“Este chiquillo parece un cociolero, todo el día en la calle”. Eso decía siempre mi madre, cabreada, porque yo nunca veía el momento de volver a casa, y es que en la calle pasaba todo lo que me gustaba. Mis primeros años están marcados por la vida callejera y entre frases hechas, refranes y charlatanería, asumí un montón de ideas de las que me resulta difícil despegarme.
La cultura popular, esa que es tan apreciada en nuestro país y a la que muchos definen como la inteligencia heredada, es un nido de sabiduría rancia, pero lleno de incongruencias y de contradicciones que nos retratan muy bien. “Se le secó el cerebro de tanto pensar”, aseguraba un vecino nuestro de su sobrino mayor; nunca supe si era ironía o no. Otra muy popular de aquella época: “De tanto estudiar se le acabó yendo la perola”; una frase que me gustaba mucho por la sonoridad, pero cuyo mensaje era tremendo.
Ha existido siempre la creencia de que algunas enfermedades mentales estaban relacionadas con el exceso de estudio o de lectura, creando así una mentalidad perezosa y superficial que achacaba todos los males al conocimiento.
Cada vez que me veía con un tebeo la tía Paca, a la que todo el mundo llamaba así aunque no tenía ningún parentesco con mi familia, me decía que se me iban a secar los ojos de tanto leer. De hecho, mucha gente asumió que la lectura y los libros no eran beneficiosos para la salud. Y es que los dichos populares muchas veces están cargados de prejuicios.
A mi amigo Salvador le gustan mucho los refranes y los sabe elegir muy bien, pero a mí me parecen siempre de lectura confusa. El que se lleva la palma es el que dice que cuando el río suena, agua lleva. O el de “más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer”.
Los españoles somos callejeros y tabernarios a causa de nuestras penurias, de la pobreza y del mal gobierno que hemos sufrido durante siglos. O, al menos, eso creo yo.
Y no hay nada peor que una anciana sentenciando cada diálogo con refranes, sabiamente elegidos para cada ocasión. De esto alerto a mi amigo Salvador; no quiero que se convierta en un pelmazo.
Las calles de Yecla en mi niñez, aparte de nosotros con nuestros juegos, estaban pobladas de gentes ofreciendo sus productos o sus servicios a gritos: Los afiladores con sus silbidos, la paragüera, los chatarreros, el estañaor, los meleros que anunciaban arrope calabazate, el mondonguero con su carretilla, los serenos y sus estampas de felicitación de Navidad y algunos mendigos que pedían limosna puerta a puerta. Todos tenían sus cantinelas y eran muy populares.
No quisiera parecer nostálgico, porque cada época tiene su lado chungo, y aquellos años eran duros y tristes, pero echo en falta a los charlatanes que vendían cacerolas o mantas y manejaban el lenguaje con soltura sin ofender a nadie. Es verdad que no decían nada, pero entretenían, y sus discursos eran tan ágiles que servían para colocar con facilidad sus mercaderías. Se inventaban frases ingeniosas que el populacho asumía como propias y, sobre todo, creaban ilusión. Los publicistas actuales aprendieron bastante de ellos, pero los políticos del siglo XXI tienen prisa y aprenden mal.
Los medios publicitarios se han multiplicado por mil y llegan a todos los rincones del planeta con facilidad, se venden unos productos con los que aseguran que se puede alcanzar la felicidad, la juventud, o realizar los sueños… Son muy efectistas y puede que mucho más eficientes en los mensajes que sus antecesores, los charlatanes y sacamuelas, pero tan insustanciales como aquellos. Muchos de los productos del mercado actual son tan inútiles como los utensilios que compraban nuestros abuelos a feriantes y mercachifles con el convencimiento de obtener la felicidad; y cuando llegaban a casa descubrían que no era para tanto.
Recuerdo con cariño los mensajes de los vendedores de boletos de las tómbolas con aquel soniquete repetitivo. Era capaz de pasar una hora embobado escuchando una verborrea incansable, fluida y amplificada, que luego yo en casa intentaba imitar sin conseguirlo.
No disponía de dinero para comprar boletos, pero como prometían jamones, cuberterías, transistores, bicicletas o peluches gigantes, aguardaba en un rincón entre los espectadores interesados en la rifa. Cuando entregaban el premio disfrutaba viendo la cara de felicidad de los afortunados.
Admiraba la facilidad oratoria y la abundancia de vocabulario de los tomboleros, pero, sobre todo, la eficacia de sus mensajes para convencer al publico asistente. Los participantes, emocionados, aguardaban el resultado final mecidos por la ilusión.
Abundaban también los vendedores de quimeras, que lo mismo ofrecían productos de limpieza mágicos o crece pelo, que muñecas habladoras.
Me gustaban mucho, a su vez, los sermones en la iglesia pues existían auténticos rapsodas capaces de intimidar a pecadores o de emocionar a fieles devotas.
Y viviendo en el campo conocí a los recoveros, que me parecían magos cuando llegaban a las casas de campo para vender salazones, chocolate o cambiar golosinas, latas de atún o cacerolas por quesos, conejos o huevos; llegaban haciendo sonar el claxon, abrían el lateral de la furgoneta y ofrecían tal espectáculo de productos novedosos que era muy difícil no quedar deslumbrado.
Eran transmisores de mensajes familiares y contaban chismes o leyendas, tenían vocación de recaderos.
Por lo tanto, entre refranes, viejos cuentos y locuciones varias de vendedores ambulantes, me aficioné a los discursos y a la palabrería callejera.
Ahora, escuchando a los políticos me pasa lo mismo que con los charlatanes antiguos, quedo embelesado con sus cacareos fatuos, pero son de vocabulario limitado, de voces monótonas y muy aburridos con sus martingalas rígidas. Y si tengo que elegir, me quedo con los vendedores de baratijas en mercadillos antes que con los vendedores de humo caducado.
Muchas gracias Teo, espero con agrado tus relatos porque me devuelven a una época triste por la pobreza que teníamos a nuestro alrededor, pero me emociono al recordar
mi infancia, y todos esos personajes que tenia olvidados, vuelven a mi memoria, con melancolía y a la vez, alegría.
Espero el próximo. Gracias.
Otro buen relato de Teo fotografiando la España de los años 60.
No es enmendar la plana a nadie, es aportar algo de lo también vivido. Nuestra «quinta» vivió gran parte de su juventud en dictadura y eso marca.
Cuándo hablas de los charlatanes recuerdo algunos que vendían mantas y hacían, para la época, un «discurso» muy atrevido. Pregonaban «ya vendrán los nuestros» en referencia a los meses de enero y febrero, meses donde la demanda de mantas es mayor. Pero se podía entender de que vendría un cambio de régimen, algo tremendamente peligroso en esos tiempos de falta de «libertad».
La vida callejera siempre nos ha gustado a los españoles así como ser tabernarios. Lo primero quizás por el clima, excepto unos meses el resto del año se puede estar en la calle y, tabernarios porque nos gusta estar fuera de casa y que mejor que tomar algún vaso de vino o alguna cerveza.
Fueron tiempos de atraso, superstición…y todo eso.
Los españoles hemos sufrido malos gobiernos. Si, pero aclarando, malos gobiernos para unas clases, para otras muy buenos. Y esto es clave para entender el proceso de acumulación de capital en tiempos de la dictadura que nos tocó vivir.
Hoy los charlatanes y los mentirosos los podemos encontrar en las múltiples redes sociales, con un peligro que espanta. Antes se podían secar los ojos por leer, hoy existen los que niegan una pandemia con millones de fallecidos en el mundo. Prefiero al charlatán de antes.