Hoy escribo con el corazón roto. Se nos ha ido Andrés Soriano, uno de los grandes —no solo por la tuba que cargó durante décadas, ese “pito grande para el más tonto”, como él mismo bromeaba—, sino por su tamaño humano, su generosidad sin medida y su forma de estar siempre, sin hacerse notar, pero siendo imprescindible.
Hace apenas un mes seguía viniendo a ensayar, en su sitio de siempre. Ese rincón que ahora solo guarda silencio y una foto del homenaje que le hicimos por sus bodas de oro con su querida Águeda. De pronto, un malestar, una visita al médico, y el golpe: el cáncer que ya no tenía solución. Un mazazo cruel, rápido, injusto. Aún no lo hemos asimilado. La banda está de luto. Pero también lo está la música, la ciudad, la familia y esta asociación que tanto le debe.

La conversación con un gigante
En 2018 le hice una entrevista que hoy releo con un nudo en la garganta. Nos sentamos en el Bar Tenis, pedimos una cerveza y algo de picar. No llevaba preparada una sola pregunta, pero no hizo falta: Andrés hablaba como quien cuenta historias de toda la vida, con la sencillez del sabio y el humor del que ha vivido mucho.
“Yo no soy músico. Soy aficionado”, insistía. Pero a muchos músicos de conservatorio les habría venido bien la mitad de su tesón y compañerismo. Él empezó con 30 años, sin saber una nota. Casado, con hijos, trabajando de sol a sol en su taller de electricidad de coches. Y, aun así, encontraba tiempo para estudiar con el maestro Pepe Ortuño, con quien pasaba tardes enteras peleando entre la tuba y el solfeo. “Aprendí antes a sacar sonido a la tuba que a leer una partitura”, me contaba entre risas.
Su primera procesión, en Semana Santa, fue toda una aventura. “Llevar el paso y tocar a la vez no era lo mío. Y eso que me sabía todas las partituras de memoria. Pero cuando el maestro se giraba para ver si iba bien, me ponía más nervioso y entonces, peor aún”, recordaba riendo.

Una vida hecha música
Andrés era de esos que se quedaban en el corazón sin esfuerzo. Fundador de la Banda de la Asociación de Amigos de la Música de Yecla en 1976, vivió todos los escenarios posibles: desde ensayos en cocheras sin calefacción hasta certámenes internacionales donde fuimos campeones. “Hemos tocado en plazas vacías y en auditorios a rebosar”, decía, recordando con cariño su trayectoria de 50 años en la banda.
Nunca hablaba de méritos. Hablaba de trabajo, de esfuerzo, de equipo. Y de su mujer, Águeda. “Si yo soy músico, es gracias a ella. Porque me dejó serlo”, decía con una ternura que aún me estremece. También recordaba con emoción a su amigo Pedro Galiano, al Ñoño, y a todos esos compañeros que fueron quedando en el camino.
“Esto es una familia”, me dijo. Y lo era. Para él, la banda era algo más que música. Era su vida. Y en esa vida, siempre tuvo tiempo para los más jóvenes. Los animaba, les daba un consejo, les chocaba la mano. Era un referente sin decir que lo era.

El orgullo de los suyos
Uno de los momentos más felices que vivió últimamente fue ver a su nieta Vera salir por primera vez con la banda en noviembre de 2023. Ese mismo día, su nieto postizo Jesús Pereñíguez —un tubista murciano al que Andrés y Águeda adoptaron como un nieto más cuando decidió venir cada viernes a ensayar con la banda de Yecla— le dedicó un pasodoble. Actualmente, otro de sus nietos se prepara para entrar en la banda este año. Y es que esa continuidad era su mayor orgullo. “Verlos ahí, sabiendo lo que nos costó llegar hasta aquí… eso sí que compensa todo el esfuerzo”, me dijo aquella tarde.

Porque Andrés no solo tocaba. También tejía y peleaba incansablemente por el bien de su banda. Fue quien convenció a Paco de Granfort para que comprara la bandera con la que actualmente desfilamos. Fue uno de los músicos que defendió con ahínco la elección de Ángel Hernández como director cuando apenas tenía 21 años. Fue quien nos enseñó que, si queríamos tener éxito, había que ganárselo. “Los premios no se regalan”, repetía. Eso fue lo que nos dijo allá por 2001 a quienes empezábamos en la banda tras un frustrado certamen de Murcia sin premio. «No hemos trabajado lo suficiente y lo que no se trabaja, no sale», nos dijo. Y tenía razón.
Nos quedamos con su ejemplo
En 2017, recibió el Premio Santa Cecilia junto a otros tres músicos fundadores (Ángel Hernández Castaño, Pepe Cano y Antonio Ortega «Ñoño»). Unos años antes, le dieron el mejor homenaje posible: la recogida que nunca pudo tener, al igual que el resto de músicos fundadores; foto que abre este artículo. Pero Andrés no buscaba aplausos. Solo quería seguir tocando. “Tocaré mientras pueda”, decía. Y así lo hizo. Hasta que el cuerpo ya no le dejó más.
Hoy, en su sitio, queda una silla vacía. Una foto. Un silencio. Y una herida abierta en todos los que lo conocimos. Esta tarde, a las 18:30 horas, iremos a la Basílica de la Purísima a despedirlo como se merece.
Porque, sobre todo, nos queda su ejemplo. Su forma de estar. Su legado. Su música. Y ese abrazo apretado que siempre me daba cuando volvía a Yecla y me decía: “Bienvenido a casa”.
Hoy tú has vuelto a casa, Andrés.
Gracias por todo.
Te echaremos muchísimo de menos.
