena demasiado hueca y está en manos de comerciantes y otros sátrapas que manejan intereses turbios. Disfruto pensando en los pintores de Altamira y los imagino solos, alumbrados con antorchas dibujando bisontes, y me pregunto cuáles serían sus motivaciones. Estoy seguro de que esa soledad, esa motivación y ese empeño es el mismo que han sentido mis pintores favoritos a lo largo de la historia del arte y por los que empecé a pintar. Sobre todo, sigo pintando porque si no lo hago me duele la cabeza y me entran ganas de escapar.
—¿Pintas con música?
—Nunca, necesito silencio, el silencio de los de las cavernas o la soledad de la que imagino que disfrutaba Van Gogh entre los trigales.
—¿Cuáles son tus pintores favoritos?
—Más que por los pintores en sí, siento devoción por los dibujos de grandes pintores y grabadores. Pero de eso hablaremos en otro momento, que es un tema con el que me entusiasmo…
—Eso, que os estáis poniendo pesados —respondió el Panocha y propuso brindar con un vino de una bodega pequeña de La Alquería.
Concha trajo unos paquetes de libricos de Yecla y yo saqué el aguardiente de hierbas que hemos traído de Galicia; y, como siempre, el encuentro acabó como acaban los encuentros de amigos, con abrazos y buenos deseos.
Un soplo de aire fresco literario, gracias desde L. A.