—Hoy no irás a casa a comer a casa, te quedarás en el aula hasta que comience la clase de la tarde —dijo Sor Angustias con rotundidad.
No consigo recordar el motivo de aquel castigo tan cruel y más siendo víspera de Navidad, cuando se supone que a los seres humanos se nos suele ablandar más el corazón. Supongo que por contestar cuando me reprendieron, por charlatana, o por llevar las tareas sin hacer; mi repertorio de maldades no daba para más. El motivo ahora da igual, fuera el que fuera, tal vez lo tenía merecido, pues en aquellos años solía andar más allá de las nubes.
—Pero hermana, en casa se preocuparán si no llego —contesté cargada de razón, esperando alguna reacción de compasión por su parte.
—No sufras por eso, ahora mismo llamo a tu madre para avisarla.
—¿Y hoy no como? —dije casi sollozando, mientras mis tripas protestaban de hambre.
—Eso es —espetó burlona.
La mirada de Rosana cruzó el espacio que separaba su pupitre del mío y en ella reconocí el apoyo y la solidaridad incondicional de siempre. Antes de salir, se acercó y me prometió que vendría antes para traerme un bocadillo. Yo asentí con lágrimas en los ojos.
Todas mis compañeras salieron del aula, incluida nuestra profesora, cerrando la puerta con llave. El bullicio de la salida por las escaleras, y después en la calle, duró solo unos minutos. Después todo se quedó en silencio, un silencio extraño, sobrecogedor, triste, descorazonador. Nunca antes había estado en aquel espacio cuando todo se apaga y parece dormido.
Debía encontrar la manera de pasar lo mejor posible las dos interminables horas y media que tenía por delante, llenar aquel inmenso vacío físico y existencial. Me tumbé boca arriba sobre un pupitre y me puse a cantar. El nacimiento que habíamos montado en un pupitre detrás de la mesa de la profesora me sirvió de inspiración. Empecé por los villancicos, que si “Campana sobre campana”, que si “Ropopompon”, que si “Hacia Belén va una burra, rin rin”, “Adeste fideles”, “Noche de paz”.
Cuando alcancé la decena de canciones navideñas, llegué a la conclusión de que Jesús, María y José, impasibles en el pesebre, por aquel día ya habían tenido suficiente, y me pasé a un repertorio más actual: “La vida sigue igual”, “Anduriña”, “Qué será”, “Un sorbito de champán”. Lo que más me gustaba por entonces era “Los Brincos”, porque se parecían un poco a “The Beatles”, y después “Juan & Junior”, ese “Junior” tan mono. Cuando mi voz comenzó a resentirse, volví a ser consciente del hambre. Mis tripas cantaban casi tan alto como yo. Ni siquiera tenía un reloj cerca para saber qué hora era y cuánto quedaba para que aquella tortura terminara.
El cansancio y la debilidad comenzaron a hacer mella. Cerré los ojos e intenté echar una siestecita, pero la tristeza y la desolación eran demasiado fuertes para conciliar el sueño. A mi mente acudían pensamientos inquietantes como la imagen de mi padre con la correa en la mano esperándome en casa a que llegara, o la de mi madre llorando, imaginándome sola en el aula y sin comer; entonces la que se puso a llorar fui yo.
Mas de pronto, una necesidad acuciante me llevó a la conclusión de que el cuerpo, además de hambre, tiene otras necesidades perentorias difíciles de sobrellevar cuando no obedecemos a su llamada. ¿Dónde podría depositar mis líquidos despojos sin dejar rastro? Si hubiera tenido una botella de agua, al menos, pero ni siquiera agua me habían dejado.
Escruté el espacio en derredor como un robot, intentando mantener la serenidad, pero la necesidad apenas me dejaba pensar. El paragüero. Fue lo único que encontré a mano que pudiera servirme y derecha fui hacia él. Respiré hondo con un placer inmenso cuando conseguí satisfacer, al menos, una de mis necesidades; por suerte no había tenido ninguna otra que hubiera sido más difícil de ocultar, sobre todo para el olfato.
Volví a la posición horizontal y agucé el oído hacía el exterior. Rosana debía estar al llegar. Y efectivamente, unos minutos después, su silbido desde la calle me pareció música celestial. No era muy normal que las niñas supiéramos silbar, eso era más de chicos, pero nosotras habíamos aprendido a comunicarnos de aquella manera por pura necesidad.
Rosana vivía en un cuarto piso sin ascensor y sin telefonillo; cuando yo pasaba a recogerla no me apetecía tener que subir para luego bajar inmediatamente. Yo silbaba desde la calle y ella me contestaba desde el balcón.
Hasta ese momento no me había dado cuenta de que la maniobra de trepar hasta una ventana que se elevaba unos dos metros sobre el suelo, tenía su intríngulis. Acerqué un pupitre a la pared para auparme hasta la repisa que, aunque era ancha, dada la altura y el vértigo que me provocaban las zonas elevadas, preferí apoyar solo los codos y simplemente asomarme sin subirme a ella. ¡Para haberme matado!, ahora que lo pienso.
Allí estaba mi amiga del alma, mi ángel de la guarda, mi compañera de desdichas (porque eso de que la infancia es la época más dulce y feliz de la vida es un puro mito, y menos en aquellos años) dos pisos más abajo, mirándome con su cara de circunstancia, solidaria a mi desolación e injusta situación, lanzando con todas sus fuerzas un bocadillo gigante, acompañado de botellín de agua, todo en el interior de una bolsa de plástico transparente, intentando alcanzar la ventana. Pero las fuerzas y la puntería de una niña de solo diez años resultaron insuficientes para conseguir su cometido. Tras infinitos intentos después de los cuales el bocadillo empezó a parecer más un amasijo deforme, tuvimos que darnos por vencidas.
Con el alma llena de frustración concluimos que solo cabía la opción de esperar a que abrieran las puertas del colegio y que Rosana consiguiera llegar hasta el aula antes que el resto de compañeras. La última media hora la pasamos ella abajo y yo encaramada en el quicio de la ventana haciéndonos compañía y hablando con gestos y moviendo los labios de forma que pudiéramos entendernos sin demasiado escándalo.
Grupos de escolares empezaban a agolparse a la puerta del colegio para entrar, las puertas se abrieron y Rosana entró corriendo sin esperar su turno, contándole a Sor Concepción, la hermana portera, la milonga de que tenía que entrar al aseo urgentemente.
Nuestra aula tenía unas ventanas que daban a una amplia y soleada terraza, y allí fue donde se dirigió sin demora mi amiga. Cuando conseguí abrir una de aquellas enormes ventanas, no sin dificultad, por fin, pudo entregarme el maltratado bocadillo de tortilla francesa y chorizo y el agua que devoré a velocidad supersónica antes de que entrara nadie, con el riesgo de atragantarme. A pesar del disgusto y del estado lamentable del bocadillo, me supo a gloria.
Cuando el aula se abrió y empezaron a entrar las compañeras, yo ya estaba sentada en mi sitio con el libro abierto como si hubiera estado estudiando todo el rato y masticando el último bocado. No se me ocurrió levantar la mirada para saludarlas, me moría de vergüenza y la rabia me revolvía las tripas. Supuse que me miraron con compasión ya que, con alguna excepción, no eran malas chicas. Tampoco miré a Sor Angustias cuando entró, ni ella se dirigió a mí para interesarse cómo había sobrevivido durante esas horas; yo así lo preferí.
Tampoco en casa comentaron nada de lo ocurrido cuando llegué. Mi madre se limitó a informarme, con indiferencia, que en la cocina había un plato de comida para mí, a lo que yo conteste con mucha dignidad: “No tengo hambre”. Ni mi padre estaba esperándome.
Enfadada por la poca atención prestada por mi familia cuando yo había pasado uno de los peores días de mi vida, me encerré a rumiar en mi habitación. Llegué a la conclusión de que Rosana era la única persona en el mundo que se preocupaba por mí, la única capaz de ponerse en mi lugar y sentir lo que yo sentía. Y por eso merecía mi agradecimiento.
Así que me puse manos a la obra. Dibujé un gran árbol de Navidad con sus bolas de colores y cintas brillantes, y en lo alto, en lugar de una sola estrella dibujé dos, muy grandes y luminosas con su nombre y el mío dentro. Abajo, con letras grandes y coloreadas escribí: “Feliz Navidad para mi mejor amiga. GRACIAS”. Al día siguiente, el último antes de comenzar las vacaciones, lo metí en su mochila con el fin de que lo encontrara al llegar a casa. La mañana siguiente, ya de vacaciones, vino a buscarme para ir patinar al parque, antes de eso el abrazo fue descomunal.
No sé muy bien qué nos ocurrió ni por qué en un momento determinado nuestras vidas tomaron rumbos divergentes Tal vez ella se echó novio demasiado pronto; o fui yo que, en algún momento cambié de amistades y de intereses que me alejaban de los suyos; o que ella estuvo un tiempo fuera del pueblo. Sin embargo, fuera lo que fuera, no hace mucho me crucé con Rosana por la calle y algo se removió dentro de mí. Solo la vi de lejos, ella creo que a mí no. Tampoco la llamé para saludarla, tenía prisa y pensé, otro día, tal vez.
Pero después me quedé dándole vueltas y el recuerdo de aquella experiencia infantil surgió con espontánea claridad y con él, el de aquella entrañable amistad, el de las muchas otras aventuras que compartimos, todo aquel apoyo, cariño y compañerismo que supimos gestionar a la perfección, y que consiguió hacernos un poco más felices de lo que en realidad éramos. Todo eso ha dejado su poso dentro de nosotras y me gustaría pensar que ella siente algo parecido. Tal vez un día de estos quedemos para hablar largo y tendido de los viejos tiempos.
Blog de relatos de Concha Ortega