A la izquierda del cementerio hay un corral al que llamaban Cementerio Civil, pero nunca funcionó como tal, sino como los antiguos «corralitos» que, por imposición de Pablo V allá por el mil seiscientos y pico, era donde enterraban a los suicidas como castigo y humillación. La iglesia los condenaba directamente como pecadores insalvables. Los cementerios civiles se aprueban el 18 de mayo de 1897, pero no imagino en nuestro pueblo a ningún apóstata pidiendo ser enterrado allí.
Ahora es un corral cerrado con una verja herrumbrosa y descuidado donde no quedan más que yerbajos, ramas secas, un ángel abandonado, los restos de una tumba vacía y un pino presidiendo el espacio. Hasta el color de la tierra es mortecino.
En 1960, días antes de irnos a Francia, fui con mi madre a llevar unas flores a una tumba pobre y arrinconada junto al muro de la izquierda con una cruz de metal. Sobre ella, estaba escrito el nombre de mi abuelo materno: Paulo Rodrigues. Mi madre lloraba para adentro, tragándose unas lágrimas amargas; era una despedida.
Cerca de la entrada lucían majestuosos dos llamativos panteones. Uno contenía un ángel pidiendo silencio, con su dedo frío de piedra blanca cruzando los labios y que parecía esbozar una leve sonrisa maliciosa, pero por el exagerado volumen de sus ojos, dudaba de si el ángel sonreía o lloraba. Era contradictoria aquella figura: ¿Estaba triste, alegre o ambas cosas a la vez? Pedía silencio, pero con la mirada reclamaba atención y lo más importante, ¿a quién pedía silencio?
A la izquierda, había otro ángel del mismo tamaño con el gesto sonriente con sus manos abiertas, ofreciendo un manojo de flores; los dos parecían dialogar entre ellos.
Mientras mi madre rezaba frente a la sepultura de tierra y la limpiaba de maleza, yo intercambiaba miradas cómplices con las estatuas de enormes alas de piedra.
Leía el nombre de las personas enterradas e intentaba memorizar los apellidos; vigilaba de reojo a los ángeles porque me parecía que de un momento a otro podían tomar vida. Era tal el realismo de las figuras que me daban ganas de hablarles.
Dos mujeres con un manto negro que les cubría la cara y que minutos antes lloraban abrazadas a un panteón donde depositaron un gran ramo de crisantemos, se despidieron de mi madre entre sollozos; al salir ellas, el silencio se volvió espeso.
Era verano, lo recuerdo porque se escuchaban las chicharras y yo llevaba sandalias y mientras mi madre parecía espolvorear adioses, me pareció escuchar un sonido parecido al de un beso. Yo estaba de espaldas mirando la cruz de hierro, giré rápidamente la cabeza y abrí los ojos atento, pero no vi a nadie; las estatuas permanecían quietas y frías.
Varios cipreses, un pino joven y los cuatro muros guardaban los secretos de todos los muertos voluntarios que allí reposaban y a pesar de la luz deslumbrante de la tarde, reinaba la oscuridad.
En el año setenta y tres volví con mi madre al pueblo y fuimos a visitar el viejo corral. Algunos vecinos habían trasladado los cadáveres de sus parientes al cementerio eclesiástico,; la iglesia había decidido que los suicidas también tenían derecho a ser enterrados como católicos. A mi madre aquello le pareció una ofensa; decía que su padre decidió lo que decidió y ella no se avergonzaba de su trágico final.
«No moveré su cadáver; además, la tierra es el lugar más honroso para el descanso de un hombre bueno». Lo repitió más de una vez .
Que la iglesia declarase un armisticio para los suicidas, a mi madre le importaba un pimiento: «Yo creo en Dios y no en estos cuervos y mi padre no necesita el perdón de nadie», aseguraba.
Si hubieran seguido enterrando a los suicidas en el corral, desgraciadamente habrían tenido que ampliarlo mucho, ya que somos un pueblo de gente con tendencia a la melancolía y la muerte parece ser una golosa tentación.
De vez en cuando, vuelvo por aquí y siempre me invade una ligera tristeza porque me parece escuchar el eco lejano de los sollozos de antaño.
El ángel de piedra blanca que mandaba silencio ya no está aquí y no quedan restos de los panteones; podría pensar que no existió y que es fruto de mi fantasía, sin embargo su compañero sigue ahí sosteniendo sobre sus manos un manojo de rosas. Eso sí, deteriorado, enmohecido y solo. De niño imaginaba que estos ángeles al llegar la noche abandonaban su rigidez de piedra y se abrazaban.
El mutismo de la tarde y el tétrico escenario acaban por intimidarme y decido visitar el otro cementerio, grande y ordenado, con miles de nichos como si fuesen ventanicas; casi todos los retratados lucen un gesto de rígida quietud.
Como solo faltan un par de días para el uno de noviembre, hay mucha gente adornando panteones o nichos, huele a flores en exceso y a perfume barato. He visto en el cementerio católico un grupo de cruces de hierro y he pensado que quizás una de esas sea la de mi abuelo Paulo.
Deambulo sin rumbo por las calles, curioseando y leyendo apellidos que me resultan familiares, cuando, por sorpresa, descubro al antiguo y deteriorado ángel del silencio de mi infancia, que, frente al otro ángel oferente, adornaba y daba majestuosidad al humilde cementerio civil. Le falta la mano con la que pedía silencio y compruebo que su gesto es alegre y su mirada ingenua, ha perdido la ilustre presencia que tenía entonces.
No tiene rótulos ni nada que lo identifique. No recuerdo el nombre y los apellidos que entonces memorizaba porque me llamaba la atención su musicalidad. Entrevisto a un despistado sepulturero sobre la pertenencia del ángel y no sabe o no le importa nada: “Mi única función aquí es enterrar muertos”.
Recuerdo que soy alérgico a los cipreses y harto de estornudar y pensando en todos los seres queridos que he perdido a lo largo de mi vida, abandono el lugar recordando al niño juguetón, pero lleno de dudas, que todavía habita dentro de mí.
Que triste relato,emotivo y bien escrito.